08 de
              mayo de 1954.
              Rector magnífico
              de la Universidad de Salamanca; señores profesores; excelentísimos
              señores y señoras: Habéis querido que en esta efemérides
              gloriosa, en que se cumplen siete siglos de la Real Cédula por la
              que el Rey Alfonso el Sabio confirmó y dio vida con su Carta
              Magna a la Universidad salmantina, cuyos primeros sillares habían
              sido puestos bajo el reinado de Alfonso IX de León y confirmados
              por su hijo, el gran Rey San Fernando, se llevase a cabo mi
              investidura de doctor «honoris causa» de vuestra Facultad de
              Derecho. Comprenderéis la emoción que me embarga al sentir en
              estos momentos la responsabilidad de contarme, por vuestra
              benevolencia, entre los doctores de vuestro claustro y en el mismo
              lugar que elevaron sus voces los cerebros más preclaros de aquel
              Siglo de Oro de nuestra Historia. Os va a hablar, pues, este nuevo
              y modesto doctor, al que habéis querido, sin duda, premiar su espíritu
              de servicio al progreso de la cultura.
              Los que por la
              responsabilidad en que la vida nos colocó venimos haciendo
              historia al enfrentarnos con la tarea trascendente de levantar a
              España del caos en que había caído, para volverla a los caminos
              gloriosos de que un día se desvió, y para ello nos comprometimos
              a acaudillar la Revolución Nacional que estos años vivimos,
              podemos ver mejor, desde nuestra altura, libres de ataduras y
              convencionalismos, la perspectiva de nuestro tiempo. Sin duda, el
              mismo espíritu debió de animar a aquellos caudillos reales que
              en nuestro siglo XIII, en los descansos de su victoriosa
              Reconquista sentaron los pilares sobre los que había de
              levantarse la gloriosa Universidad salmantina, que llenase el vació
              que sentían en aquella Patria que por sus esfuerzos se
              ensanchaba; días aquellos en que las armas victoriosas de los
              Reyes de León y de Castilla habían llevado la Reconquista española
              desde la meseta castellana hasta las riberas de nuestros mares, al
              tiempo que se forjaban las ejecutorias de nuestras estirpes
              hidalgas. La hermandad entre las armas y las letras encuentra en
              nuestra Patria una encarnación visible y espléndida en todas las
              horas de plenitud. Parece como si hubiera querido marcarse una
              solidaridad entre el triunfo militar y la afirmación de la función
              rectora de la inteligencia para el gobierno de los pueblos. Así,
              bajo el imperio de los Reyes Católicos, no sólo son confirmadas
              y adquieren vigor las Universidades de Salamanca y de Sevilla,
              creadas por sus antecesores, sino que, como nueva gloria de aquel
              tiempo, el cardenal Ximénez de Cisneros crea la nueva Universidad
              de Alcalá, que liga a los nombres de Isabel y Fernando.
              Desde los mismos
              terrenos de la guerra y desde los propios campamentos militares se
              ocupan nuestros guerreros de organizar los hogares del saber
              universitario. No sin emoción se lee en el testamento del gran
              capitán y político que fué Hernán Cortés, un día estudiante
              de Salamanca, aquella cláusula que ordena «que en la villa de
              Coyoacán se edifique y haga un colegio para estudiantes que
              estudien Teología; Derecho canónico y civil, para que haya
              personas doctas en la nueva Esolna».
              Esta proyección
              de la cultura española en las tierras recién descubiertas es la
              ejecutoria más grande de la Universidad española. Las primeras
              Universidades en las tierras de América creadas, cuales las de
              Santo Domingo, Lima y Méjico, nacieron como hijas directas de
              Salamanca y Alcalá, echando raíces de una fe y una cultura
              comunes que, como un símbolo de fidelidad, nos unirán al correr
              de los tiempos. Por eso no es de extrañar que al iniciarse el
              pasado 12 de octubre las fiestas conmemorativas del séptimo
              centenario de la fundación, se convocase una Asamblea de
              Universidades hispánicas que congregó aquí a los rectores y
              representantes de las Universidades de nuestra lengua, y que en
              ella se llegase a conclusiones fundamentales en el espíritu de
              unidad y en los hechos que dan fisonomía propia a la comunidad de
              nuestros pueblos.
