PÁGINAS VIVIDAS

LAS ÚLTIMAS HORAS DE DOMINACIÓN MARXISTA EN EL CASTILLO DE MONTJUICH

Por EDUARDO PALOMAR BARÓ

El miércoles 8 de febrero de 1939, el joven periodista barcelonés Juan Juliá Gayá, publicaba un interesantísimo artículo describiendo como había vivido él y sus compañeros de infortunio, las últimas horas en las mazmorras del castillo de Montjuich, antes de ser liberados el 26 de enero de 1939 por la tropas del Generalísimo Franco

Juliá Gayá había sido condenado dos veces a muerte por la ‘justicia’ roja, acusado de pertenecer a Falange. El relato es muy rico en descripciones de las vivencias que sufrieron sus amigos encarcelados que pasaron por el “Tubo de la Risa” al mismo tiempo que él: José María Portabella, Manuel Doménech, Onofre Romero, Andrés Peiró, Aurelio López, José Hernández, Barbosa, Abelardo Alemany, Alberto Guiu, Nicolás y Félix Ciriza, Celso Sánchez, José Suñé, Juan Serra, Melchor Tarrida, José María Moragas, Manolo y Álvaro Velasco.

El escritor y periodista Eduardo Carballo Morales, que estuvo retenido como prisionero en las bodegas del buque-prisión “Argentina”, dejó un magnífico testimonio del angustioso y dramático tiempo vivido, en el libro “Prisión Flotante”. En él recoge un relato de Juan Juliá Galla sobre el trato que recibían los presos en el castillo de Montjuich:

«Apenas llegamos se nos somete a un interrogatorio. Iniciamos la respuesta y entonces, los esbirros, con el director a la cabeza, el tristemente célebre sargento de asalto rojo Párraga, que no podrá tener en lo que le reste de vida ni un momento de descanso, nos apalean brutalmente, hasta que, jadeantes, no pueden más. A veces olvidan “saludar” a los recién llegados. Pero por la noche se presentan en la celda y dicen:

- A ver esos que han ingresado hoy.

Y les crucifican con las prácticas de martirio, allí tan corrientes. Sólo escapan del castigo los asesinos y los atracadores. Para éstos, los agentes del S.I.M. guardan todas sus simpatías. Sobre todo, hay dos agentes que baten el récord del salvajismo: Óscar y Sánchez ‘el Maño’. Óscar es el refinamiento de la maldad. Llega a una celda. Nos obliga a ponernos en pie rápidamente.

- A ver, esos que han entrado hoy. Yo soy franco y me gustan los hombres valientes. Si me decís la verdad os aseguro que no os pasará nada. ¿Pertenecéis a Falange?

- Sí.

- Así me gustan los hombres. Bravo, muchachos. Ahora a dormir.

Y se marcha. Al día siguiente aparecen en la celda dos, tres, cuatro agentes.

- Esos que ayer dijeron que pertenecen a Falange, ¿quiénes son?

Los aludidos avanzan dos pasos. Inmediatamente aquellas fieras se abalanzan sobre ellos descargando en sus espaldas golpes terribles.

El otro día, a un capitán de la antigua Guardia Civil, llamado Martínez, por haber pertenecido al benemérito Cuerpo, le propinaron tres horrorosas palizas, dejándole luego abandonado en la celda, sangrante y deshecho.

José María Oliveras es otra víctima. De un puñetazo, le fracturaron el maxilar derecho. Al parecer, una esquirla del hueso se le clavó en la carne y le produjo una hinchazón enorme. La herida le supura. Se le ha infectado. Es preciso una intervención quirúrgica, pero, ¡se trata de un condenado a muerte! Pasa muchos días sin poder comer. No puede ni abrir la boca. Es horrible, ¡horrible!...»

           

El “Tubo de la Risa”

En el Castillo de Montjuich, los condenados a la pena de muerte ocupaban las celdas del Cuerpo de Guardia o las del “Tubo de la Risa”, y en ocasiones eran usadas como lugar de castigo, cuando a algún preso había que aplicarle un escarmiento ejemplar.

