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Cipriano Mera Sanz nació el 4 de noviembre de 1897 en Tetuán de 
las Victorias (Madrid). Su padre era peón albañil y también cazador furtivo. 
Cipriano a los once años, en vez de ir a la escuela, tuvo que empezar a ganarse 
la vida, de modo, que según las estaciones del año, salía de madrugada al campo 
para coger setas, níspolas, zarzamoras, bellotas o romero, que vendía luego en 
el barrio. Algunas tardes trabajaba en los tejares.  
A los dieciséis años entró como pinche en la construcción, y su 
padre le afilió a la Sociedad de Albañiles «El Trabajo», adherida a la 
UGT. Llegó a los veinte años sin conocer apenas las primeras letras. Entonces se 
inscribió en una academia y asistió durante ocho meses a clases nocturnas. 
Parejamente, empezaron a preocuparle las cuestiones sociales, extrañándose de la 
pasividad que caracterizaba a la Sociedad de Albañiles, cuya relación con sus 
afiliados solía limitarse a la de unos recaudadores que visitaban regularmente 
los domicilios de aquéllos. 
Su primer contacto con anarquistas se produjo en 1920, cuando 
conoció a Juan Barceló, Moisés López y Santiago Fernández. Estas relaciones se 
hicieron fraternales a raíz del atentado y muerte –el 8 de marzo de 1921– del 
presidente del Consejo de ministros, Eduardo Dato. Ya en el periodo de la 
Dictadura formó parte de un grupo anarquista que se desenvolvía dentro de la 
Sociedad de Albañiles, y con él intervino en la conspiración contra Primo de 
Rivera, sobre todo en la llamada Sanjuanada. En la UGT fue tres veces delegado 
de obras, funciones que contribuyeron a afirmar en él la conciencia sindical. 
Considerando más efectiva su práctica militante, sostuvo las aspiraciones de la 
CNT y abrazó el anarcosindicalismo como fundamento de la sociedad sin clases. 
Una vez caída la Dictadura y organizado en Madrid el Ramo de la Construcción 
adscrito a la CNT, llegó a ser su presidente. Intervino en la organización de 
los Grupos de Defensa Confederal y formó parte con Buenaventura Durruti del 
Comité revolucionario constituido en 1933, por lo que, como en otras varias 
ocasiones, fue encarcelado.  
En el verano de 1936 la huelga de la construcción había 
paralizado a más de cien mil hombres. A primeros de julio, el gobierno de 
Casares Quiroga trató de poner parches al conflicto huelguístico. Pero la CNT 
decide no acudir al trabajo. Los huelguistas, reunidos en el solar del colegio 
Maravillas de Cuatro Caminos, exponen su opinión, tomando la palabra Cipriano 
Mera, Teodoro Mora y Antonio Vergara.  
Mera advierte a los reunidos de la inminente intentona 
reaccionaria que se está preparando. Pocos días después están todos en la cárcel 
Modelo, detenidos por el Gobierno de la República, cuyo presidente y ministro de 
Guerra, Santiago Casares Quiroga hace caso omiso a las alarmantes noticias sobre 
la sublevación que le llegan por varios y fidedignos conductos, entre ellos la 
famosa carta que Franco le dirigió el 23 de junio de 1936. 
La huelga de la construcción proseguía el 18 de julio, al 
estallar la Guerra Civil española. El domingo 19, Mera es liberado de la prisión 
por su compañero Mora que había salido de ella cuarenta y ocho horas antes. En 
la cárcel le dan a Mera un fusil.  
Sin pasar por su casa, se incorpora a un grupo con el que libera 
Campamento, en poder de los sublevados. La milicianaza vocifera entusiasmada por 
los suburbios madrileños, que de pronto se han vestido con banderas rojinegras.
 