              La presencia en
              este acto de los señores ministros de Educación del Perú y de
              Colombia, a quienes afectuosamente saludo, brinda otra excelente
              ocasión para poner de manifiesto, una vez más, la vinculación
              de Salamanca con las Universidades de las naciones
              hispanoamericanas.
              Si el favor real
              en los tiempos gloriosos había de acompañar con sus cédulas y
              privilegios la grandeza de la Universidad, otro factor poderosísimo
              le iba a acompañar, cual era el apoyo que los Pontífices
              dispensaron a la Universidad salmantina, que, con la concesión de
              nuevas constituciones y subvenciones, compensaron y sostuvieron
              sus necesidades más imperiosas en épocas de decadencia o de
              abandono de sus príncipes. Bulas pontificias daban su aprobación
              para la erección de Colegios Mayores, y los mismos Papas concedían
              grandes indulgencias a los colegiales, como aquella de poder
              absolverse de cualquier excomunión o aquella otra de que
              visitando la capilla del Colegio se pudiesen ganar las mismas
              indulgencias que en la Basílica Mayor de Roma.
              El Movimiento
              nacional que el 18 de julio de 1936 había de cambiar la ruta de
              España, haciéndola recobrar la conciencia de su destino,
              forzosamente había de conmover a la Universidad. Y mientras sus
              aulas se vacían para nutrir las filas de las unidades
              combatientes y formar los cuadros de oficiales de nuestros Ejércitos,
              el entonces rector de Salamanca, don Miguel de Unamuno, dirige un
              manifiesto a todas las Universidades del mundo expresando, con
              palabra clara y rotunda, las altas razones del Movimiento nacional
              en defensa de nuestra civilización cristiana de Occidente,
              constructora de Europa, frente a un ideario oriental aniquilador.
              Ciento veinte universitarios salmantinos, que dieron su vida en la
              Cruzada, y cuyos nombres figuran en una lápida del claustro de
              esta Universidad, refrendaron con su sacrificio la defensa de
              nuestra civilización.
              Desde los primeros
              momentos dimos a la Universidad la importancia que tiene en una
              obra como la que en el 18 de julio acometimos.
              Todo régimen político
              trascendente para la historia de un pueblo necesita no sólo de órganos
              ejecutivos. de Poder firmes y unidos, sino de otras fuerzas
              sustanciales: la adhesión iluminadora de las minorías
              consagradas a los más altos saberes de la cultura humana y la
              adhesión general del pueblo es decir, de todos los sectores que
              orgánicamente integran la nación. Por eso desde los primeros
              momentos contamos con la colaboración de las mejores
              inteligencias universitarias, de aquellos hombres que hacen de sus
              mentes el mejor instrumento de servicio a la grandeza de su
              Patria.
              Aquel espíritu
              selecto de tanta finura intelectual y a quien tanto el Movimiento
              debe, José Antonio Primo de Rivera, mártir de nuestra guerra y universitario
              ejemplar, clamaba muchas veces por esa función rectora de la
              inteligencia que impide que la acción pueda caer en la barbarie.
              Todo verdadero gobernante debe contar con la cooperación de las
              minorías consagradas por la vocación al cultivo de los saberes
              humanos, para lograr aquella función ordenadora en que han de
              coincidir el hombre de Estado y el hombre de ciencia, como decía
              el más alto pensador de la Grecia antigua.
              Si, por otra
              parte, nuestro Movimiento entrañaba una Revolución que
              enderezase los caminos de España, no podía quedar la Universidad
              fuera de nuestra obra transformadora. Nos importa mucho que las
              Universidades vuelvan a tener todo el peso iluminador que tuvieron
              en los siglos grandes de la Historia española. Es para nosotros
              urgente que las Universidades no solamente estén a la altura de
              los tiempos en cuanto a su capacidad
              de investigación científica y de formación profesional, sino
              que sean también los hogares donde toda inquietud noble tenga su
              asiento y donde todo problema vivo de la Nación encuentre un eco.