El “Tubo de la Risa” consistía en un túnel situado a unos ocho o diez metros del nivel del suelo de la fortaleza. A todo lo largo del túnel, había cinco puertas por las que se accedía a otras tantas celdas o calabozos inmundos. Por la parte alta, los calabozos daban al nivel interior del Castillo, o sea, el camino que conducía al Foso de Santa Elena, lugar de las ejecuciones, por lo que esta breve ruta fue denominada Vía Crucis.     

Las celdas del “Tubo de la Risa” tenían unos ocho por cuatro metros. El suelo estaba adoquinado y su irregularidad era el colchón sobre el que intentaban dormir los encarcelados, extendiendo una manta que, a las pocas horas quedaba empapada por la humedad. Las ratas y la falta de higiene eran los elementos comunes en los que se desenvolvían los reclusos. Podían salir una vez al día a lo que se llamaba servicios.

Los moradores de esas celdas vivían hacinados y en una auténtica miseria, infectados de pulgas, piojos y chinches. Según los responsables, el régimen disciplinario era muy variable. En ocasiones, se permitió que cada preso pudiera recibir ropa, una nota-carta y medicinas de sus familiares; en otras, fueron sometidos a una estricta incomunicación que se ocupaban de mantener los miembros del Cuerpo de Asalto y los soldados del “Regimiento de Cristal”, o Batalló de Reraguarda, que eran los encargados de realizar las ejecuciones en el Foso de Santa Elena.

Los agentes de S.I.M. actuaron sin piedad contra los detenidos políticos, endureciendo la disciplina con gran crueldad protagonizada por los tristemente famosos asesores de la URSS con sus miserables métodos, mientras daban un trato tolerante a los delincuentes comunes.

El último fusilamiento en Montjuich tuvo lugar el 11 de agosto de 1938, y en él fueron asesinadas sesenta y cuatro personas -entre ellas, una mujer en avanzado estado de gestación-, que estaban cautivas en el propio castillo y en la barcelonesa Cárcel Modelo.

Los condenados de Montjuich fueron llamados poco antes de la medianoche:

- Rápidos, a vestirse. Vais a salir inmediatamente.

Se les comunicó la sentencia, ordenándoles luego se colocaran, como era habitual, un papel con su nombre y apellido en el bolsillo derecho del pantalón: la papeleta de defunción, que serviría para identificarlos. Fueron trasladados al Cuerpo de Guardia. De pronto sonó una voz, que luego se identificó como la de José María Lisbona Valles:

- ¡Qué nadie desmaye! -dijo- hay que saber perder; demostraremos que somos hombres y españoles.

Los condenados a muerte se arrodillaron y en voz alta comenzaron el rezo del “Crec en un Déu” en catalán. Había entre los sentenciados muchos castellanoparlantes, pero la politización del idioma quedaba para los explotadores de la ingenuidad ajena... Iban llegando al castillo condenados procedentes de otras cárceles.

Desde el Cuerpo de Guardia hasta los fosos de Santa Elena, iban en procesión, también cantando el “Crec en un Déu”. En el cielo amanecía.

Manuel Tarín Iglesias cuenta en su libro Los años rojos. (Editorial Planeta. Espejo de España. 1985) recoge con abundancia de datos, que aquellas sesenta y cuatro ejecuciones de la pena capital fueron acordadas en una sesión del Consejo de Ministros en la que hubo empate al respecto, y lo dirimió el Presidente del Gobierno, el socialista doctor Juan Negrín, con su voto de calidad, afirmativo de los fusilamientos... y la exhibición de una impresionante pistola. Ni siquiera cumplió la formalidad de dar cuenta al jefe del Estado, Manuel Azaña, por si quería ejercer su prerrogativa de gracia. Éste se enteró posteriormente de las ejecuciones por confidencias de José Tarradellas y Carlos Pi Suñer, y de que se le “refrotaran” los fusilamientos casi un mes después de su discurso del 18 de julio de 1938 en el Salón de Ciento del Ayuntamiento de Barcelona, en la que pronunció su famosa frase de “la Patria debe a todos sus hijos piedad y perdón”

“Las últimas horas de dominación marxista en el Castillo de Montjuich” de Juan Juliá Gayá

 

Se aproxima el fin de la tragedia

El día 25 de enero (1939) fue de verdadera prueba para los presos de Montjuich. Desde primeras horas de la mañana se vino en conocimiento de la noticia de que las fuerzas nacionales estaban al otro lado del río Llobregat. Vigilando la costa se encontraban siete u ocho navíos de guerra. El optimismo de los presos hizo suponer que se trataba de barcos nacionales. No habían de equivocarse.