ARRIBA     
 
 
Mera se dirige al Cuartel de la Montaña, pero llega tarde y sólo 
encuentra cadáveres tendidos por el suelo. Rápidamente organiza, junto con el 
militante anarquista y anarcosindicalista David Antona Domínguez, una columna 
anarquista que se une a la del teniente coronel republicano Ildefonso 
Puigdendolas, que el 21 de julio toman Alcalá de Henares. La improvisada columna 
se dirige a Guadalajara, pero al intentar los milicianos cruzar el puente sobre 
el río Henares, son detenidos por los disparos de una ametralladora. Se 
establece una confusión. Mera en vista de que la situación se prolonga 
demasiado, vadea el río con un grupo de milicianos y logra entrar en la ciudad 
antigua después de innumerables tiroteos con los defensores. Mientras los 
refuerzos llegados de Madrid y la acción de la aviación republicana consiguen el 
objetivo. Mera es uno de los que abren, el 22 de julio de 1936, las puertas de 
la cárcel.  
La columna anarquista de Mera con un par de camiones y un 
centenar de hombres, se separó entonces hacia Sacedón y la provincia de Cuenca, 
tomando la capital el 28 de julio, que se hallaba sublevada y en manos de la 
Guardia Civil. Pero no contento con ello, se lanza a la aventura de liberar los 
pueblos de la provincia. Cuenta con ello con la milicianaza que se une con gran 
entusiasmo y que lo arrasa todo a sangre y fuego. En la serranía de Cuenca pasa 
como un huracán de sangre la revolución anarcosindicalista tan soñada por Mera. 
Los campesinos arrastrados por los discursos de Mera, engrosan las filas de los 
que se dicen vengadores del pueblo. Todo es de todos: las casas, las tierras, 
los aperos, etc. Se hace la guerra, pero al mismo tiempo se está poniendo en 
marcha la revolución social. 
En vista del peligro que corre Madrid, se crean las Columnas 
Confederales. La primera de ellas está al mando el militar profesional Francisco 
del Rosal, contando con unos cuatro mil anarcosindicalistas, en uno de cuyos 
batallones, el “CNT”, se inicia Mera como militar. Esta columna se 
encargó de defender los embalses de Lozoya, asegurando a Madrid el agua mientras 
durara el asedio.  
A principios de agosto combate en la sierra de Gredos al frente 
de un millar de hombres formando parte de la más tarde famosa “Columna del 
Rosal”. Durante este mes tienen lugar combates de inusitada dureza. 
Habiendo conquistado los nacionales Talavera de la Reina, a 
principios de septiembre, el Alto Mando decide reconquistar la plaza con la 
“Columna del Rosal”. Dirige el ataque Mera, cuyos hombres reciben un duro 
castigo. Carecen de municiones y el Gobierno de Madrid sólo les concede 
promesas. En tales condiciones y destituido injustamente el jefe, Del Rosal, la 
columna de Mera y la de López-Tienda, a punto de ser cercadas, viven momentos de 
gran angustia. Discuten ambos jefes y se impone el criterio de Mera, que rompe 
el cerco por Cebreros en una auténtica aventura de comando. Sus hombres disparan 
desde los camiones lanzados a todo gas mientras atraviesan las filas enemigas 
hasta llegar a Cebreros, todavía sin ocupar por los nacionales que, sin embargo, 
disparaban desde los alrededores sin atreverse a entrar. Mera sabía que no podía 
detenerse mucho tiempo en Cebreros y que, si quería salvar las unidades, tendría 
que seguir retirándose hacia Robledo de Chavela, a unos quince kilómetros de 
Cebreros. Así lo hizo, con lo que logró salvar las unidades confederales ante el 
asombro del subsecretario de la Guerra, el general Asensio Torrado, que creía 
que Cebreros estaba ocupado por el enemigo.  
Los hombres que quedan de la diezmada “Columna del Rosal” fueron 
retirados a Cuenca para reorganizarse. Mera, en Madrid, ve que la cosa no está 
muy clara. Los nacionales se acercan con sus mejores unidades de combate al 
mando de Yagüe. Se piensa en fortificar la ciudad, lo cual entraña serios 
problemas. Mera, albañil de profesión, discute acaloradamente con Enrique Líster 
Fontán. El anarquista y el comunista se enfrentan por primera vez, en esta 
ocasión dialécticamente, entre el silbido de las balas. |  |    
				
				ARRIBA     
 
 
					En noviembre 
					del 36, las fuerzas sitiadoras se han apoderado ya de Pinto 
					y Brunete. El día 3 caen Villaviciosa de Odón y Móstoles. El 
					5 y el 6, son ocupados el Cerro de los Ángeles, Carabanchel 
					Alto y Villaverde.  
				El 6 de noviembre 
				de 1936 Mera viaja desde Cuenca a Tarancón, siendo grande su 
				sorpresa al encontrar detenidos en una habitación de la 
				Comandancia Militar al general Asensio, subsecretario de Guerra; 
				al ministro socialista Julio Álvarez del Vayo, en la cartera de 
				Estado; a Juan López Sánchez, ministro de Comercio; al general 
				Pozas y a un nutrido grupo de subsecretarios y gobernadores. 
				Inmediatamente llamó por teléfono a Del Val, que se puso en 
				camino en seguida desde Madrid, llegando a Tarancón a las dos de 
				la madrugada. 
				Había sucedido que 
				el Gobierno de la República y algunos altos cargos militares 
				abandonaban Madrid, convencidos de que los nacionales estaban en 
				sus calles, y se trasladaban a Valencia. Lógicamente esto no 
				gustó a los anarcosindicalistas, que se apresuraron a establecer 
				controles en las carreteras a fin de acabar con los desertores. 
				Y fue en uno de ellos, en el de Tarancón, donde fueron detenidos 
				por el joven anarquista José Villanueva, que se había 
				distinguido en el asalto al Cuartel de la Montaña. 
				Del Val informó a 
				Mera de la situación en que se encontraba Madrid, aconsejándole 
				respetara la vida de los detenidos y les dejara seguir hacia 
				Valencia. Mera, después de calificar aquella actitud de «huida 
				cobarde», pidió a Del Val a cambio de dejar libres a los 
				políticos detenidos, que le permitiera ir a Madrid con mil 
				voluntarios de su columna «para demostrar a esta gente que 
				mientras ellos huyen nosotros vamos a defender lo que han 
				abandonado». 
				El 7 de noviembre, 
				a las cinco de la mañana salía la nueva columna en dirección a 
				Madrid al mando del comandante Palacios yendo Mera como delegado 
				político. Al día siguiente Mera se presentó al general Miaja, 
				presidente de la Junta de Defensa recién creada por él a 
				instancias del Gobierno huido. 
				Convocados en el 
				Ministerio de la Guerra todos los jefes de Columna con sus 
				comisarios, a fin de aprestarse a la defensa de la ciudad, 
				Cipriano Mera es situado con su unidad en el puente de San 
				Fernando. El día 16 de noviembre de 1936 los nacionales toman 
				posiciones en los alrededores de la casa de Velásquez, 
				infiltrándose entre Bombilla y Puerta de Hierro. En esta 
				angustiosa situación se produce la llegada de Durruti y sus 
				milicias, procedentes del frente de Aragón. Mera le propone 
				agrupar las fuerzas de ambos en una sola unidad al mando de 
				Durruti, pero cuestiones tácticas lo impiden.  
				El 17 por la tarde 
				los nacionales se apoderan de parte del Clínico y de algunos 
				edificios de la Ciudad Universitaria. Los combates son 
				durísimos, luchando casa por casa. El día 19 Mera y Durruti 
				deciden atacar al Clínico, apoderándose Durruti de los sótanos y 
				las primeras plantas del hospital, labor de limpieza que fue 
				presenciada por Mera. Pero los nacionales reaccionaron, ocupando 
				de nuevo los sótanos. Mera insiste en la necesidad de unir ambas 
				columnas, llegándose a un acuerdo, quedando ambos citados en el 
				Comité de Defensa al día siguiente por la tarde. Pero no se 
				producirá este encuentro ya que Mera recibe la noticia de que 
				Durruti ha sido herido de muerte. 
				Aquella misma noche 
				sale Mera hacia Valencia a fin de poner al corriente de lo 
				sucedido a García Oliver, Mariano R. Vázquez y Federica 
				Montseny, así como al Comité Nacional de la CNT, decidiéndose 
				que Ricardo Sanz se haga cargo de las milicias a las órdenes de 
				Durruti en Madrid. 
				Una vez Mera hubo 
				acompañado los restos mortales de Durruti a Barcelona, se 
				incorpora a su destino.  
					ARRIBA      
 
