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                    | “Historia del 
Partido Comunista de España” fue redactada por una comisión del Comité Central 
del Partido, formada y presidida por Dolores Ibárruri, y con la contribución de 
Manuel Azcárate, Luis Balaguer, Antonio Cordón, Irene Falcón y José Sandoval, y 
recogida en el libro editado en París en el año 1960, por Éditions Sociales. El trabajo 
efectuado por la mencionada comisión tiene capítulos tan curiosos, entre otros, 
como los titulados “El Partido Comunista de España en defensa de la democracia” 
y “La lucha para evitar la Guerra Civil”. Vamos a 
transcribir el prólogo de dicho libro, que dice así: 
	«El trabajo 
	de la comisión representa una notable aportación al análisis marxista de la 
	trayectoria seguida por el Partido Comunista de España desde su fundación, 
	en abril de 1920, hasta su VI Congreso, en enero de 1960. A lo largo de 
	estos cuarenta años el Partido ha luchado en las condiciones más diversas: 
	bajo la precaria legalidad de que disponían las organizaciones obreras en 
	los últimos años de la monarquía constitucional; reducido a la 
	clandestinidad y perseguido durante los siete años de la dictadura militar 
	de Primo de Rivera; con alternativas de legalidad y persecución en los cinco 
	primeros años de la segunda República, para pasar a ser en sus tres últimos, 
	en los años de la guerra civil, partido de gobierno y columna clave de la 
	resistencia republicana; clandestino de nuevo, ferozmente acosado por un 
	poder terrorista que hizo del exterminio de los comunistas la razón esencial 
	de su existencia, durante los veinte años que dura ya la dictadura fascista 
	de Franco. En resumen, más de treinta, de los cuarenta años que abarca hasta 
	hoy la existencia del Partido, han sido años de duras persecuciones cuando 
	no de terror sin paliativos. Pero también el Partido ha pasado por la 
	experiencia del poder a través de su participación en los Gobiernos de la 
	República de nuevo tipo creada por la revolución popular en el período de 
	1936-39.  Monarquía, 
	República, revolución popular, guerra civil, contrarrevolución fascista, 
	terror, repliegue, comienzo de un nuevo auge... Paso a paso, a través de 
	situaciones tan diversas, de avances y retrocesos, de éxitos y de errores, 
	de victorias y derrotas, se ha ido forjando el partido marxista-leninista 
	del proletariado español, pasando de las primeras débiles organizaciones, 
	que en la práctica eran grupos de agitadores con muy poca posibilidad de 
	dirección de las masas, a ser lo que hoy es: el partido político nacional, 
	maduro, firme en los principios y flexible en la táctica, con gran audiencia 
	no sólo en la clase obrera industrial y agrícola y en las masas de 
	campesinos trabajadores –de las que es, indiscutiblemente, su partido– sino 
	en amplios sectores de las capas medias, en la intelectualidad.  La presente 
	obra analiza paso a paso cómo ha tenido lugar ese proceso, cuáles han sido 
	sus causas objetivas, enraizadas en la realidad española contemporánea, y 
	cuáles sus aspectos subjetivos, fruto de la aplicación, cada vez más 
	creadora, del marxismo-leninismo a los problemas de España. El estudio de 
	esta multifacética experiencia ayudará a los militantes y simpatizantes del 
	Partido, y en particular a las fuerzas jóvenes que en los últimos tiempos 
	afluyen en buen número a nuestras filas, a comprender más profundamente la 
	teoría y la política del Partido y a prepararse para aplicarlas con acierto 
	en las nuevas situaciones que nos esperan».  ARRIBA     
 
 «Al mismo tiempo que nuestro 
Partido criticaba la política antipopular de los gobiernos republicanos, luchaba 
contra el peligro de la reacción y del fascismo que amenazaban al régimen 
republicano.  El primer pilar de la 
