04 de
              junio de 1954.
              Ninguna satisfacción más grande e íntima
              para una familia que la vuelta al hogar de alguno de sus hijos
              alejados. Así sucede hoy en nuestra nación al recibir la visita
              del Generalísimo Trujillo, benefactor de su patria, que durante
              tantos años viene siendo el Jefe indiscutible de la nación
              dominicana. La primogénita entre nuestras hijas de América, y
              que si recibió el nombre de Española en su bautismo, demostró
              en el transcurso de su historia su gran amor y adhesión al viejo
              tronco que le dió la vida con actos viriles que los españoles
              jamás olvidaremos.
              Si la desnacionalización que la política
              española sufrió bajos los tristes reinados de Carlos IV y de
              Fernando VII, que caracterizó a toda aquella época, os hizo
              objeto en Basilea de una cobarde transacción de que fuisteis
              victimas; tened la seguridad de que fueron actos de una nefasta
              política que encontró la repulsa general de los españoles, que
              pronto se habla de poner de manifiesto con el alzamiento nacional
              en nuestra guerra de la Independencia, tan gloriosa, por otra
              parte, como estéril, al caer el país de nuevo, tras la victoria,
              bajo, las mismas clases y las desdichadas manos de que había
              salido.
              Esta es la razón de que una nación, que
              tantos servicios ha prestado a la Humanidad, que fué un roa
              rectora del mundo, cuna del Derecho Internacional y paladín de la
              justicia y de la caballerosidad entre los pueblos, viviese tanto
              tiempo apartada del quehacer internacional, víctima de las luchas
              intestinas que malquerencia extraña le fomentaban.
              El Movimiento Nacional puso término
              definitivo a aquella dolorosa etapa en momentos en que la invasión
              comunista nos puso en trance de perecer. Los acontecimientos de
              aquellos días, el heroísmo de nuestros soldados, el ejemplo de
              nuestros mártires y la victoria definitiva de nuestras armas,
              dijeron al mundo que España conservaba el espíritu y virtudes de
              los mejores tiempos.
              Tal vez esto explique la atracción que el
              renacimiento español despierta en los países de nuestra estirpe,
              al descubrir de nuevo cómo la decadencia española sólo afectó
              a una minoría dirigente, siguiendo íntegros los valores
              indestructibles de nuestro pueblo.
              Si un imperativo geográfico en la formación
              de las nacionalidades acabó separando a nuestras naciones por
              encima de nuestros comunes anhelos, jamás los avatares históricos
              han podido borrar los lazos que en tres siglos de vida común se
              estrecharon entre nuestros pueblos.
              La vinculación de España con las tierras de
              América obedece a nuestro destino histórico. No fué hecho
              casual el que Colón descubriese vuestras tierras y que España,
              con la Reina Isabel, fuesen los patrocinadores de aquella empresa.
              Una voluntad superior había elegido a España para ser cabeza de
              la gran epopeya; no en vano en Trento se presenta como paladín de
              la Contrarreforma, defensora de nuestra fe católica, y en tantas
              otras ocasiones de la Historia se adelanta a la definición de los
              grandes dogmas, como el de la Asunción y la Concepción
              Inmaculada de Maria, que, patrocinadas por sus más claros teólogos,
              vivían perennes en la conciencia de nuestro pueblo.
              Hoy mismo, cuando el mundo se pierde
              sumergido en el error, el ateísmo, el vicio o el materialismo más
              groseros, España centuplica su fe y su voluntad de servicio a ese
              destino histórico, y es remanso de fe, de espiritualidad y de
              confianza, pues sabe por las lecciones de su Historia que en
              cualquier trance no ha de faltarle la protección divina.
              Este imperio de la fe, que en vuestra nación
              tanto cuidáis, es una nueva y poderosa razón de que vuestra
              presencia entre nosotros sea todavía más querida y apreciada,
              pues no sois sólo el auténtico Jefe, a quien tanto debe la
              prosperidad de vuestra patria, ni el gran amigo en los días difíciles,
              ni el gallardo confesor de sus sentimientos hispanos, sino el gran
              defensor de aquella manera de ser y de sentir y de aquella fe que
              un día llevaron a aquellas tierras nuestros capitanes y nuestros
              misioneros.
              Y si esto fuera poco, sois también, excelentísimo
              señor, paladín del anticomunismo en el mar de las Antillas. Por
              eso los que un día levantamos en Europa la bandera contra el
              peligro comunista sabemos apreciar mejor en su valor vuestra
              ejemplar decisión, fundada en ese conocimiento que tenéis de que
              el comunismo no es un mal más que pueda caer sobre una nación,
              sino el compendio definitivo de todos los males.
              El paralelismo en el resurgimiento de
              nuestros pueblos bajo una serie de sentimientos afines multiplica
              los lazos naturales de fe y de confianza, que desearíamos ver
              extendidos en servicio de la Humanidad, a toda la gran familia
              hispana, por estar seguro que en ellos podrá descansar con
              eficacia la paz y la salvación del mundo, amenazado más por los
              propios errores que por el poder de la amenaza extraña.
              Yo pido a Dios en este día que derrame su
              protección sobre las tierras y población de la República
              Dominicana, sobre todos los pueblos de América y sobre vuestra
              persona y familia, a los que deseo colme de venturas.