 
					Entre el 10 y 
					el 15 de enero de 1937 se libran violentísimos combates, 
					quedando la columna mandada por Mera prácticamente diezmada 
					debido principalmente a la falta de disciplina. Ello le hace 
					meditar sobre el destino de sus hombres, y tras la pérdida 
					de Boadilla del Monte, Las Rozas y Majadahonda, a la vista 
					de la desbandada de las tropas en aquel sector, es lo que le 
					hace escribir en sus Memorias, lo siguiente: 
					
					«En el 
					momento más difícil de la defensa de Pozuelo, pusieron al 
					mando de las Milicias al comandante Zulueta, creo que del 
					cuerpo de Aviación, pero nada pudo hacer. Merecería todo 
					esto extensos comentarios, pero me limitaré a señalar que 
					tanto la pérdida de Pozuelo, como la de Aravaca y la Cuesta 
					de las Perdices, no pueden atribuirse a ningún militar, sino 
					más bien a la forma de lucha de las Milicias; de cualquier 
					tendencia que fuesen, éstas se comportaban con gran falta de 
					disciplina, sin tener en cuenta para nada las órdenes de los 
					mandos militares. Únicamente dos unidades se distinguieron 
					por su arrojo y cohesión: el 9º. Batallón de Milicias 
					Confederales y el batallón del comandante Perea». 
				En la noche del día 
				15 de enero de 1937, fue a ver al coronel Rojo en su despacho 
				del Cuartel General para pedirle un galón, el que fuera. «Yo 
				ya no quiero ser el “responsable”; quiero ser el sargento Mera o 
				lo que sea; y si soy el sargento Mera no pasará lo de 
				hoy». Poco después recibía los distintivos de mayor 
				(comandante).   
					ARRIBA      
 
 
					Cuando el 16 de 
					marzo de 1937 se procede a la reestructuración del IV Cuerpo 
					de Ejército, al mando de Enrique Jurado Barrio, a Cipriano 
					Mera le corresponde mandar la XIV División, con las Brigadas 
					Mixtas 65.ª, 72.ª y 70.ª, participando en el ataque de 
					Brihuega, el 18 de marzo de 1937. La artillería y la 
					aviación republicana machacaron materialmente el pueblo. El 
					ataque masivo de los fusileros provocó la desbandada de la 
					división italiana “Fiamme Nere” mandada por el 
					general de brigada Guido Amerigo Coppi, que abandonó la 
					defensa abriendo una profunda brecha por la que Líster 
					infiltró sus unidades tratando de cercar a la división “Littorio”, 
					cuyo general  Annibale Bergonzoli, apodado “Barba 
					Eléctrica”, huyó presa de pánico. La desbandada fue general. 
					Mera entraba en Brihuega sobre las siete de la tarde del 
					mismo día. 
				El IV Cuerpo de 
				Ejército ordenó que prosiguiera la ofensiva el día 19, con el 
				fin de perseguir a los fugitivos y terminar con las últimas 
				resistencias. Avanzaron unos veinte kilómetros sin encontrar 
				resistencia más que al final, con tropas españolas. Las 
				inmediaciones de la carretera Brihuega-Sigüenza, ofrecía un 
				espectáculo siniestro, con los embarrados campos sembrados de 
				cadáveres y abundante material motorizado, así como armas 
				automáticas. El triunfo obtenido en Guadalajara no sólo 
				desacreditó al Corpo Truppe Volontarie (CTV), sino 
				que sancionó la eficacia del Ejército Popular de la República. 
				La resonancia de dicho triunfo, tanto a nivel nacional como 
				internacional, fue espectacular. 
				El 4 de abril de 
				1937, por decreto del Presidente de la República, Manuel Azaña 
				Díaz, ascendía Mera al empleo de teniente coronel, por su 
				actuación en Guadalajara. 
				En Brunete, la XIV 
				División al mando de Mera actúa como fuerza de refresco, por lo 
				que no podía decidir una situación que era de fracaso. Mera es 
				presa del desaliento y sus fuerzas se retiran sin orden, aunque 
				sin experimentar grandes bajas. 
				El 7 de octubre de 
				1937, cuando Enrique Jurado deja el mando del IV Cuerpo, Mera es 
				ascendido a jefe de Cuerpo de Ejército y se hace cargo del IV. 
				Era la más alta graduación alcanzada por un jefe 
				anarcosindicalista, lo cual provocó la inquietud y la protesta 
				de ciertos jefes y comisarios comunistas, no siempre de acuerdo 
				con los procedentes de la facción ácrata. 
					ARRIBA      
 