contrarrevolución era entonces la aristocracia terrateniente, la clase 
parasitaria de los señores de la tierra.  La otra columna de la 
contrarrevolución era la gran burguesía financiera e industrial, fundida por 
intereses económicos y de clase a la nobleza terrateniente. El brazo armado de 
ambas eran los generales africanistas y monárquicos, los Franco, los Sanjurjo, 
los Goded y tantos otros.  Al día siguiente de instaurarse 
la República, la contrarrevolución comenzó a reorganizar sus huestes, decidida a 
impedir el desarrollo pacífico de la revolución democrática. El 10 de mayo de 
1931, los monárquicos organizaban ya una provocación que desató contra ellos la 
primera borrasca popular que conoció la República.  El Partido advertía que la 
conducta del Gobierno republicano-socialista creaba en España un clima propicio 
a los ataques de la contrarrevolución.  Las advertencias del Partido 
Comunista no tardaron en verse confirmadas. El 10 de agosto de 1932 se producía 
el golpe militar de Sanjurjo, que era un intento de la oligarquía 
terrateniente-financiera de restablecer el viejo régimen y que fue aplastado por 
la resuelta actitud de las masas. En la lucha contra la sanjurjada y en la 
defensa de la República, el Partido Comunista de España desempeñó un destacado 
papel. En Sevilla, punto neurálgico de la subversión, gracias a la actividad de 
la organización comunista, se logró la acción unida de las masas y la derrota de 
Sanjurjo. Esta sublevación era ya un sintomático exponente del espíritu de 
guerra civil latente en las clases reaccionarias españolas.  Desgraciadamente, el Gobierno 
republicano-socialista no supo extraer tampoco las necesarias lecciones de la 
sublevación del 10 de agosto. Las posiciones económicas, políticas y militares 
de la contrarrevolución, que había sufrido una derrota en la calle, no fueron 
desmanteladas y la amenaza de nuevas agresiones por su parte siguió pendiendo 
sobre la cabeza de la democracia española. En esta atmósfera de impunidad, la 
contrarrevolución continuó su obra de sabotaje económico y político y de 
reagrupamiento de fuerzas para destruir la República.  En 1933 el peligro fascista ya 
había adquirido en España contornos amenazadores, con el estímulo que le 
prestaba el triunfo del fascismo alemán. La reacción fascista se agrupó entonces 
en tres corrientes principales. La primera, filial del fascismo italo-germano, 
estaba integrada por diversos grupos que constituyeron la Falange Española de 
las JONS (Juntas de Ofensiva Nacional Sindicalista). Carente de asistencia y de 
calor popular, Falange reclutó sus escuadras de pistoleros entre elementos 
desclasados y señoritos ociosos, que aportaban al clima político de nuestro país 
la “dialéctica de las pistolas” y un odio ciego hacia las ideas de la democracia 
y del progreso.  El segundo grupo era el de los 
monárquicos, acaudillados por el abogado de los grandes capitalistas, Antonio 
Goicoechea, que en aquel período se inclinaba también hacia soluciones 
dictatoriales y fascistas.  El tercer grupo estaba integrado 
por las derechas católicas, agrupadas en Acción Popular, cuya jefatura había 
pasado a José María Gil Robles, abogado de los grandes terratenientes 
castellanos y de los jesuitas. Acción Popular fue la espina dorsal de la 
Confederación Española de Derechas Autónomas (CEDA), que en 1933 se convirtió en 
el partido fundamental de la contrarrevolución.  Las divergencias entre las 
fuerzas señaladas eran esencialmente tácticas. El partido clerical-fascista de 
Gil Robles se orientaba a implantar el fascismo en España por la vía legal. Los 
falangistas y monárquicos, por el contrario, se pronunciaban por el golpe de 
Estado y la cuartelada militar, para aplastar el avance de la democracia en 
España.  La sucursal de las fuerzas 
reaccionarias en el campo republicano eran los radicales de Alejandro Lerroux. 