Pero en contraste con todo eso no se oía un solo disparo. Algo hacía presumir que se acercaba el final de la tragedia pero nada permitía hacer creer que esa presunción era una realidad. Las horas transcurrían en medio de la natural angustia. Aquella calma realmente desesperante tenía a todos inquietos. Transcurrían las horas...

Al fin se oyeron unos cañonazos, tres o cuatro. Las baterías de Montjuich no contestaron. ¿Cómo iban a hacerlo, si hacía tres días habían sido desmontadas? Después nada. Por la carretera llamada del Port se veían algunos grupos de hombres que se dirigían hacia la ciudad. En las cercanías de la C.A.M.P.S.A. se levantaba una barricada. En el muelle seguía ardiendo un petrolero. Y nada más. Quietud absoluta. Silencio aterrador.

A primeras horas de la tarde se produjo el hecho inesperado. El Jefe de Servicios de la prisión fue comunicando, celda por celda, la orden de la evacuación de los presos políticos. La noticia produjo sorpresa. Hubo unos instantes de vacilación. ¿Qué podía significar aquella evacuación? ¿Quiénes irían a buscar a los presos? ¿Dónde les llevarían? Repuestos de la sorpresa de los primeros momentos, se decidió actuar rápidamente. A tal efecto se nombró una comisión integrada por cinco condenados a muerte, para que se entrevistase con el coronel jefe de la prisión.

De aquella entrevista se dedujo el grave peligro por que habíamos atravesado los presos. Los comisionados pidieron al coronel no ser evacuados; preferíamos correr todos los peligros en el castillo, a ser entregados no sabíamos a quién, y sin alcanzar a comprender lo que quería hacerse con nosotros, o tal vez mejor, comprendiéndolo demasiado.

 

Una orden que podía convertirse en una sentencia

Ya iba declinando la tarde cuando llegó al castillo de Montjuich, Maroto elemento de la C.N.T., y recorrió las distintas celdas del castillo. La Sala de la General, la de Teruel, el tubo y el Cuerpo de Guardia. Y en todas partes repitió las mismas palabras:

«Aquellos que tengan las manos teñidas de sangre, los que hayan cometido delitos contra la propiedad, y cuantos perteneciendo a la organización quieran luchar contra el fascismo invasor, que me den sus nombres y quedarán en libertad».

Y esas palabras, terribles, parecían, más que ofrecer una ocasión única para huir unos pocos, encerrar una grave amenaza contra los más. Juzgadas serenamente esas palabras no significaban otra cosa que querer tener la seguridad absoluta de que en las celdas de Montjuich sólo quedaban una sola clase de presos: nacionales.

Y las puertas de la prisión se abrieron para quienes habían cometido crímenes y robos, y aquellas mismas puertas se cerraban para quienes aspiraban a una España unida, grande y libre, para quienes no habían cometido delito alguno. Y aun cuando ello pudiese significar una sentencia cruel para los que quedábamos, aun a  pesar de ello, sentimos los condenados políticos una viva satisfacción. Unos y otros presos éramos incompatibles. Hubiera sido injusto, en realidad, que a la misma hora y por la misma puerta hubieran salido los que tenían sus manos teñidas de sangre, su conciencia poco tranquila, y aquellos otros que estábamos encarcelados por amar a España.

 

Se inicia la evacuación de los presos políticos

Anochecido ya, reinando en el castillo de Montjuich una oscuridad absoluta, puesto que los postes conductores de la energía eléctrica habían sido derribados por los cañonazos, llegó a la Sala de Teruel un soldado de la plantilla de la enfermería llamado Gaspar, acompañado de un chofer de la Cruz Roja, y dio una noticia, que si bien luego resultó no ser cierta, tuvo la virtud de enardecer los ánimos, aunque sólo fuera, como verá el lector, momentáneamente.

-Serenidad -dijo Gaspar-, nada de nerviosismos. Ya están ahí. Ya suben la cuesta del castillo. Pronto las fuerzas del Generalísimo nos habrán libertado...

