Apuntes para la contestación

 

La Transición como coartada y fracaso (I).


Por Pablo Gasco de la Rocha , 30/05/2008.  


Si la etapa llamada transición ha quedado en la memoria inconsciente de España como una época dorada, es porque la realidad no tiene la misma fuerza que lo que ha sido falseado y manipulado mediante una narración imaginada. Lo que sin duda hace añicos la verdad de aquellos años, pues dota a dicha etapa de una idealización que no tuvo, frente a cualquier otra forma de interpretación.

Con todo, el tiempo ha pasado, y hoy son muchos los que desde las filas de esa idealización empiezan a mostrarse críticos respecto a esa narración engañosa. Y hasta tal punto es así, que desde el propio sistema se explicitan de forma abierta los errores de aquella etapa, que son los males de hoy. No siendo pocos quienes se muestran partidarios de una segunda  interpretación, más acorde con la realidad y alejada, por tanto, de ese imaginario en el que se ha venido instalando la etapa de la involución. Que es en puridad como debiera llamarse a dicha etapa.

Por tanto, si queremos hacer una segunda interpretación, y no queremos acudir a las hemerotecas, lo primero que habrá que decir, es que entre 1975 y 1978 tuvo lugar un delicado y complejo proceso de involución cuyo soporte legal fue la Ley para la Reforma Política, de 4 de enero de 1977, con la que se inicia la liquidación del régimen del 18 de Julio. Cuyo artilugio legal  posibilitó la elección, el 15 de junio de 1977, de unas Cortes “de facto” constituyentes que fueron las encargadas de diseñar una nueva Constitución, la hoy vigente de 1978, que es “el punto de apoyo sobre el que descansa el resto del ordenamiento jurídico” en expresión del profesor Sánchez Agesta.

Sobre el engaño que se ocultó a los españoles, España entró en una senda en la que desde la legalidad formal se cambio el régimen legítimamente establecido merced al proceso de ingeniería jurídico-política que diseño el ex falangista Torcuato F. Miranda: “De ley a ley, y sin salirse de la ley”. Un personaje ciertamente antipático para todos, al que ha sido imposible reivindicar adecuadamente, pese a los encomiables esfuerzos de sus retoños.  

Frente al Estado como organización política de la nación, descentralizado a través de las unidades políticas regionales, provinciales y locales, la Constitución consagró el Estado “autonómico” a través de un complejísimo sistema de distribución competencial diseñado por el Título VIII, que ha hecho ineludible la constante intervención del Tribunal Constitucional intentando racionalizar, en la medida de lo posible, el contrasentido constitucional que consagra dicho Título. De ahí la enorme jurisprudencia generada y, sobre todo, la aceptación, verdadero suicidio de España, del contrasentido que prefija el propio Tribunal Constitucional (Sentencia 32/1981, de 28 de julio):

“Es obvio que el término Estado es objeto en el texto constitucional de una utilización claramente anfibológica. En ocasiones el término Estado designa la totalidad de la organización jurídico-política de la nación española, incluyendo las organizaciones propias de las nacionalidades y regiones que la integran y la de otros entes territoriales dotados de un grado inferior de autonomía; en otras, por el contrario (artículos 3.º.1,149, 150), por Estado se entiende sólo el conjunto de las instituciones generales o centrales y sus órganos periféricos, contraponiendo estas instituciones a las propias de las Comunidades Autónomas y otros entes territoriales autónomos.”

Admite, pues, el Tribunal Constitucional, que se rechace el término de Estado “central” en cuanto ofende a esas otras entidades políticas del territorio español, optando por la expresión de Estado de las “instituciones generales o centrales” o por el de Estado de “órganos generales” Por cuanto, aún admitiendo la superioridad del Estado, esta superioridad no debe confundirse, según expresa el propio tribunal, con la existencia de una relación de supra-subordinación de las Comunidades Autónomas respecto al propio Estado.