Desde que, a fines de 1931, fue eliminado del Gobierno, Lerroux se había 
colocado abiertamente en el campo de las derechas, en la constelación de los 
partidos contrarrevolucionarios; personificación de la corrupción política, 
Lerroux y sus secuaces estaban ligados a lo más turbio de las finanzas, y, 
particularmente, a Juan March, a quien nuestro malogrado escritor, Manuel 
Benavides, caracterizara, certero, de “último pirata del Mediterráneo”. Si la 
CEDA era el centro aglutinante de la reacción fascista, el Partido Radical era 
su caballo de Troya: la demagogia lerrouxista, que lograba cierto crédito en 
algunos sectores de la opinión republicana, abría el camino del Poder a las 
fuerzas reaccionarias.  La aparición de la amenaza 
fascista introdujo cambios esenciales en la situación política y en la 
correlación de fuerzas en España y en el mundo. La subida de Hitler al poder en 
Alemania en 1933 y los acontecimientos de Austria en los primeros meses de 1934 
mostraron, con su crudo dramatismo, que allí donde no existía unidad de las 
fuerzas obreras y populares, el fascismo lograba abrirse paso, instaurar su 
dictadura terrorista y desatar una bestial ola de persecuciones y crímenes no 
sólo contra el Partido Comunista, sino contra todo el movimiento obrero y 
democrático. Ya a comienzos de 1933, frente a quienes en España tomaban a broma 
el peligro fascista, afirmando con notoria ligereza que se trataba de un 
fantasma inventado por los comunistas, el Partido Comunista levantó la bandera 
de la unidad y de la lucha antifascista.  En un mensaje dirigido el 16 de 
marzo de 1933 al Partido Socialista, a la Unión General de Trabajadores, a la 
Federación Anarquista Ibérica y a la Confederación Nacional del Trabajo, el 
Partido Comunista de España decía:  
	“Todos los trabajadores, 
	sin distinción de tendencias, deben unirse en un gran frente común para la 
	lucha antifascista. Todos los trabajadores tienen el mismo interés vital en 
	aniquilar en sus mismos gérmenes el peligro reaccionario, sus provocaciones 
	funestas y sus preparativos de golpe de Estado. El ejemplo de Alemania debe 
	servir de advertencia imperiosa para todos. Una dictadura fascista en 
	España, si llegara a establecerse a causa de la insuficiente vigilancia y de 
	la falta de unidad de los trabajadores, al desencadenar su terror sangriento 
	no haría ninguna distinción entre los obreros socialistas, anarquistas o 
	comunistas”.  El Partido propugnó y propició 
la creación del Frente Antifascista, concebido como un amplio movimiento de 
masas para agrupar a cuantos estuvieran dispuestos a cerrar el paso a la 
reacción. Inicialmente, el Frente Antifascista estuvo integrado por el Partido 
Comunista, la Juventud Comunista, la Confederación General del Trabajo Unitaria, 
la Federación Tabaquera, el Partido Federal, la Izquierda Radical Socialista y 
diputados de diversas tendencias.  También fue el Partido el 
animador en 1933 del nacimiento de una organización femenina de carácter 
político muy amplio, para la lucha contra la guerra y el fascismo. En breve 
tiempo, esta organización se extendió por toda España, constituyéndose Comités 
de Mujeres contra la Guerra y el Fascismo en las ciudades y pueblos más 
importantes. En esta organización participaban, no sólo como afiliadas, sino 
como dirigentes, junto a las mujeres comunistas que realizaban una gran 
actividad entre las mujeres de las diversas clases sociales, otras, 
pertenecientes a la pequeña burguesía, sin partido muchas de ellas, militando en 
los partidos republicanos la mayoría, que trabajaban, defendiendo las ideas 
democráticas, con verdadero entusiasmo y abnegación.  La política de Frente 
Antifascista fue refrendada en el Pleno ampliado del Comité Central reunido en 
Madrid el 7 de abril de 1933. En el Frente Antifascista estaba ya en embrión la 
idea del Frente Popular, que iría desarrollándose a través de un proceso crítico 
y autocrítico, tanto para vencer la resistencia de las demás fuerzas 
democráticas, como para eliminar los restos de sectarismo que aún frenaban en 
nuestras filas la audaz aplicación de esa política.  Y allí donde fueron vencidos una 
y otros se cosecharon frutos prometedores, como en Málaga en noviembre de 1933, 
donde se creó el primer Frente Popular con el pacto entre comunistas, 
socialistas y republicanos, gracias al cual la candidatura antifascista triunfó 