              Quisiéramos que de nuestras Facultades de Ciencias salieran
              hombres capaces de resolver el aprovechamiento creciente de las
              riquezas potenciales de nuestra Patria y que cada vez más hombres
              españoles prorroguen la gloriosa aportación a la historia de la
              ciencia, que con tanto amor nos reseñaba don Marcelino Menéndez
              y Pelayo, y que al tiempo que la sangre española se siente
              caliente circular por el cuerpo de España, produzca en la
              Universidad la floración de una constante primavera.
              Si tanto nos
              inquieta el progreso científico que haga posible la transformación
              económica de nuestra Patria, no es menor el que nos impida el
              progreso en estas Facultades de Letras, en que se practica el
              servicio de la verdad y la sistematización de la justicia.
              Es tan rápida y
              profunda la evolución que el mundo está sufriendo en este período
              de transición entre dos eras, que urge grandemente que el cuadro
              de nuestras leyes se perfeccione con la vista puesta en el ideal
              de una justicia total, plena de exigencias cristianas. Que se
              llene el gran vacío que se acusa en el Derecho moderno; no en
              vano se han abierto caminos nuevos, principios y deberes sociales
              hasta ayer desconocidos o no practicados. Se acusa una necesidad
              de codificación y sistematización del Derecho en el ámbito de
              lo económico, de lo social, de lo industrial y lo agrario, de lo
              sindical y de tantas especializaciones nuevas que en servicios de
              la equidad y del bien común han tomado ya carta de naturaleza en
              nuestra legislación.
              Es menester que,
              además del conocimiento de la razón histórica de nuestras leyes
              y del adiestramiento de nuestras juventudes para el ejercicio
              profesional, se inculquen dos sentimientos fundamentales: el del
              respeto a la seguridad jurídica, es decir, a la jerarquía
              ordenada de las normas de que habla nuestro Fuero de los Españoles,
              que todo Español se sienta protegido por un orden jurídico firme
              y que este orden lo hagan cumplir seria y objetivamente los órganos
              de la administración de justicia. Que las garantías éticas de
              nuestro concepto católico de la vida se confirmen cada vez más
              en garantías jurídicas encarnadas en leyes elaboradas por las
              Cortes sin mengua de la eficacia que debe tener la actuación del
              Poder Ejecutivo para la resolución de los problemas nacionales.
              No se trata de que
              florezca de nuevo un mal sentido de juridicidad que algunos
              preconizaron como puerta para que las fuerzas materialistas
              pudieran entrar a saco cómodamente en el sagrado patrimonio de la
              Nación. El Derecho no puede servir jamás para la destrucción de
              los valores fundamentales sobre los que se apoya una nación, sino
              cabalmente para todo lo contrario. Jamás admitiremos que se
              invoque el Derecho para acabar contra toda posibilidad de vida
              legal, de vida bajo el imperio del único Derecho verdadero: el de
              servir a la justicia bajo la ley eterna de Dios.
              Pero, en cambio,
              si queremos que en nuestras Facultades de Derecho se forje ese
              sentido del respeto profundo a la ley; que importa mucho extender
              a todos los ciudadanos el respeto a la leyes fiscales, única
              manera de hacer posible una justicia distributiva de los gastos públicos
              y la recaudación de los ingresos, necesaria para el sostenimiento
              de los servicios y la satisfacción de las exigencias de toda índole.
              El respeto a las leyes institucionales, a las grandes leyes
              fundamentales del Estado, como la ley de Cortes, el Fuero del
              Trabajo, el de los Españoles y la ley de Sucesión, refrendadas
              en referéndum nacional, que sostendremos y defenderemos con toda
              la fuerza del estado, porque así nos lo exige el cumplimiento de
              nuestro deber y el mandato imperioso de los que murieron para que
              España siga viviendo y afirmándose en el concierto de los
              pueblos libres.