Yo ignoro si era eso todo lo que quería decir el muchacho. Desde luego, no pudo decir más. La alegría se desbordó. Los condenados se abrazaban locos de entusiasmo. Al fin, tras no pocos esfuerzos se impuso la cordura en todos y se recomendó a cada uno de nosotros la máxima serenidad. Íbamos a vivir las horas más difíciles del cautiverio.

Poco después de las doce se produjo otro hecho que si bien sirvió en los primeros instantes para desanimarnos, hasta llegar al convencimiento de que nuestro fin se acercaba, fue acicate que nos hizo reaccionar y obrar en la forma que después hicimos.

Alumbrado por una débil luz de petróleo llegó hasta la celda de Teruel el Jefe de Servicios de la prisión, acompañado de un agente. En una mano llevaba una lista. Su voz resonaba en la sala y el oírle producía escalofrío. Los que vivimos aquellos momentos no podremos olvidar, por mucho que transcurra el tiempo, la negra visión aquella.

- Oído -dijo el agente del S.I.M.-, se ha recibido orden de la inmediata evacuación de los presos del castillo. Seréis trasladados hasta la estación de Sans en camiones, para ser llevados por ferrocarril a Figueras. No recojáis más que lo indispensable, porque puede darse el caso que tengáis que abandonar lo que os llevéis. Ahora leeré los nombres de tres de vosotros que saldrán inmediatamente porque hay un camión que es necesario completar. Luego leeré una lista de veinte de vosotros que estarán preparados porque dentro de unos momentos vendré a buscarlos... Daos prisa. El tiempo apremia.

¿Qué significaba aquello? ¿Qué podía significar? Cada uno de nosotros lo adivinó y como un aluvión dirigimos la palabra al agente. Hicimos constar que el coronel había asegurado que nadie saldría del castillo. El Jefe de Servicios repuso que se obedecía a una orden superior que era legal y estaba en regla. Se le hicieron objeciones de todas clases. Fue todo inútil. Quiso hacer desvanecer los negros pensamientos que nos asaltaban diciéndonos:

- No os preocupéis. Yo también voy con vosotros...

¿Podían ser sus palabras para nosotros una garantía? ¡Cómo iban a serlo!

Lo cierto es que instantes después salían, acompañados del Jefe de Servicios, tres camaradas: Ardévol, Alfonso y Clairac, y los otros veinte, cuyos nombres seguían por orden alfabético hasta la letra “G”, fueron preparando algunas de sus cosas, y no tardaron en marchar escoltados por el agente del S.I.M. y unos soldados.

Los tres primeros camaradas, cuyos nombres quedan ya reseñados, montaron en un autocar en el que se hallaban los últimos presos del Cuerpo de Guardia. Los demás ya habían sido evacuados. Los otros veinte, procedentes de la Sala de Teruel, entraron en el Cuerpo de Guardia en espera del regreso del camión, que no había de volver más al castillo de Montjuich.

 

¡Antes ser fusilados en el Castillo que abandonarlo!

Los que quedamos en la Sala de Teruel decidimos obrar inmediatamente. Teníamos el pleno convencimiento de que aquella salida de Montjuich significaba nuestra sentencia de muerte. Y acordamos no abandonar el castillo. Resistirnos por todos los medios a nuestro alcance. Ser fusilados en Montjuich antes que abandonarlo. Tras de arduas gestiones se consiguió la autorización para entrevistarse nuevamente con el coronel. Llegaríamos hasta donde fuese preciso. Y así se hizo. En la entrevista con el jefe de la prisión se le manifestó nuestro firme propósito: morir en el castillo. Y conseguimos de él una seguridad: no ser evacuados durante la noche; no permitiría la salida de ningún preso hasta la mañana siguiente.

Y con esa promesa, que en realidad prolongaba nuestra agonía unas horas, volvieron los comisionados a dar cuenta a sus camaradas de la entrevista. Y empezaron de nuevo a transcurrir las horas. Y a medida que lo hacían, más se enardecían los ánimos de los presos. Fuera del castillo nada turbaba el silencio. Nada hacía presumir que las fuerzas nacionales iban a iniciar en breve su marcha sobre Barcelona. Nuestra suerte estaba echada. Y ante nuestros ojos, las fuerzas nacionales que podían libertarnos. ¡Qué horas de horrenda tortura!