 
					Ya ascendido a 
					teniente coronel, Mera emplazó su cuartel general en 
					Alcohete (Guadalajara), lugar cercano a la villa de Horche y 
					desde donde protegía todo el sector oriental de la Capital.
					 
				Juan Negrín fue a 
				visitarle en su puesto de mando de Alcohete, recordándole Mera 
				que el 6 de septiembre de 1938 le envió un informe particular 
				denunciándole las traiciones que venían cometiendo en las 
				unidades del Ejército los elementos pertenecientes al Partido 
				Comunista, sin haber obtenido ninguna respuesta. 
				 
					
					«Si usted 
					–le dijo Mera a Negrín– sigue siendo socialista, deberá 
					ser el primero convencido de los propósitos que abriga el 
					Partido Comunista, que no son otros que apoderarse de todos 
					los mandos del Ejército, dar un golpe de estado y conseguir 
					dar al mundo la sensación de que el Partido Comunista 
					resistía hasta el último momento y que anarquistas, 
					socialistas y republicanos y demás sectores políticos eran 
					agentes provocadores. Si para la salvación de España es 
					necesario el sacrificio personal de los hombres destacados, 
					me pongo a su disposición, pero que pensar en la resistencia 
					a ultranza de nada iba a servir, porque la guerra la tenían 
					irremisiblemente perdida». Habló luego de la falta de 
					moral de combate y de los sufrimientos y el hambre de la 
					retaguardia, pasando a exponer tres soluciones a tomar. 
				La primera, ya 
				expuesta por Casado, era la de seleccionar ochenta mil hombres y 
				después de pertrechados concentrarlos en la zona sudeste, 
				apoyada en el río Segura.  
				La segunda 
				solución, propuesta por Mera, era establecer reservas y 
				depósitos en lugares estratégicos y romper los frentes por 
				distintos sitios con objeto de pasar a la retaguardia enemiga y 
				actuar al modo de guerrillas.  
				La tercera 
				proposición era que el Gobierno afrontara la responsabilidad de 
				parlamentar con el enemigo para terminar con la pesadilla de la 
				guerra y poder salvar dignamente cuantas vidas pudieran correr 
				riesgo después de la victoria de los sublevados. 
				Negrín se deshizo 
				en comentarios laudatorios al valor y a la abnegación del jefe 
				anarquista, pero no tomó determinaciones de inmediato. Éstas se 
				vieron, sin embargo, el 3 de marzo, cuando el Diario Oficial 
				del Ministerio de Defensa publicó las disposiciones en las 
				que se veía claramente que entregaba el Ejército Popular de la 
				República a los comunistas. Modesto y Cordón eran ascendidos a 
				generales; Líster, Barceló, Francisco Galán y Manuel Márquez, a 
				coroneles. Cordón pasaba a ser en el nuevo destino secretario 
				general de Defensa; Galán tomaba el mando de la base naval de 
				Cartagena; Etelvino Vega, Leocadio Mendiola e Inocencio Curto 
				eran nombrados comandantes militares de Alicante, Murcia y 
				Albacete respectivamente. Además, se disolvía el Grupo de 
				ejércitos y su Estado Mayor, y quedaba Negrín como ministro de 
				Defensa Nacional dueño del cotarro. Quedaba todo, pues, en poder 
				de los comunistas.    
					ARRIBA      
 
 
					