sobre la reaccionaria, saliendo entre los elegidos el primer diputado comunista 
de España: el doctor Cayetano Bolívar. [N. del A.] [1] Las elecciones parlamentarias de 
noviembre de 1933 mostraron el crecimiento de la influencia del Partido entre 
las masas. Si en las de julio de 1931 nuestros candidatos habían obtenido 60.000 
votos, esta vez reunieron ya 400.000, a despecho de los fraudes electorales de 
las derechas y de la ley mayoritaria que favorecía exclusivamente a los grandes 
bloques electorales.  En las elecciones salió 
triunfante la reacción como consecuencia de la desunión de las izquierdas, de la 
táctica anarquista de abstención que restó muchos votos a las fuerzas 
democráticas y ayudó al bloque reaccionario. Pero ante todo, como consecuencia 
de la política de vacilaciones y renunciamientos practicada durante más de dos 
años desde el Gobierno por el bloque republicano-socialista, política que sembró 
la desconfianza en ciertos sectores populares y, muy especialmente, en una parte 
de los campesinos que vieron defraudadas las esperanzas de que la República les 
diese la tierra.  Afortunadamente la lección no 
cayó en saco roto. Los trabajadores socialistas vieron por fin que la táctica de 
su Partido no les había llevado hacia el socialismo que les prometieran sus 
líderes, sino hacia la reacción y el fascismo. Era ya inocultable que la línea 
general del Partido Comunista de España había sido la única justa y 
revolucionaria en todas las cuestiones decisivas de la revolución española.  La experiencia fracasada del 
gobierno conjuncionista, la rebelión de las masas del PSOE contra el oportunismo 
de sus dirigentes, el desplazamiento de muchos trabajadores socialistas hacia 
las posiciones del Partido Comunista fueron las causas de una honda crisis del 
PSOE, donde afloraron tres corrientes claramente definidas, que ya con 
anterioridad existían latentes en el Partido Socialista:  
	1) La derechista-reformista, 
	dirigida por Besteiro, Saborit, y Trifón Gómez, que repudiaba abiertamente 
	los métodos revolucionarios y cualquier contacto con los comunistas. 
	Aparecía como la “protegida” de las derechas, la partidaria acérrima de una 
	política de colaboración de clases.  2) La centrista, encabezada 
	por Prieto y Fernando de los Ríos, cuyo fin era, sin enfrentarse 
	directamente con la base socialista, impedir la radicalización del Partido 
	Socialista y la colaboración de éste con el Partido Comunista. Los 
	centristas querían volver a una situación semejante a la de 1931, o sea a 
	una conjunción republicano-socialista basada en que la clase obrera actuase 
	a remolque de la burguesía.  3) La izquierda, 
	representada sobre todo por Largo Caballero, cuya actitud reflejaba la 
	radicalización de las masas socialistas, el deseo vehemente de éstas de 
	llegar a la unidad con el Partido Comunista. Muy pronto se convirtió en la 
	corriente dominante.  [N. del A.] [1]
Cayetano Bolívar Escribano nació en Frailes (Jaén) en el año 1898 en el seno 
de una familia acomodada. Su madre, Expectación, era una mujer muy piadosa que 
trató de inculcar en su hijo las creencias cristianas, pero Cayetano se decantó 
por la parte ética de aquellas creencias que él consideró vigente en el 
comunismo. Cursó los estudios de medicina en Granada. Gracias a una beca se 
doctoró en ginecología en la Universidad de Leipzig (Alemania), en donde entró 
en contacto con los ambientes comunistas. Regresó a España trasladándose a 
Pedregalejo (Málaga), donde se había trasladado su familia para vivir en la 
bonita villa residencial “Vistahermosa”. En una parte de esta villa, junto con 
el doctor Atilano Cerezo, creó un sanatorio donde se atendía por igual a ricos y 
pobres. Miembro ya del PCE, empezó a desplegar una incansable actividad 
política, que le motivó arrestos y períodos de prisión. Poco a poco fue 
radicalizando sus planteamientos, tomando parte en revueltas y estallidos 
revolucionarios. Por su participación en los incidentes de Don Fadrique en 1932, 
fue encarcelado en Toledo de donde salió 17 meses más tarde al obtener el acta 
de diputado por Málaga en las elecciones de diciembre de 1933. En su período 
como diputado en Madrid se hizo amigo personal de “La Pasionaria” y José Díaz. 
Desde la tribuna, justificó siempre la violencia como instrumento para la 
revolución, único camino en su opinión para lograr la justicia y la igualdad. 