Nuevamente una Comisión acudió a entrevistarse con el coronel, y se hizo conocer el acuerdo tomado. Supieron entonces los comisionados que los últimos veinte camaradas evacuados de la Sala de Teruel se encontraban todavía en el Cuerpo de Guardia. Se consiguió un inmediato traslado a su primitiva celda.

Tocó diana...

Los presos se apoderan del Castillo de Montjuich e izan bandera blanca

Transcurrieron un par de horas. Durante ese tiempo pudimos comprobar que aparecían de nuevo en el horizonte unos barcos de guerra. Por la carretera del Port no se veía transitar casi a nadie. Hacia el Prat se oía una que otra ráfaga de fuego de ametralladora. Pero en general, proseguía la quietud.

A medida que el tiempo transcurría, pudimos observar cierto nerviosismo en los soldados y agentes que nos custodiaban. Idas y venidas... Cuchicheos... ¿Qué era lo que se tramaba? Afortunadamente, nada. Era el miedo que les hacía proceder de aquella manera.

Al fin, a las diez de la mañana, retumbaron unos cañonazos. Un obús fue a estallar junto al retrete de la general, y la fatalidad hizo que la metralla alcanzase a un camarada, que resultó muerto en el acto. Proseguía el cañoneo; el blanco escogido era el castillo de Montjuich. Las balas de cañón silbaban y estallaban continuamente. Los presos de la general se refugiaron en la Sala de Teruel, por creerla más segura. Sólo los del tubo permanecían en sus celdas. Nosotros sabíamos que no había fuerzas en el castillo para resistirse en él. Que se carecía de cañones... Había, por tanto, que apoderarse de la fortaleza. Izar bandera blanca, ya que iba creciendo, entonces, el peligro de ser víctimas de los que podían acudir a libertarnos. Y se empezó a poner en práctica un peligroso plan de ataque.

Desde unas ventanas, unos camaradas gritaban a los centinelas: “¡Soldados: abandonad vuestros puestos que las fuerzas de Franco se aproximan!” El resultado no se hizo esperar. Los centinelas huyeron como alma que se lleva el diablo. Aquel grito nuestro, pronto se convirtió en una orden. Los soldados y los agentes encargados de nuestra custodia también huyeron. Sin perder un solo minuto se nombró una comisión integrada por militares -coronel Peña, comandante Sanpedro, capitán González Monedero, capitán Rodríguez Cano, teniente Romera- todos ellos condenados a muerte, para que se encargasen del mando del castillo. No teniendo a nuestra mano otras armas, de momento, que unos hierros, con ellos se armó a unos cuantos camaradas. Y el castillo fue así tomado sin encontrar resistencia alguna. Los pocos soldados que quedaban en el castillo al comprobar el giro que tomaban las cosas, marcharon. También lo hizo el coronel. Tres o cuatro militares, entre ellos el cabo Marcos, a quien los presos profesábamos profunda simpatía, prefirieron quedar entre nosotros y seguir nuestra suerte. El cabo Marcos arrancó sus galones y se dispuso a ser un soldado más entre nosotros. El entusiasmo crecía por momentos. ¡El castillo de Montjuich era nuestro, de los presos, de los condenados a muerte!

Sin armas para resistir

Rápidamente se hicieron los primeros preparativos para resistir en el castillo, en el caso de ser atacados por las fuerzas afectas al gobierno rojo. Esperábamos el ataque. Presumíamos el estupor que en los militares rojos produciría aquella bandera blanca izada por nosotros, aunque no podíamos llegar a alcanzar, en aquellos instantes, la trascendencia que en el desarrollo de los sucesos iba a tener el acto realizado.

Reunidos la mayoría de presos en la Sala de Teruel se procedió a un recuento para conocer exactamente el número de hombres con que se contaba para defender el castillo. Se designó a los que habían de encargarse de los servicios de Sanidad. Se preguntó -y se les ordenó formar aparte- a los que conocían el manejo de las ametralladoras.