					 Otros altos 
					mandos republicanos como el coronel Segismundo Casado, jefe 
					de los Ejércitos del Centro, no creían posible continuar la 
					resistencia debido a la desmoralización, la escasez de 
					armamento, de servicios de transporte etc. Pensaba como 
					tantos otros que el fracaso de la ofensiva en el Ebro y la 
					caída de Cataluña, amén de la actitud de Inglaterra y 
					Francia, que se disponían a reconocer al gobierno de Franco, 
					habían terminado por agotar las reservas morales del pueblo 
					republicano español. 
				A comienzos de 
				febrero del 1939 se habían reunido Casado, el general José 
				Miaja, jefe del Grupo de Ejércitos y el general Matallana su 
				jefe de Estado Mayor, conviniendo en que, siendo inexistente 
				para ellos el gobierno de Negrín, que andaba de aquí para allá 
				sin una sede fija y sin apenas aparato administrativo, debía 
				formarse una Junta de Defensa encaminada a obtener ciertas 
				garantías de los nacionales antes de rendirse a su ejército. 
				La trama 
				conspirativa iniciada por Casado, se había ido extendiendo a 
				otros jefes militares y a los grupos políticos de la región del 
				Centro, con excepción de los comunistas y de los socialistas 
				fieles a la comisión ejecutiva del partido. Esta conspiración 
				tiene como objetivo deponer al gobierno presidido por Negrín y 
				sustituirle por otro que negocie el fin de la guerra a toda 
				costa, confiando en las garantías que podrían ofrecer militares 
				profesionales y políticos moderados como Julián Besteiro. El 
				veterano político socialista pensaba para entonces que el único 
				poder legítimo que quedaba en la España republicana era el 
				militar. Por tanto no le costó esfuerzo ponerse de acuerdo con 
				Casado en la necesidad de formar un gobierno que sustituyera al 
				de Negrín aunque declinó presidirlo y aceptó formar parte de él 
				sólo al objeto de negociar el fin de las hostilidades. 
				 Lo cierto es que 
				Casado en enero del 1939 había efectuado ya sus primeros 
				contactos con el bando franquista a través del servicio de 
				información de la policía militar, SIPM, con el que contactó a 
				través del general franquista Fernando Barrón Ortiz, amigo de 
				Casado, quien ya entonces le hizo llegar el mensaje de que lo 
				único que admitiría Franco sería una paz sin condiciones. Casado 
				sin embargo pensaba que esta era una declaración obligada y que 
				Franco cedería en algunos puntos al objeto de apresurar la 
				victoria final. 
				Al mismo tiempo que 
				mantenía contactos con el enemigo, Casado también servía como 
				punto de articulación a las diversas organizaciones y partidos 
				que en la zona republicana deseaban apresurar el fin de las 
				hostilidades a cualquier precio y mantenía conversaciones con la 
				CNT, especialmente con Cipriano Mera y con elementos de 
				Izquierda Republicana, Unión Republicana de Madrid, además de 
				buscar la complicidad de otros militares como el general 
				Martínez Cabrera o el coronel Prada.    
				El día 4 de marzo 
				de 1939, encontrándose el consejo de ministros en Elda la radio 
				de Madrid anunciaba que el jefe del Ejército del Centro iba a 
				pronunciar una alocución. Sin embargo cuando llegó la medianoche 
				el locutor no anunció a Casado sino a Besteiro: «Señores 
				radioyentes van ustedes a oír a Don Julián Besteiro, que por su 
				gran popularidad no precisa presentación». Con voz entrecortada 
				Besteiro dijo «que la República estaba decapitada tras la 
				dimisión del presidente Azaña y expresó así sus principales 
				argumentos: el gobierno del señor Negrín, falto de la asistencia 
				presidencial y de la asistencia de toda la cámara, a la cual 
				sería vano dar una apariencia de vida, carece de toda 
				legitimidad. Yo os pido, poniendo en esta petición todo el 
				énfasis de la propia responsabilidad, que en este momento grave 
				asistáis, como nosotros le asistimos, al poder legítimo de la 
				República, que transitoriamente no es otro que el poder militar». 
				 Más tarde habló 
				Casado, que había sido ascendido a general pocos días antes. 
				Empezó dirigiéndose a los españoles de allende las trincheras, 
				definiéndose como militar que jamás intentó mandar a su pueblo, 
				sino servirle en toda ocasión, «porque entiendo que la 
				milicia no es cerebro de la vida pública, sino brazo nacional. 
				Quien os habla juró lealtad a una bandera leal y a ella sigue. 
				Tiene la obligación de luchar por la libertad y la independencia 
				de su pueblo y en defenderlo cifra su mayor orgullo». 
				Ofreció y pidió una paz por España, asegurando que el pueblo no 
				abandonaría las armas mientras no tuviera la seguridad de una 
				paz sin crímenes. 
				Así se formaba la 
				Junta de la paz honrosa o Consejo Nacional de Defensa. En él Besteiro que era la figura de mayor prestigio político se limitó 
				a tomar la consejería de Estado, Casado la de Defensa, Wenceslao 
				Carrillo (padre de Santiago Carrillo) la de Interior. Estos eran 
				los nombres más relevantes de la Junta sin olvidar a Miaja a 
				quien se decidió hacer presidente de la misma en lo que no era 
				en realidad más que un cargo puramente nominal. 
				La noticia del 
				golpe no sorprendió demasiado a Negrín quien desde hacía tiempo 
				sabía que Casado conspiraba contra su gobierno. Antes de dar la 
				partida por pérdida, pensó en hacer un último intento para que 
				hubiese al menos una transmisión formal de poderes. No hubo 
				respuesta a esta proposición pues aunque Casado estuvo pensando 
				en aceptar, Besteiro rechazó cualquier contacto. El último 
				Gobierno de la República había dejado de existir. 
				La alta dirección 
				comunista comprendió que había que asumir la situación real, 
				pero los jefes militares comunistas de Madrid y el comité 
				provincial del partido, que ignoraban la desaparición del 
				gobierno Negrín, respondieron con la violencia al golpe de 
				estado. Y una vez más, en el transcurso de la guerra de España, 
				se dio el caso, tan peregrino como cruel, de que los 
				protagonistas de una rebelión armada acusen de rebelión a 
				aquellos que permanecen fieles a la legalidad constituida. El 
				resultado fue trágico y costó cientos de víctimas hasta que se 
				negoció un alto el fuego el 12 de marzo de 1939 entre los 
				defensores del Comité de Defensa de Casado y quienes no 
				reconocían más legitimidad que la que se depositaba en Negrín y 
				su ya inexistente gobierno. 
				Para entonces 
				Casado había puesto en marcha ya su plan de paz y esperaba poder 
				trasladarse a zona nacional para poder negociar el fin de las 
				hostilidades. Pero la respuesta de Burgos llegó rotunda y 
				descarnada: Rendición incondicional incompatible con negociación 
				y presencia en zona nacional de mandos superiores enemigos. 
				Julián Besteiro el 
				ex presidente de las Cortes y socialista del mayor prestigio se 
				unió al golpe de Casado y permaneció en Madrid hasta ser 
				detenido por los nacionales. 
				Sin un ejército 
				capaz ya de funcionar, a merced de un enemigo que los 
				despreciaba, con una población agotada, desahuciados por las 
				potencias extranjeras, el Consejo aceptó finalmente la rendición 
				sin condiciones, apelando a la generosidad del Caudillo. 
				La paz honrosa se 
				había convertido pues en una rendición incondicional. En 
				Alicante embarcaron los últimos republicanos que tuvieron la 
				suerte de hallar plaza en alguno de los barcos que partían al 
				exilio, y en el puerto quedaron muchos otros para los que no 
				hubo oportunidad de embarcar. Todo había terminado, la República 
				había sido derrotada y la guerra en España tocaba a su fin. 
					ARRIBA      
 