              Este pueblo español,
              tan heroico en 1808 como en 1936, tan abnegado y sufrido a través
              de su Historia, tan lleno hoy de esperanzas en el futuro, no ya sólo
              merece, sino que tiene derecho a exigir que las leyes se
              perfeccionen incesantemente para que una solidaridad profunda en
              el beneficio y en las cargas se produzca entre todos los hombres
              de España. Así, cuanto más justas sean nuestras leyes, más
              podremos exigir a todos, exigimos a nosotros mismos, los
              gobernantes, y exigir a los gobernados el respeto, la lealtad y la
              eficacia en su cumplimiento. Porque al hacerlo, tendremos tolda la
              conciencia no sólo de estar respetando aquella órbita legítima
              de derechos que a cada hombre corresponde, sino también al
              conjunto de exigencias de justicia que corresponden a la comunidad
              nacional como un ser vivo orgánico y total, y las que en
              definitiva debemos a Dios, que es fuente y razón de toda ley, de
              todo poder y de todo derecho.
              Es importante que
              hagamos una parada en este concepto tan trascendental para la vida
              de la Universidad. Si analizamos sus etapas de gloria y de
              decadencia encontraríamos que sus a1ternativas llevan una marcha
              paralela al predominio de la ley Dios y de los principios católicos
              o al divorcio de los principios religiosos Y de los valores éticos
              que un día la presidieron. En un afán de novedades, y por
              contagio exterior, llegamos a olvidarnos de lo que en su libertad
              y en sus derechos debe el hombre a nuestra fe católica; que la
              abolición de la esclavitud y el derecho de la personalidad humana
              establecido sobre principios de igualdad y libertad, considerando
              al hombre portador
              de valores eternos, solamente a la fe católica se lo debemos.
              Hablamos y encomiamos el Derecho Romano, levantado sobre el egoísmo
              de un mundo anticristiano, y olvidamos que el cristianismo es el
              que lo transforma y lo humaniza; que precisamente la hermandad y
              la fraternidad entre los hombres, que el Evangelio cristiano
              extiende, obra el proceso natural que abrió el camino al Derecho
              de gentes. Que es precisamente la Reforma protestante la que, al
              introducir el principio de la subjetividad, favorece el proceso de
              la omnipotencia del Estado, así como con la ruptura de la unidad
              religiosa se quebrantan los principios morales y comienza la
              subversión de la sociedad moderna frente a los principios
              divinos. Que la Revolución francesa vino a completar la obra
              destructora, al establecer el principio de la independencia del
              individuo y la absoluta libertad exterior, quebrando el orden
              moral estatuído, extendiendo la subversión de ideas, que hace
              que el orden social, falto de principio de autoridad que lo
              reglase, caiga bajo la anarquía del hereticismo. Pese al buen espíritu
              de puesto pueblo, no pudo nuestra Nación independizarse de la
              moda exterior, y, pese a la victoria nacional en nuestra guerra de
              Independencia, fatalmente había de alcanzar a nuestra Universidad
              a través de masones y afrancesados.
              
              Si al plano de
              Derecho Internacional nos trasladamos, se aprecia más la catástrofe
              a que ha conducido el abandono de los principios éticos, y nunca
              mejor lugar que éste del séptimo centenario de. la fundación de
              La Universidad de Salamanca para evocar en la figura de Francisco
              de Vitoria la cuna del Derecho Internacional entre los pueblos y
              su inimitable doctrina sobre el derecho de gentes, natural y
              positiva. Jamás el Derecho Internacional se alzó a alturas tan
              elevadas como el que llevó su pensamiento. El formó escuela y
              tuvo legión de seguidores, hasta el punto que todos los
              tratadistas posteriores han venido a beber en las fuentes católicas
              y cristianas españolas.
              Si el Derecho
              Internacional alcanzó próspera vida, lo fué por el principio
              católico y de unidad moral y hermandad entre los hombres que
              entrañaba. En cambio, cuando, por el contrario, el laicismo
              trasciende a la vida social y se traslada al plano de lo
              internacional, olvidamos los principios católicos, se abre el
              periodo de íos grandes atropellos internacionales el de la ley
              ciega del más fuerte que predomina hasta nuestros días.