Mostró su admiración y lealtad a la Unión Soviética, modelo de virtudes y 
ejemplo a seguir para el diputado por Málaga. En las elecciones de febrero de 
1936 volvió a arrasar y tras el Alzamiento del 18 de julio de 1936 fue nombrado 
comisario de guerra y Jefe del Ejército Sur, con sede en Málaga. Desempeñó el 
cargo con grandes dificultades por la falta de disciplina y las discrepancias 
con otras fuerzas del Frente Popular. Francisco Largo Caballero, que 
había sido en 1920 y años posteriores, junto a Besteiro, uno de los clásicos 
representantes de la tendencia derechista-oportunista en las filas del Partido 
Socialista y de la UGT, pasó de la experiencia colaboracionista con la dictadura 
y con los gobiernos republicanos, a posiciones izquierdistas extremistas, que si 
políticamente no eran consecuentes ni correctas, representaban, de una manera 
general, un gran paso hacia la transformación del Partido Socialista en un 
partido obrero clasista y preparaban el terreno para el entendimiento entre los 
dos partidos obreros: el Partido Comunista y el Partido Socialista. Ello explica 
por qué el Partido Comunista saludó este cambio y se esforzó en establecer con 
el Partido Socialista un acuerdo como base de la realización de la unidad de la 
clase obrera, sin lo cual no era posible oponer una resistencia seria a la 
amenaza fascista ni asegurar la consolidación de la República y de la 
democracia».  |  |    
				
				ARRIBA     
 
 
					«El Partido Comunista había combatido en las 
					primeras filas de los luchadores republicanos contra la 
					Monarquía, como uno de los destacamentos más heroicos de la 
					democracia española; pero al proclamarse la República fue 
					objeto de un trato discriminatorio y se vio forzado a 
					sostener una lucha tesonera para conquistar su derecho a la 
					existencia legal.  
				El Partido salía de once años de clandestinidad o 
				semiclandestinidad seriamente quebrantado: apenas contaba con 
				800 militantes. Esta debilidad numérica se debía en gran parte a 
				las persecuciones de que se le hizo objeto: ningún partido había 
				sido blanco de tan crueles represalias. A su debilitamiento 
				habían contribuido también, en no pequeña medida, las posiciones 
				sectarias, las consignas estrechas, que no respondían a la 
				situación real de nuestro país.  
				Bajo la presión de las masas y con la valiosa ayuda ideológica 
				de la Internacional Comunista, el Partido inició la revisión de 
				su política, adaptándola a la situación real y a lo que eran 
				principios normativos comunistas en la revolución 
				democrático-burguesa.  
				El Partido sostuvo una lucha enérgica en defensa de los 
				intereses de los trabajadores. En sus documentos y en su prensa 
				formuló las tareas históricas de la revolución democrática y las 
				soluciones que correspondían a aquel período histórico. 
				 
				El Partido advertía contra el peligro de que se intentara ahogar 
				la revolución “en una oleada de debates parlamentarios”, actuaba 
				contra el narcótico de las ilusiones parlamentarias y declaraba 
				que la solución de los problemas planteados sólo podría venir de 
				la acción revolucionaria de las masas.  
				¿Cuáles eran las tareas de la revolución democrática española y 
				cómo las enfocaba el Partido?  
				El Partido Comunista de España llamaba la atención del país 
				sobre la triste herencia que la República recibía. España 
				figuraba entre los países atrasados de Europa en punto a su 
				desarrollo económico y político. La herencia feudal de la 
				Monarquía era particularmente gravosa en el campo. El 
				latifundismo constituía un freno al desarrollo económico del 
				país y engendraba violentos antagonismos, su peso era agobiador 
				en Andalucía, Extremadura y parte de Castilla. En el resto del 
				campo español la herencia feudal se manifestaba en sistemas de 
				arriendo y en cargas de origen medieval; así ocurría con los 
				foros en Galicia, Asturias y parte de León, Valladolid, Palencia 
				y Zamora; así con el condominio en las provincias vascongadas, 
				con la “rabassa morta” [N. del A.] [2]
				en Cataluña y con otras variantes de aparcería y arriendo en 
				ésas y otras regiones de España.  
				[N. del A.] [2] 
				“Rabassa morta” (cepa muerta) era un tipo de 
				contrato muy extendido en Cataluña, parecido a un alquiler de 
				una porción de tierra para cultivar viñas, con la condición de 
				que el contrato quedaba disuelto si morían dos tercios de las 
				primeras cepas plantadas. 
				La cuestión de la tierra era el problema de los problemas de la 
				revolución española, el nudo gordiano que sólo podía cortar una 
				profunda reforma agraria como la que proponía el Partido 
				Comunista.  