 
					
					 Los siguientes 
					fragmentos que transcribimos del libro «Guerra, exilio y 
					cárcel de un anarcosindicalista» de Cipriano Mera 
					Sanz (Ed. Ruedo Ibérico) son de una gran importancia para 
					conocer con gran detalle el final de la guerra civil, ya que 
					fueron escritos por uno de sus participantes principales. 
				Creación del 
				Consejo Nacional de Defensa  
					
					«En la mañana 
					del día 4 de marzo de 1939, nos reunimos en el domicilio 
					particular del coronel Casado –a donde habíamos enviado 
					previamente una compañía especial de protección– las 
					siguientes personas: Casado, Salgado, Val, Verardini y yo. 
					Estudiamos la situación creada a la luz de los nombramientos 
					establecidos por el doctor Negrín, decidiendo, por no haber 
					otra salida, responder adecuadamente. En primer lugar se 
					proyectó la creación de un Consejo Nacional de Defensa, en 
					el cual participarían hombres de todas las organizaciones 
					sindicales y políticas coincidentes en el propósito de 
					acabar con las trapisondas negrinistas y la hegemonía 
					comunista. Al pensar en los nombres de los posibles 
					participantes, Casado adelantó el de Julián Besteiro, 
					ofreciéndose para hablar personalmente con él. Luego fueron 
					retenidos los siguientes: Wenceslao Carrillo, de la UGT; 
					Eduardo Val y González Marín, de la CNT; del Río, de 
					Izquierda Republicana y San Andrés, de Unión Republicana. Se 
					propuso como sin partido al coronel Casado, y para la 
					presidencia al general Miaja. Alguien tuvo la idea de 
					ofrecer un puesto a Jesús Hernández, ex ministro comunista, 
					pero el desatino no prosperó.  
					Era cosa de 
					obrar rápidamente, a ser posible antes de las cuarenta y 
					ocho horas, pues se tenían noticias de que Negrín y el 
					Partido Comunista intentarían un golpe de fuerza el día 6 o 
					en la madrugada del 7. La situación estaba clara: en torno 
					nuestro se encontraban la UGT y los partidos políticos, 
					exceptuado el comunista; en frente, Negrín no representaba 
					ya a nadie, salvo a sí mismo, contando con el solo sostén de 
					los secuaces de Stalin, los cuales más que secundarlo lo que 
					hacían era servirse de él para ultimar sus manejos 
					hegemónicos. En estas condiciones, nos sentíamos realmente 
					libres de obrar. Había que llenar, pues, el vacío creado.
					 
					El día 5, de 
					madrugada, recibí una llamada telefónica del coronel Casado: 
					me dijo que debía estar a las ocho, junto con Verardini, 
					jefe de mi Estado Mayor, en su puesto de mando. 
					 
					Cuando nos 
					presentamos allí, le encontramos en compañía de Eduardo Val. 
					Tras los saludos habituales, Casado me dijo: 
					 
						
						–El motivo 
						de haberos llamado, amigo Mera, es que hoy, a las diez 
						de la noche, haremos pública la constitución del Consejo 
						Nacional de Defensa. Previamente hay que ultimar varios 
						extremos. La 70 Brigada, por ser de absoluta confianza, 
						deberá ocupar los puntos estratégicos de la capital: 
						Ministerio de la Guerra, Ministerio de Gobernación, 
						Banco de España, Dirección general de Seguridad, etc. 
						Una de las compañías de sus batallones, bien equipada en 
						armas automáticas, se situará en el Ministerio de 
						Hacienda, para que sirva de escolta a nuestro Consejo 
						Nacional. El movimiento de la 70 Brigada se hará con 
						transportes de confianza, salvando los controles de 
						Alcalá de Henares, que es donde tiene su base la 
						Agrupación de Guerrilleros, en manos como sabes de los 
						comunistas. Pondrás a Bernabé López, jefe de esa 
						brigada, a las órdenes directas del Estado Mayor del 
						Ejército del Centro. Por último, entregarás 
						provisionalmente el mando del IV Cuerpo de Ejército a 
						uno de tus jefes de división de mayor confianza. Tu 
						presencia, amigo Mera, es necesaria aquí, al lado del 
						Consejo Nacional de Defensa, por dos motivos: el primero 
						es que, una vez dé a conocer la creación del Consejo por 
						Unión Radio, tú debes de hablar también; el segundo, 
						porque considero que eres el más llamado, llegado el 
						momento oportuno, a hacerte cargo del mando del Ejército 
						del Centro, reemplazándome a mí, ya que he de asumir 
						otras tareas. Es cuanto tengo que decirte y ahora Val 
						quiere, por lo visto, decirte unas palabras. 
						 