La Constitución también reconoció la forma de Estado monárquica prefigurada en una Monarquía constitucional. Sin embargo, dicha aceptación no fue sencilla,  pese a los guiños que el monarca había hecho, incluso antes de iniciarse la transición, a todo tipo de fuerzas políticas opositoras al régimen en el interior y exterior del país, pues dichas fuerzas, ideológicamente republicanas, se mostraban reacias a aceptar dicha forma de Estado, utilizando el poderoso argumento que la persona que ostentaba la Corona había sido elegida por Franco. Argumento que por sí sólo, sin más apoyo argumental, actuaba como elemento catalizador de todo tipo de sensibilidades, desde la democracia-cristiana hasta ETA. En este sentido se sabe, que hasta el último momento los socialistas hicieron todo lo posible para implantar la República. Pero no siendo posible un frente antimonárquico o prorepublicano, principalmente por el pacto que en secreto había hecho el PCE, comprometiéndose a reconocer Juan Carlos como rey de España a cambio de su imposible legalización, la cuestión se hizo poco menos que imposible, toda vez que las FFAA actuaban como garantes de la Monarquía. Argumento que al mismo tiempo nos pone en el conocimiento de esa amistad que se ha mantenido a lo largo del tiempo entre el Rey y el asesino de Paracuellos del Jamara, Santiago Carrillo.

Ante la imposibilidad, pues, de un frente antimonárquico, que implantase la forma de Estado republicana, el PSOE maniobró durante la transición para que las funciones del rey fueran las propias de una republica. De ahí que no sin fundamento jurídico-político se dimensione a la actual monarquía como una monarquía-republica, que fue la fórmula que impuso finalmente la izquierda ante los alaridos de la extinta AP de Manuel Fraga y sus seis magníficos, a los que pocos años después vimos dirigirse en fila procesionaria hasta el despacho de don Blas Piñar para llorar sobre el hombro del insigne político que no sólo no se había equivocado, sino que no había adjurado de sus principios. Un caso excepcional, cuyo mayor fracaso ha sido que  siempre recibió más aplausos que votos.

Confeccionada la Constitución, y propuesta toda la obra a Referéndum a modo de Decreto-ley, pues no en balde era una cuestión de fuerza que emanaba de la voluntad de los pocos que la habían elaborado ante un supuesto de urgente necesidad, desterrar definitivamente el Régimen de los 40 años de paz y prosperidad bajo la egida de Franco, lo que en puridad se consagró como forma de Estado fue una Republica coronada donde al rey se le priva de presidir el Gobierno surgido de las Cortes, encarnar al Estado y ejercer de soberano de la nación. Porque la interpretación que constitucionalmente se hace de la Monarquía como forma de Estado es que la Corona es, simplemente,  “símbolo de la unidad de los órganos del Estado”.  

El Rey, pues, dejaba de ser el soberano de la nación, quedando su función circunscrita a la de ser un “alto funcionario estatal”, sin legitimidad para mandar, pero sí para obedecer a cualquier gobierno que por voluntad de la masa asaltará el poder la Nación. Una función, la de obedecer, que el rey viene haciendo con normal exactitud desde hace treinta años, lo que le ha reportado a la Monarquía seguir existiendo y a la familia real estar encantada de haberse conocido. Pues la Monarquía seguirá existiendo el tiempo que quiera el PSOE, que es quien apoya al rey Juan Carlos.  

Por lo que respecta a la función de participación y representación política, la Constitución consagró a los Partidos Políticos, a los que advirtió, eso sí, que debían tener una estructura y un funcionamiento democrático, que nunca han tenido. Y que hoy son el verdadero problema de esa participación, por lo que se impone que se tenga que buscar otros agentes políticos para terminar con las deficiencias de una representación desfigurada en una mala ley electoral. Una ley electoral que anula la verdadera voluntad popular manifestada mediante sufragio universal, pero que ningún gobierno ha osado modificar.

Por eso especular, y no digamos nada confiar en la nueva situación política planteado, que Cataluña permanezca unida a España pese al nuevo marco estatutario y que el nuevo gobierno de vasco posibilite la normalización de la vida política en Vascongadas, es, entiendo, creer no tanto en las posibilidades del sistema que consagra la Constitución, como entender que no es  necesario rectificar las tres cuestiones de la obra que he tratado de denunciar, la Constitución, que es “el punto de apoyo sobre el que descansa el resto del ordenamiento jurídico” de España. 

 


 

Artículo de opinión extraído de la página: www.generalisimofranco.com