				El Partido Comunista consideraba que la revolución española se 
				iniciaba en una época en la que el proletariado constituía una 
				clase fundamental de la sociedad, circunstancia que la 
				diferenciaba de las grandes revoluciones burguesas del siglo 
				XVIII e incluso del XIX, imprimiéndole mayor hondura social. De 
				aquí que no pudiera postergar las aspiraciones económicas y 
				sociales del proletariado y que debiera garantizarle el pleno 
				disfrute de sus derechos políticos y sociales y la elevación de 
				su nivel de vida.  
				La revolución democrática española no podía soslayar el problema 
				nacional. El derecho de las nacionalidades a la 
				autodeterminación e incluso a la separación halló en el Partido 
				Comunista su más firme defensor, por considerar que la unidad 
				del Estado español sólo puede ser sólida y estable sobre la base 
				de la libre determinación y nunca sobre la fuerza y la 
				violencia. Asimismo consideraba el Partido inexcusable la 
				retirada de las tropas españolas del territorio marroquí y la 
				concesión a aquel pueblo, sometido a un régimen de ocupación 
				colonial, de la plena independencia nacional.  
				La revolución democrático-burguesa española debía resolver 
				también con espíritu constructivo el problema de las relaciones 
				con la Iglesia, estableciéndolas sobre los principios 
				democráticos de la libertad de creencias y cultos y de la 
				separación de la Iglesia y del Estado. El Partido era contrario 
				a las estridencias anticlericales y ademanes demagógicos de 
				ciertos líderes republicanos que herían los sentimientos de las 
				masas católicas y eran utilizados por la reacción para levantar 
				la bandera de la persecución religiosa y escindir al pueblo.
				 
				La consolidación de un régimen de libertades democráticas en 
				España demandaba, en fin, la reorganización y democratización 
				del aparato estatal, y en particular del cuadro de mandos del 
				Ejército. Después del desastre de Cuba y cuando el Ejército 
				español no tenía empresa exterior alguna en la que ser empleado, 
				contaba con 499 generales, 578 coroneles y más de 23.000 
				oficiales para unas tropas que no excedían de 80.000 hombres. 
				Estos cuadros se llevaban en sueldos, gratificaciones y cruces 
				pensionadas el 60 por 100 del presupuesto de guerra, dedicándose 
				80 millones para sueldos, 45 para la tropa y 13 para material. 
				Esta situación empeoró aún como resultado de la guerra de 
				Marruecos.  
				La reforma del Ejército era muy necesaria teniendo en cuenta, 
				sobre todo, la hostilidad al nuevo régimen de la camarilla 
				militar africanista, que constituía la cúspide del cuadro de 
				mandos de las fuerzas armadas. Una de dos: o la República 
				arrebataba las armas de manos de esa camarilla reaccionaria, o 
				ésta las emplearía más tarde o más temprano para dar muerte a la 
				República.  
				Tal era la posición del Partido Comunista sobre las tareas 
				históricas de la revolución democrática española. La experiencia 
				ha demostrado que era el único camino para resolverlas y para 
				evitar a España la sangrienta prueba que más tarde hubo de 
				sufrir.  
				Así, pues, la salida del Partido de la clandestinidad no sólo 
				puso de relieve sus lados débiles; destacó sobre todo sus lados 
				fuertes, sus grandes virtudes revolucionarias. El Partido 
				aparecía como el auténtico depositario y continuador de las 
				gloriosas tradiciones revolucionarias del proletariado español, 
				como el portador del pensamiento político más avanzado, como el 
				destacamento más combativo y revolucionario de la clase obrera 
				española, como el más consecuente defensor de la democracia.
				 
				Al luchar por sus postulados, el Partido Comunista no pretendió 
				en ningún momento que los líderes republicanos y socialistas se 
				convirtiesen a la fe comunista; aspiraba tan sólo a que no se 
				estancasen a mitad del camino de la revolución 
				democrático-burguesa y tuviesen presentes las palabras del 
				jacobino Saint Just, uno de los dirigentes de la revolución 
				francesa: “Quien hace una revolución a medias, cava su propia 
				tumba”». ARRIBA      
 
 
					Frente a los deseos de las fuerzas obreras y 
					democráticas –y en primer lugar del Partido Comunista– de 
					hacer que la democracia se consolidase y se desarrollase en 
					España por vías pacíficas, se alzó la voluntad de las 
					fuerzas reaccionarias y fascistas, de la oligarquía 
					financiera latifundista, de su instrumento armado –la casta 
					de generales africanistas–, de recurrir a la violencia, 
					sumiendo a España en una sangrienta guerra para impedir el 
					progreso democrático, para conservar sus odiosos 
					privilegios.  