						–Perdona, 
						Casado, con tu permiso quiero antes resolver lo más 
						importante.  
					Me dirigí a 
					Verardini diciéndole que se pusiera inmediatamente de 
					acuerdo con el Estado Mayor del Ejército del Centro para 
					ultimar los detalles y al mismo tiempo comunicar al jefe de 
					la 14 División y al de la 70 Brigada que se presentaran en 
					nuestro puesto de mando de Alcohete.  
					Val me dijo: 
					–Encárgate de redactar tu intervención por radio de esta 
					noche. Es necesario que tu voz sea oída por Unión Radio, 
					como ya te lo ha señalado Casado. Y aunque considero que no 
					es necesario advertírtelo procura asegurar tu sector, tanto 
					en el frente como en la retaguardia, para que no se produzca 
					ninguna sorpresa.  
						
						–De 
						acuerdo, Val. Estad seguros de que en el IV Cuerpo de 
						Ejército no habrá sorpresas.  
					Nos despedimos 
					y antes de mediodía regresé con Verardini a Alcohete, donde 
					nos esperaban los jefes de la 14 División y de la 70 
					Brigada, Rafael Gutiérrez y Bernabé López, respectivamente. 
					Les informé de la conversación que había tenido con el 
					coronel Casado, en presencia del compañero Val y a 
					continuación estudiamos la manera de transportar a Madrid a 
					la 70 Brigada y de equipar con armas automáticas a la 
					compañía que debería montar la guardia en el Ministerio de 
					Hacienda. La cuestión más peliaguda que se nos planteaba era 
					salvar el control de Alcalá de Henares y no despertar la 
					curiosidad de las fuerzas estacionadas allí, todas bajo 
					mando comunista. Terminada ésta reunión, cada uno de 
					nosotros se dedicó a cumplir con su correspondiente misión.
					 
					A partir de las 
					doce, me reuní por separado con los mandos de las Divisiones 
					12, 14 y 33, así como con los jefes de las Brigadas 65, 71 y 
					98, unidades pertenecientes a la 17 División mandada por el 
					comunista Quinito Valverde. Acto seguido lo hice con todo el 
					Estado Mayor del IV Cuerpo de Ejército, al que también 
					comuniqué mi entrevista con el coronel Casado y las 
					disposiciones adoptadas. Les señalé que durante mi ausencia, 
					el Cuerpo de Ejército quedaría al mando de Liberino 
					González, que era el jefe de la 12 División, decisión que 
					fue acogida con agrado por todos. Igualmente designé al 
					comandante Esteller para que reemplazara a Verardini al 
					frente del Estado Mayor.  
					Mi entrevista 
					con Liberino fue más franca. Le di cuenta de todo lo 
					decidido con el coronel Casado, anunciándole también de que 
					por la noche se proclamaría públicamente la constitución del 
					Consejo Nacional de Defensa, que substituiría al llamado 
					gobierno Negrín. Le comuniqué la composición del mismo, y 
					por último le expliqué las razones por las cuales había 
					decidido que fuere él mi reemplazante al mando del IV Cuerpo 
					de Ejército. Añadí:  
						
						–Estaré 
						aquí hasta cerca de las nueve de la noche, de manera que 
						tengas tiempo para informar a los mandos de confianza y 
						puedas entregar la 12 División a alguien de quien puedas 
						responder. ¿Tienes algo que objetar, algo que 
						manifestarme?  
						–No, en 
						absoluto.  
						–Entonces, 
						de acuerdo. ¡Ah!, otra cosa que cabe hacer: para evitar 
						cualquier sorpresa por parte de los comunistas, hay que 
						convocar por escrito al gobernador civil, Cazorla, y al 
						secretario provincial del Partido Comunista, los cuales 
						sabrán ya por sus propios conductos lo que sucede. Pero 
						es igual; vendrán a la cita. La hora de la misma será 
						las nueve de la noche. Como yo estaré en Madrid, tú les 
						dirás que me aguarden. Entre tanto, oirán por la radio 
						la creación del Consejo. Pero no los dejes partir.
						 
					Procura no 
					emplear la violencia; de esta manera no nos crearán 
					problemas en la retaguardia. Igualmente hay que lograr que 
					el jefe de la 17 División quede aislado en su puesto de 
					mando. Ya me encargaré yo de informar a los jefes de sus 
					tres brigadas, recalcándoles que solamente tendrán que 
					obedecerte a ti. ¿De acuerdo, Liberino? ¿Qué te parece el 
					plan?  
						
