Rumbo a Casablanca y Tetuán.


          En vez de una contestación del ministro, que parecía lógica, lo que llegó a Tenerife el día 13 de julio de 1936 fue la sobrecogedora noticia de que «agentes del Gobierno y de extremismo frentepopulista, ocupando una camioneta del servicio oficial de la Policía Armada, habían asesinado al jefe de la minoría monárquica parlamentaria, don José Calvo Sotelo». Hubo en toda España, peninsular e insular, un movimiento de horror y una sensación dramática incoercible; como si ya no hubiera remedio posible. Y la verdad es que no lo había. En efecto; cuatro días más tarde el general Franco recibía el siguiente telegrama fechado en Melilla: «General Solans al general Franco. Este Ejército levantado en armas contra el Gobierno, habiéndose apoderado de todos los resortes del mando. ¡Viva España! ».

       Personas que tienen motivos para conocer cuáles fueron las reacciones íntimas del general Franco en aquellos momentos dan la seguridad terminante de que fue el día 13, ante el asesinato de Calvo Sotelo, cuando la decisión de recurrir a las armas se apoderó plenamente de su mente y de su corazón, sin posible vuelta atrás.

       Coincidiendo con el Alzamiento de Melilla el comandante general del Archipiélago canario tuvo que trasladarse a Las Palmas para presidir el entierro del gobernador militar de la Gran Canaria, don Amado Balmes, compañero muy querido de los días, aún no lejanos, de la guerra en Marruecos. Un accidente infortunado, cuando examinaba una pistola, produjo la muerte de este genera. Madrid autorizó el viaje de Franco a Las Palmas. Este viaje, la aventurada estancia en dicha ciudad, el bullir y rebullir de grupos fieles al Frente Popular que daban señales de hallarse dispuestos a todo contra cualquier intentona de los militares, la llegada de una avioneta inglesa al aeropuerto de Gando, pilotada por un señor Bebb y ocupada por un señor Pollack, turista británico a quien acompañaba su hija; el cruce de consignas secretas, de saludos en clave, de mensajes confidenciales; los movimientos del citado piloto inglés; el embarque de Franco en una pequeña motora para trasladarse por mar al aeropuerto; el aire de misterio con que se aproximó a la avioneta y el vuelo hasta Casablanca en el primer salto, y a Tetuán en el segundo, son otros tantos episodios de unas jornadas perfectamente novelescas. y han sido narrados en más de una ocasión por plumas muy autorizadas y conoce el lector todos los pormenores. Tuvieron parte señalada en todo lo referente al avión y al viaje de Las Palmas a Tetuán, don Juan de la Cierva, joven inventor del autogiro, residente en Londres; el marqués de Luca de Tena; don Luis Bolin, corresponsal a la sazón de «A B C» en Londres; el diplomático don José Antonio Sangronizu; el teniente coronel Franco Salgado; don Demetrio Mestre; el ¡general de Sanidad Militar señor Cabardá; el teniente coronel jurídico señor Martínez Fusset; el capitán Villalobos, y dos o tres personas más que cumplieron misiones auxiliares. La aventura pasó por capítulos emocionantes en Agadir y en Casablanca, donde fue necesario tomar tierra y procurarse combustible. Igual que en el más complicado enredo novelístico del género policiaco.

       Con muy poca gasolina en los depósitos y sin saber a ciencia cierta si la toma final de tierra había de efectuarse en Tetuán, en Tánger o en Larache, el propio Franco, que en Casablanca había guardado su uniforme en una maleta y se lo había vuelto a poner para entrar en nuestro Protectorado marroquí, dio orden de volar muy bajo sobre el aeródromo militar de Sania Ramel, en Tetuán. Allí advirtió la silueta del coronel Sainz de Buruaga, a quien sus compañeros conocían por el cariñoso apodo de «El rubito». Este fue el dato que determinó el aterrizaje.

        Minutos después, Sainz de Buruaga se presentaba la Franco con la frase consabida: «Sin novedad en Tetuán, mi general». Franco asumía inmediatamente el mando en  jefe de nuestro Ejército de África.


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