				No había más que un camino para evitar la guerra civil: maniatar 
				a los que preparaban la sublevación militar. Había, pues, un 
				aspecto concreto del Programa del Frente Popular cuyo 
				cumplimiento era inaplazable: la depuración del Ejército de los 
				elementos fascistas, en particular de los que habían demostrado 
				ya su odio al pueblo en la brutal represión contra los 
				trabajadores asturianos.  
				La lucha por privar a la reacción fascista de su base material, 
				por eliminar del Ejército a los generales fascistas, por poner 
				coto a las provocaciones reaccionarias, presidió toda la 
				actividad política del Partido Comunista, hasta el día mismo en 
				que estalló la sublevación.  
				En vísperas de las elecciones del 16 de febrero, en su discurso 
				en el teatro de la Zarzuela, José Díaz advirtió que si, una vez 
				establecido un Gobierno de izquierda, «se deja que el 
				Ejército esté dirigido por generales fascistas y monárquicos... 
				el triunfo del Bloque Popular no será más que relativo, y nos va 
				a durar el tiempo que tarde en reponerse la reacción». 
				 
				El Partido Comunista designaba personalmente, con sus nombres, a 
				los generales que estaban preparando un golpe para instaurar en 
				España una dictadura fascista. El título de primera página de 
				‘Mundo Obrero’ del 27 de febrero decía: “En los altos mandos 
				del Ejército español están los Goded, Franco, Fanjul, Martínez 
				Anido y numerosos jefes y oficiales fascistas. ¡Exigimos su 
				separación inmediata y la democratización del Ejército!” 
				 
				En su discurso ante las Cortes, el 15 de abril, el camarada José 
				Díaz decía:  
					
					“No queremos que puedan estar dentro del 
					Ejército elementos de destacada tendencia reaccionaria como 
					Franco, Goded y otros de la misma calaña”.  
				En la crisis del 12 de mayo –provocada por la elección de Azaña 
				a la presidencia de la República– la nota oficial del Partido 
				Comunista subrayaba que éste colocaba en un primer plano de las 
				tareas que debía asumir el nuevo Gobierno la depuración del 
				Ejército de los elementos fascistas que estaban conspirando 
				contra la República.  
				A la vez que desplegaba esta campaña pública, en la calle y en 
				el Parlamento, para alertar y preparar a las masas, para pedir 
				al Gobierno medidas drásticas, el PCE realizaba gestiones 
				directas, personales, cerca de los ministros responsables, les 
				daba pruebas de los preparativos del levantamiento y exigía 
				medidas radicales.  
				Un mes antes de estallar la sublevación, dirigentes del Partido 
				Comunista visitaron a Casares Quiroga para denunciar los 
				preparativos militares de los carlistas en Navarra. El jefe del 
				Gobierno respondió despectivamente que los comunistas “veían 
				sublevaciones hasta en la sopa”...  
				Si el Gobierno hubiese aplicado las medidas que el Partido 
				Comunista reclamaba día tras día contra los generales y otros 
				elementos fascistas que conspiraban contra la República, la 
				sublevación militar del 18 de julio hubiese sido ahogada antes 
				de estallar.  
				Las denuncias del PCE no fueron tenidas en cuenta por el 
				Gobierno republicano. Este no tomó las medidas que eran 
				imprescindibles para la defensa de la República. Pese a las 
				pruebas concretas que demostraban sus actividades conspirativas, 
				nombró a Franco Capitán General de Canarias; a Goded, Capitán 
				General de Baleares, y envió a Mola a Navarra.  
				Pero las denuncias del Partido Comunista no fueron inútiles. Si 
				el Gobierno no hizo caso de ellas, en cambio el pueblo sí las 
				tuvo en cuenta. La intensa labor de explicación política llevada 
				a cabo por los comunistas para hacer sentir al pueblo el peligro 
				de la sublevación fascista, puso en tensión a las más amplias 
				masas de todas las tendencias obreras y republicanas. Gracias a 
				esa gran acción política y organizativa del Partido entre las 
				diversas capas de la población, el pueblo español era cada vez 
				más consciente de las amenazas que le acechaban, y se fortalecía 
				cada vez más su inquebrantable decisión de oponerse por todos 
				los medios a cualquier intento del fascismo de derribar la 
				democracia recién reconquistada. En esa conciencia del pueblo, 
				fruto sobre todo del trabajo del Partido Comunista, está el 
				secreto de lo que sucedió el 18 de julio.  