              Brindemos, pues,
              tributo a los hombres preclaros que crearon y cultivaron este
              Derecho y pidamos a Dios que ilumine las mentes de los que por un
              apartamiento de la ley divina pueden ser la causa del hundimiento
              de toda una civilización. Confiando en que, pese a la obra torpe
              de los hombres, existe un poder en las alturas que rige los
              destinos de los pueblos y derrama sobre ellos sus bienes o
              tribulaciones. Por ello necesitamos enderezar nuestros pasos para
              merecer su benevolencia, y si esto ha de ser una exigencia general
              para la Nación, mucho más necesaria es para la Universidad si ha
              de ser el faro que proyecte la luz de su cultura sobre toda la
              Nación y de ella han de salir las minorías rectoras de nuestro
              futuro. De aquí la gran responsabilidad que a la Universidad
              alcanza en estas horas y que yo desearía restaurar en su antigua
              gloria.
              El Gobierno de
              España viene preocupándose del perfeccionamiento de sus
              Universidades en todos los órdenes, pese al esfuerzo ingente de
              la reconstrucción material en que estamos empeñados y al
              aislamiento internacional producido por la Segunda Guerra Mundial
              y sus consecuencias; por encima de todos estos factores adversos,
              el estado viene dedicando recursos crecientes para las obras de
              acondicionamiento y progreso de los Centros de cultura.
              Hemos contraído
              el compromiso de intensificar este esfuerzo incansablemente y con
              ritmo acelerado; pero todo esto seria inútil si nos olvidásemos
              de construir sobre sólidos cimientos. Podríamos tener magníficos
              laboratorios, soberbios edificios, buenos alojamientos y eruditos
              profesores, pero podría ser una Universidad sin alma que se
              consumiese en el fuego destructor de su propia soberbia, sin
              proyectarse beneficiosamente sobre los hombres y sobre las tierras
              de la Patria.
              Aspiramos a que el
              profesor universitario con verdadera vocación sea espejo en que
              el alumno se mire y encuentre en la Universidad su ocupación
              primaria y a ser posible, exclusiva, y a que no le falten medios
              ninguno para la tarea de investigación científica ni para sus
              misiones de enseñanza, con cuadro de profesores adjuntos y
              ayudantes y con la colaboración formativa de los Colegios Mayores
              universitarios. En la medida en que las circunstancias nos lo
              permitan, con el buen signo de nuestra reconstrucción económica
              y la mejoría de nuestra Hacienda espero hagan que esa posibilidad
              sea venturosa realidad muy pronto, iremos dotando a las
              Universidades de los créditos complementarios. Y en esto no
              podemos prescindir de lo prosaico de la vida y del íntimo enlace
              de lo económico y lo cultural, pues si lo cultural trasciende a
              lo económico, la situación económica es básica para la
              realización de nuestras aspiraciones cu1turales. Conocemos las
              escaseces materiales en que nuestro profesorado se debate y
              agradecemos la abnegación con que han trabajado en estos años de
              dificultades, y les decimos que la nación española no olvida ese
              esfuerzo, y que el Estado sabrá corresponderle con atención
              redoblada.
              No podría cerrar
              esta oración en este centro de formación universitaria de
              nuestras juventudes sin dirigir unas palabras a los estudiantes, a
              los que quisiera transmitir estas ambiciones de grandeza y de
              servicio para nuestra Patria.
              La juventud posee
              una especial sensibilidad para percibir cuanto de bueno y de malo
              sucede en torno suyo. Vive la edad de la buena fe y de la
              generosidad, presta también a la rebeldía y ala exigencia; pero
              por estas mismas características suele ser blanco predilecto de
              los maliciosos. Por eso la juventud debe estar despierta y, sin
              hacer dimisión de independencia y de legítimas inquietudes,
              poseer de manera muy acusada el sentido de su propia
              responsabilidad. Todas las esperanzas puestas en el futuro se
              truncarían si faltase ese sentido de responsabilidad de la
              juventud, que debe estar consciente que de su conducta depende la
              continuidad en la marcha de la Nación, por la que dio su vida la
              flor de las generaciones que los precedieron. He dicho.
              Quedan clausurados
              los actos del VII centenario de la fundación de la Universidad de
              Salamanca.