La comisión de militares encargados de preparar la defensa del castillo, junto con otros camaradas, fue a buscar el armamento para repartirlo entre los presos. ¡Qué triste desengaño les esperaba! En el castillo no había casi armas. Se encontraron siete fusiles y dos ametralladoras, y tan escasas municiones, especialmente de estas últimas, que casi podía decirse que ninguna. Por carecer de medios de defensa ni el puente levadizo del castillo estaba en condiciones de funcionar. La puerta había de permanecer forzosamente abierta.

Los carabineros rojos se apoderan nuevamente del Castillo

Fueron llegando al castillo algunos soldados. Sin armamento y dando pruebas de desaliento. Eran fuerzas que habían desertado de sus puestos y que al ver izada la bandera blanca en el castillo se dirigieron hacia él buscando un refugio donde poder esperar la llegada de las tropas nacionales. Transcurrían las horas. Se oía el tabletear de las ametralladoras. Hacía rato habían enmudecido los cañones. De pronto alguien advirtió que hacia el castillo se dirigían fuerzas armadas. ¡Eran carabineros rojos! Muchos carabineros rojos. Se les veía avanzar adoptando algunas precauciones. Fácil les fue apoderarse del castillo. ¿Cómo no iban a conseguirlo si carecíamos en absoluto de medios de defensa? La mayoría de los presos se reintegraron a sus celdas. Los que no lo hicieron voluntariamente fueron después obligados a hacerlo cuando los carabineros se adueñaron de la fortaleza. Arriaron bandera blanca. Se montaron guardias. Se cerraron rejas. Todos los presos estábamos de nuevo recluidos. Había terminado nuestro mandato en el castillo. Volvíamos a estar a la merced de los rojos.

Por un cabo de carabineros que mandaba la guardia que formó ante la Sala de Teruel, nos enteramos de todo lo ocurrido.

Aquellas fuerzas de carabineros procedían del frente que estaba a pocos kilómetros de distancia del castillo. Allí mismo. En las márgenes del río Llobregat. Su mando, al observar que había sido izada bandera blanca en el castillo de Montjuich, ordenó el inmediato repliegue de las fuerzas con la orden de tomar el castillo costase lo que costase. Se suponía que los presos se habían adueñado del mismo y que tras de hacerse allí fuertes, desde tan importante posición, hostilizarían a las fuerzas rojas, facilitando así el avance de los nacionales.

- Y de nosotros... ¿Qué se hará?- se aventuró a preguntar un preso.

- No sé... No sé... -repuso el cabo alzando los hombros-. Se traen órdenes severísimas...

Tenían la orden de fusilarnos

Sin duda, al observar que se dirigían al castillo fuerzas de carabineros, también regresó al mismo el coronel jefe de la prisión, que debió permanecer por aquellas inmediaciones esperando el desarrollo de los sucesos. Llegó el mediodía. Las notas anunciando fajina se dejaron oír en el patio. Realmente parecía que todo había vuelto a su estado normal, tan anormal para nosotros. Se seguía oyendo el tabletear de las ametralladoras y los tiros de fusil. Fuimos encerrados de nuevo en nuestras celdas. Y transcurrió, otra vez, lentamente, el tiempo.

Serían poco después de las 2 de la tarde cuando llegó a la Sala de Teruel un teniente de carabineros, que dirigió la palabra a un grupo de presos, expresándose en los siguientes términos:

- Hemos acordado no fusilar a nadie... Nosotros, los carabineros, vamos a abandonar el castillo. Ustedes, si quieren marcharse, pueden hacerlo, están libres. Nadie impedirá su salida. Si prefieren quedarse, pueden hacerlo también; suponemos que los fascistas, cuando lleguen, no les harán ningún daño...

¡Entonces comprendimos! Las palabras del capitán y las palabras del teniente. Durante largo rato se estuvo debatiendo cuál había de ser nuestra suerte. ¡La orden que ellos trajeron era la de fusilarnos! Finalmente se acordó respetar nuestras vidas. ¡Qué emoción más intensa sentimos en aquellos instantes! Nuestra suerte parecía al fin estar decidida. Temerosos, empero, de que se tratase de una maniobra para asesinarnos a mansalva, decidimos esperar en nuestras celdas. Transcurridos unos minutos, no muchos, unos camaradas salieron al patio de la prisión para comprobar lo que sucedía. Pronto volvieron con noticias.