				Mientras tanto, con su actitud de vacilaciones y de ceguera ante 
				los preparativos de la sublevación fascista, el Gobierno 
				republicano dejaba de hecho las manos libres a quienes se 
				disponían a lanzar a España al abismo de la guerra.  
				Esas vacilaciones, esa ceguera, ese “empacho de legalismo” con 
				el que se pretendía justificar el retraso en la aplicación del 
				Programa del Bloque Popular, no eran hechos casuales. Tenían una 
				raíz de clase. Demostraban que la pequeña y mediana burguesía, 
				por, miedo a la clase obrera, no estaban dispuestas a liquidar 
				la base material de la reacción, no estaban dispuestas a llevar 
				adelante la revolución democrática en España.  
				Y en su negativa de marchar hacia adelante, llegaban al extremo 
				de dejar a la República casi indefensa ante sus más encarnizados 
				enemigos.  
				No se escuchó al Partido Comunista en aquellos momentos tan 
				decisivos para España. Y porque no se escuchó al Partido 
				Comunista, la sublevación fascista pudo estallar.  
				La reacción fascista y monárquica se entregaba a toda suerte de 
				provocaciones para preparar la sublevación. Desde la tribuna 
				parlamentaria y desde la prensa, realizaba una campaña 
				desenfrenada de excitaciones a la violencia armada contra el 
				pueblo y contra la República. La Falange y otros grupos 
				reaccionarios multiplicaban los atentados contra personalidades 
				republicanas, civiles y militares, causando la muerte de 
				numerosos demócratas, lo que no podía dejar de provocar la 
				respuesta indignada de las izquierdas. Un clima de guerra civil 
				se extendía por España.  
				
				A comienzos de julio, la agresividad de las fuerzas 
				reaccionarias que preparaban el levantamiento llegó a su punto 
				culminante. Los chispazos del complot fascista iluminaban 
				trágicamente la vida política y social de España. La muerte 
				violenta del dirigente político monárquico, Calvo Sotelo, en la 
				que, contrariamente a lo que ha reiterado la propaganda 
				fascista, el Partido Comunista no tuvo ni arte ni parte, ni de 
				cerca ni de lejos, fue el pretexto para desencadenar la 
				sublevación».   ARRIBA      
 
 
					No dejaría de ser irrisoria toda esta 
					“Historia del Partido Comunista de España” redactada por la 
					Comisión del Comité Central del Partido formado por Dolores 
					Ibárruri “La Pasionaria” y sus ‘camaradas’ en el año 1960, 
					si no hubiera sido tan trágico el transitar de ese Partido 
					‘demócrata’, si su ideología nefasta, brutal y asesina no 
					hubiese derramado tanta sangre inocente, tanto sufrimiento, 
					penalidades en nuestra patria, como también lo hiciera en 
					todo el mundo. 
				La terminología empleada, el radicalismo, las falacias, 
				tergiversaciones y mentiras ponen de relieve la falta de verdad, 
				la hipocresía, el ‘victimismo’ –cuando las verdaderas víctimas 
				de tanta crueldad fueron propiciadas por el comunismo–, el peor 
				régimen totalitario de todos los tiempos, con un tributo de más 
				de 100 millones de muertos en su haber, entre los cuales 
				figuraron no sólo disidentes al régimen estalinista, sino que 
				incluyó a centenares de miles de militares, comisarios 
				políticos, ‘desafectos’, políticos y militantes del propio 
				partido del ‘padrecito Stalin’, tristemente famoso por sus 
				purgas, sus gulags, sus deportaciones y sus feroces
				represiones.  
				Esa “Historia del Partido Comunista de España” es totalmente 
				falsa, insultante, agresiva, perversa y mezquina. 
				En España el PC dejó una tremenda huella desoladora a base de 
				checas, asesinatos indiscriminados, persecuciones, crímenes
				realizados en mayo de 1937 en Barcelona contra el POUM, 
				la enorme vergüenza del expolio del oro del Banco de España, las 
				desapariciones, torturas y un largo sinfín. 
				
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