Valle de los Caídos (La leyenda de Cuelgamuros).

Por Victoria Prego. El Mundo, 16/09/2006.

Antes de que fuera señalado por la izquierda española como un «museo de los horrores» el Valle de los Caídos era, descontados los museos, el monumento del Estado más visitado de España. Ahora, colocado en el centro de una virulenta polémica política, ha pasado a ser el tercero en el ranking.

Un sábado cualquiera por la mañana. Centenares de personas entran y salen de la Basílica y deambulan por el interior mirándolo todo. Son en su mayoría hombres y mujeres de 30 ó 40 años, parejas con hijos pequeños y veinteañeros con aspectos variadísimos. Rodean el altar sin prestar casi atención a la tumba de José Antonio Primo de Rivera pero deteniéndose todos largo rato ante la lápida de granito en la que pone Francisco Franco. Los mayores de 50 guardan un especial silencio al pasar ante la lápida. Uno de ellos puede incluso que esté rezando. El resto parece sentir sólo una vaga y lejana curiosidad ante lo que tiene delante. Todo esto sucede después de que los monjes benedictinos que guardan el Valle de los Caídos y atienden al culto de la Basílica concelebraran la Misa, todos alrededor del altar presidido por un magnífico Cristo clavado en un tronco de enebro que Franco eligió personalmente entre los que había en el monte y a cuya corta también asistió.

Porque resulta que este impresionante monumento sí que tiene la huella indeleble de Franco. Y no porque el general tenga allí otra presencia que la de sus puros huesos guardados bajo la lápida con su nombre. Tiene la huella de Franco porque fue él quien ideó que hubiera un Valle de los Caídos; fue él quien eligió personalmente el lugar donde había de levantarse el monumento; él quien supervisó directísimamente el proyecto, las obras, las esculturas de Juan de Ávalos –un republicano con carné de las Juventudes Socialistas– y hasta el diseño de la gigantesca cruz de piedra de 150 metros que preside la abadía. Y fue también Franco quien definió su cometido. Por eso es imposible, históricamente hablando, desligar el nombre de Franco del Valle de los Caídos. Ésta es su obra, sencillamente.

Desde 1937, mucho antes de que ganara la Guerra Civil, Franco tenía, según cuenta Diego Méndez, uno de los dos arquitectos del Valle, la obsesión de levantar un monumento con el que «honrar a los muertos cuanto ellos nos honraron». Desde luego, en aquel momento Franco estaba pensando en honrar a sus muertos, a los de su bando. Y eso queda claro en el decreto del 1 de abril de 1940, al año de terminada la guerra, que dispone que «se levante un templo grandioso [...] en el que reposen los héroes y mártires de la Cruzada».

Pero 18 años después las cosas ya eran de otra manera. En 1958, un año antes de su inauguración, los gobiernos civiles informaban oficialmente a todos los ayuntamientos que el propósito del monumento era «dar sepultura a cuantos cayeron en nuestra cruzada, sin distinción del campo en el que combatieron, [...] con tal de que fueran de nacionalidad española y de religión católica» puesto que se trataba de sepultarles en un lugar sagrado. E invitaban a que, quienes lo desearan, llevaran a enterrar allí a los suyos. La segunda condición para que los restos identificados fueran depositados en Cuelgamuros fue que ello contara con el consentimiento pleno de los familiares. A partir de 1958 empezaron a llegar a la cripta de la basílica las primeras cajas.

Ahora mismo la Basílica cobija en la cripta los restos identificados de alrededor de 35.000 caídos en el frente y en las retaguardias, la mayoría de los cuales, asegura el abad, pertenecen al bando republicano. De los que faltan hasta sumar la totalidad de los restos guardados allí, casi 100.000, procedentes la mayor parte de las fosas comunes abiertas en los frentes de batalla, no se conocen las identidades y sería hoy ya muy difícil su identificación. Esta es la realidad demostrable y documentada de los muertos en la Guerra Civil española que descansan en este Valle de los Caídos, objeto hoy de tan agria polémica.

Por lo que se refiere a los presos políticos que construyeron el Valle, estos son los datos. Durante los casi 19 años que duró su construcción trabajaron allí entre 800 y 1.000 presos políticos, nada de decenas de miles como quiere la leyenda negra divulgada. Nunca acudieron en régimen de trabajos forzados, como dice esa leyenda. Todo lo contrario: para ir a trabajar a Cuelgamuros los reclusos políticos tenían que solicitarlo oficialmente. Porque ocurría que las perspectivas penales, económicas y personales eran mucho mejores allí que en cualquier prisión.

En lo personal, porque los presos fueron autorizados a llevar a sus mujeres y a sus hijos, que se quedaron en muchos casos a vivir con ellos. En lo penal, porque los reclusos políticos podían redimir de dos a seis días de condena por cada día de trabajo. Los primeros presos llegaron a finales de 1942, dos años y medio después de comenzadas las obras, y al terminar 1950 no quedaba ninguno porque todos habían redimido ya sus penas y estaban en libertad. Muchos de ellos, sin embargo, optaron por seguir en el Valle como personal contratado. Y en lo económico porque las condiciones de los presos políticos eran idénticas a las de los trabajadores libres. Cobraban el mismo salario, aunque a los reclusos se les retenían las tres cuartas partes de la paga, un dinero que se les ingresaba en la Caja Postal de Ahorros para entregárselo a sus mujeres e hijos, si los tenían, o a ellos mismos cuando recuperaban la libertad. Cobraban los «puntos» por cargas familiares, las horas extraordinarias y estaban asegurados. Todo esto está documentado, además de avalado por los testimonios directos de quienes trabajaron allí.

Tampoco existieron nunca esos miles de muertos en el tajo que cuenta la leyenda negra ahora revivida y admitida como buena por casi todos. En los casi 20 años que duró la construcción se registraron exactamente 14 accidentes mortales. Y la mayor parte de las víctimas, si no la totalidad, fueron obreros libres que, por razón de la especialización de las tareas, eran la mayoría de los que estaban allí trabajando.

Ni siquiera está claro que Franco quisiera ser enterrado en el Valle de los Caídos, como se sostiene. El único testimonio existente en ese sentido es el del arquitecto Diego Méndez quien cuenta que, durante las obras, Franco le señaló a él un lugar junto al altar mayor y le dijo: «Yo, aquí». Nada más. No existe constancia escrita de este deseo ni nadie lo supo nunca: ningún miembro de su familia, ni tampoco el presidente del Gobierno. En los últimos días de la enfermedad del general, Arias Navarro le preguntó a su hija Carmen exactamente eso, y la respuesta fue «No».

Lo que sí consta es que las obras para acondicionar una tumba al otro lado del altar se realizaron a toda prisa estando el dictador ya irremediablemente enfermo. Consta también, y hay testimonio de ello, que a comienzos de los 70 Franco envió a su mujer a visitar la cripta de la ermita del cementerio de El Pardo, que está adornada por los mismos artistas que participaron en la decoración del Valle de los Caídos. Y consta que en esa cripta había una urna funeraria con capacidad sobrada para dos cuerpos y que, una vez enterrado Franco en Cuelgamuros, esa urna fue retirada. Y, finalmente, consta que allí reposan ahora en solitario los restos de su viuda, Carmen Polo.

Entre tantas conjeturas y tanta leyenda, hay, eso sí, una certeza: la de que el Valle de los Caídos es uno de los pocos lugares de España donde la huella física de Franco existe todavía. Y la de que sólo la destrucción del monumento, estilo Budas de Bamiyán, sería capaz de borrarla.

 

Artículo extraído de: http://www.generalisimofranco.com