- ¡Están ahí! ¡Están ahí! -gritaban locos de alegría-. Les hemos visto. Por la carretera del cementerio se ven avanzar los tanques. Los carabineros han marchado. Se ha quedado el coronel, dos o tres agentes y algunos soldados. ¡Nos hemos salvado! ¡Están ahí! ¡Están ahí!...

Efectivamente: estaban ahí.

¡Arriba España! ¡Viva Franco!

Por los fosos vimos como avanzaban las fuerzas libertadoras. Las constituían un pequeño grupo de soldados. Con la sonrisa en los labios, gesto bravo, entusiasmo sin límites, entraron en el castillo de Montjuich. Eran treinta hombres de la 105 División, al mando de un sargento y un cabo. Desplegada, desafiando al viento, la bandera bicolor. Nos lanzamos sobre ellos. Llorábamos y reíamos. Ellos, al vernos, reían y lloraban también. Eran muchachos jóvenes, gallegos, que hacían gala de una bravura digna de los mayores elogios.

Soldados y presos, llenos de profunda emoción iniciaron un canto:

«Cara al sol...»

En lo alto del torreón fue izada la bandera nacional. Los «¡Arriba España!», los «¡Viva Franco!» se sucedían sin cesar. ¡Al fin libres! El castillo de Montjuich dejaba de ser para nosotros, los ya ex condenados, una pesadilla.

Después siguieron llegando fuerzas, muchas fuerzas. Por todas partes se veían soldados. En su rostro no se reflejaba la fatiga, sino el entusiasmo. Nosotros nos sentíamos maravillados. Había momentos en que creíamos soñar. Se improvisaron banderas de Falange y nacionales. Se cantaba. Se reía y se lloraba. Seguían llegando fuerzas.

Entonces pudimos saber lo ocurrido. Como presumimos, desde las líneas nacionales se había visto la bandera blanca que izamos. El Mando, adivinando lo que ocurría en el castillo dio orden de avanzar. Y las fuerzas habían llegado a tiempo para salvarnos de las garras de la muerte.

Final

A partir de entonces, los minutos transcurrieron con rapidez inusitada. Recorrimos con los soldados todos los rincones del castillo. Éramos libres. ¡¡LIBRES!! Sólo los que han vivido las horas angustiosas que quedan reseñadas saben lo que esa palabra significa. ¡Libres! ¡¡Libres!! ¡¡¡Libres!!!      

Mostramos a los soldados las celdas donde nos tenían encerrados y vimos en sus rostros acostumbrados a todas las durezas, encenderse una llamarada de indignación, crisparse sus puños: les oímos maldecir a nuestros verdugos. Llegada la noche no se durmió en Montjuich. Los soldados, improvisando alegres coros, nos dedicaron un sinfín de canciones e himnos. Correspondió a la atención, cantando con la bien timbrada voz que tantas veces nos distrajo en los momentos de cautiverio, Ramón Viver, quien se superó a anteriores actuaciones. Todo fue alegría y entusiasmo aquella noche.

A la mañana siguiente fuimos muchos los que acudimos al foso de Santa Elena para rendir un postrer tributo de admiración y cariño a los camaradas caídos por una España grande y digna. Después, correctamente formados, en el patio de armas del castillo, el coronel Benavides -ex preso también- nos dirigió, en presencia de jefes y oficiales del Ejército libertador, la palabra, dedicando un recuerdo a la memoria de los caídos y exhortándonos a cumplir todos con nuestro deber.

Fueron llegando familias de los ex condenados. Por doquier se veía gente con lágrimas en los ojos. Lágrimas reflejo de una profunda alegría.

La tragedia había terminado para nosotros. En Barcelona, rescatada ya, empezaba de nuevo a amanecer... Presos y familiares iniciaron el desfile por aquella empinada cuesta, ruta de tantos forzados. Ahora todo eso pertenecía al pasado. La realidad era otra. Nosotros recobrábamos nuestra libertad; en el castillo quedaban algunos que hasta hacía poco fueron nuestros carceleros.

¡Por fin, el 26 de enero de 1939, se acabó la pesadilla en Montjuich y en Barcelona!

 

Este artículo ha sido extraído de: http://www.generalisimofranco.com