Periódico ABC.

EL SENTIDO DEL HONOR

 

Por el general don Jorge Vigón.

Don Jorge Vigón.

Cuando, tras la derrota, llega la hora de las amargas reflexiones, uno de los conductores de las tropas rojas -quizá el más destacado técnicamente- al discurrir sobre las causas del fracaso, venía a parar en la conclusión de que no habían sido ni el azar, ni el gesto desdeñoso de la fortuna, sino el acierto del Generalísimo para lograr una auténtica superioridad.

Y apurando los conceptos y perfilando las ideas, señalaba como causas especificas de la derrota: "la pugna entre los partidos, extendido a las unidades militares; la codicia de los partidos para obtener puestos de mando, aunque para cubrirlos hubiera que nombrar a los más ineptos; la equivocación de los comisarios políticos que derivaban su función hacía la conquista de prosélitos para su partido; la difusión del emboscamiento; la resistencia a declarar el estado de guerra para que el mando no pasara al Ejército; la actitud de los fieros defensores del fuero civil, constantemente preocupados de una temida dictadura que, para que ningún jefe militar se rebelase brillantemente, extremaron de tal modo su celo en el segundo semestre de 1938, que apenas dejaban hablar de aquéllos a los periódicos..."

El análisis es bastante exacto. Y fácil comprobar que en el campo nacional se evitaron casi todos estos errores; y cuando se inició en alguno de ellos, no faltaron a la cita la abnegación y el fervor precisos para acudir al remedio del daño.

Por eso España pudo revivir, vuelta a la plena salud y a la gloria, porque los vencedores habían luchado de espaldas, y cargados de desdén, a toda clase de pugnas de partidos; porque habían demostrado su valor, y apenas si en su alma cabía para los impúdicos emboscados un desprecio mayor cuando más floreciente podía parecer su fortuna; porque habían aprendido en la guerra la calidad de las virtudes castrenses, y ya por eso no podía anidar en ellos el recelo de lo militar y del militarismo; y porque los soldados habían descubierto en sus jefes y en sus generales valores de reflexión, de discurso, de juicio, y de conducta, que siglo y medio de necedad venía regateándoles y que ahora veían cómo en ajuste que ellos pesaran más que la gala de la mocedad, la severidad de la pedantería o la gracia de un buen estilo literario.

Si en el origen y en el curso del Movimiento no se dejan traslucir de tan evidente modo el fondo profundamente religioso, podría uno sentirse tentado a descubrir como estimulo de aquella conducta el sentimiento del honor.

La duda comienza cuando se piensa que en el otro campo, pocos o muchos, también había algunos que habían tomado partido y trataban de ajustar su conducta a unas normas que imaginaban exigencia de su honor.

Lo que ocurre es que, como escribió Peñalosa, para que el honor constituya un sistema útil para valorar en todos los casos la rectitud o la inconveniencia de una conducta es preciso que "no dependa de la rueda de los tiempos, ni del diverso lugar en que se vive, ni menos de la ilusión"; el verdadero honor no está "en la virtud del poder y de la fuerza, sino en la del corazón ordenada a Dios como al fin eterno de todos los pensamientos de los hombres".

Por eso sucedió que aquellos nuestros viejos compañeros de armas que creían inspirar sus actos en las normas del honor acertaron el camino del deber exactamente en la medida en que su código de valores y su actitud vital acataban, quizá sin sospecharlo ellos mismos, cierto número de preceptos tomados del Decálogo, que eran como el poso que en su conciencia habían dejado una civilización secular.

He aquí por qué, en todos los órdenes de la vida, presta aún muchas veces un valioso servicio el respeto a este honor, que era para Burkardt "la mezcla misteriosa de conciencia y de egoísmo que le queda al hombre moderno cuando, por su culpa o sin ellas, ha perdido lo demás; fe, amor y esperanza"; un estímulo humano que induce a cumplir rectamente nuestros deberes cuando nuestra vida no está ya inspirada por unos imperativos religiosos.

El honor así entendido es más exigente que las leyes y los reglamentos castrenses, pero mucho menos riguroso que la ley de Dios; y también menos clemente y piadoso que la justicia divina.

Pero, si por ignorancia o por presuntuosa vanidad, se ha prescindido del conocimiento de las verdades últimas, el problema fundamental de la vida, el de determinar en las grandes crisis de qué lado está el deber, se plantea con caracteres pavorosos a la inteligencia desprovista del instrumental preciso para el caso. En los momentos apremiantes de la revolución y de la guerra, por ejemplo, aquellos para los que -consciente e inconscientemente- conservaban vigencia las normas de la moral cristiana acertaron a resolver correctamente el problema, aunque no siempre de acuerdo con su inmediato y personal interés. En muchos de los otros pesaría quizá más la conveniencia, o la comodidad, del momento. No seria justo, sin embargo, imaginar que no hubiera algunos -quizá bastantes- que marcharan en dirección opuesta a la nuestra por una falta de apreciación de lo que pedía el deber: por un concepto equivocado del honor.

Y no puede pensarse en ellos sin dolor y sin piedad.

  ® ABC . 01 de Abril de 1953


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