						–Muy bien, 
						Mera, muy bien.  
					Al jefe de la 
					33 División, José Luzón, que se había hecho cargo de la 
					misma provisionalmente, le informé en líneas generales de lo 
					que preparábamos, ya que conocía lo fundamental. Le 
					recomendé hablara con los mandos de sus tres brigadas y 
					demás jefes de confianza, para ponerles al corriente de lo 
					que se avecinaba, y le comuniqué que me reemplazaría 
					Liberino González. Asimismo estuvo de acuerdo en todo.
					 
					Me entrevisté a 
					continuación con el comandante Rubio, que mandaba la 71 
					Brigada. Como era socialista, le suponía enterado más o 
					menos de lo que pasaba. De todas las maneras amplié la 
					información. Le planteé el caso de la 17 División, de la 
					cual él dependía. Me respondió:  
						
						–A este 
						respecto puedes ir te tranquilo, Mera. Quinito Valverde 
						no intentará inmiscuirse en mi Brigada y si lo intenta, 
						peor para él. Lo que hace falta es que el nuevo Consejo 
						acierte, que es lo que más nos interesa a todos. 
						 
					Me reuní luego 
					con Rafael Gutiérrez, jefe de la 14 División, el cual me 
					informó del movimiento hacia Madrid de la 70 Brigada. 
					Resulta algo lento porque se ven obligados a evitar el 
					control de Alcalá de Henares, pero creo que llegará a 
					tiempo.  
					Le señalé que 
					quedaría a las órdenes de Liberino González, mi 
					reemplazante, con la esperanza de que le sería tan leal como 
					lo fue siempre respecto a mí:  
						
						–Descuida, 
						Mera; Liberino me tendrá a su entera disposición. 
						 
						–Muy bien, 
						Gutiérrez. Como ya se hace tarde, te ruego te desplaces 
						a la 98 Brigada e informes al compañero Pedraza de lo 
						que va a suceder esta noche y que sólo debe obedecer a 
						Liberino.  
						–Lo haré 
						ahora mismo, para no perder un solo instante. 
						 
					Nos quedamos en 
					mi despacho Verardini y yo, para redactar mi intervención 
					por radio de esta noche. A las ocho, como convenido, se 
					presentó Liberino González. Telefoneé entonces a Cazorla, 
					citándole para las nueve en compañía del secretario 
					provincial de su partido. Me prometió venir a verme a la 
					hora señalada.  
					Inmediatamente 
					partimos Verardini y yo para Madrid. A las nueve, un poco 
					pasadas, llegamos al Ministerio de Hacienda. Allí estaba 
					Casado con los que habrían de componer el Consejo Nacional 
					de Defensa. Les di cuenta de las medidas adoptadas en el IV 
					Cuerpo de Ejército y pregunté a Casado:  
						
						–¿Qué 
						medidas has tomado con los otros tres Cuerpos? 
						 
						–Ninguna 
						–me contesta–, ya que lo haré después de la declaración 
						de la constitución del Consejo.  
						–Me parece, 
						amigo Casado, que tendrás sorpresas. Esas medidas hay 
						que adoptarlas antes y no después, creo yo. 
						 
					Quedó cortado 
					por ambos el breve diálogo. Llegada ya a Madrid la tan 
					esperada 70 Brigada, se decidió hacer pública la creación 
					del Consejo. Nos adelantamos hacia los micrófonos de Unión 
					Radio los designados para hablar. Besteiro, abandonó su 
					prolongado silencio para especificar los motivos de nuestra 
					decisión, recalcando que el grupo de Negrín no contaba con 
					la menor base legal, denunciando sus veladuras a la verdad, 
					sus propuestas capciosas, su fanatismo partidista y su 
					sumisión a órdenes extrañas. El coronel Casado se dirigió, 
					sobre todo, a los españoles de la otra zona, la dominada por 
					el franquismo, para aclararles el verdadero sentido de 
					nuestra guerra y pedirles su colaboración para el 
					establecimiento de una paz sin represalias ni odios, que 
					asegure la independencia de España. Por mi parte, manifesté 
					que la pérdida de Cataluña me había resultado, además de 
					dolorosa, inexplicable, hasta que tuve el convencimiento de 
					que había sido precedida por la traición de unos hombres 
					dispuestos a vender la sangre generosa del pueblo español. 
					Finalmente, el republicano San Andrés leyó el manifiesto del 
					Consejo Nacional de Defensa, en el que se puntualizaban los 
					motivos de nuestra decisión, derivada de la necesidad de 
					acabar con la conducta suicida de un puñado de hombres que 
					continuaba titulándose gobierno, pero en los que nadie creía 
					ni confiaba.  
				La sublevación 
				comunista  
					
					Después de 
					finalizadas nuestras intervenciones a través de Unión Radio 
					el coronel Casado tanteó por teléfono a los jefes de los 
					otros tres Cuerpos de Ejército, los coroneles Barceló, Bueno 
					y Ortega. Asimismo conversó por teléfono con Negrín, Hidalgo 
					de Cisneros y el coronel Camacho, que habían escuchado el 
					manifiesto del Consejo radiado al país. El doctor Negrín 
					proponía llegar a un arreglo; Hidalgo de Cisneros también 
					trataba de mostrarse conciliador; solo Camacho se puso a 
					disposición incondicional del Consejo de Defensa. 
					 
					La situación no 
					era nada favorable. Los jefes del I, II y III Cuerpos de 
					Ejército tergiversaban, sin duda en espera de órdenes 
					concretas del Partido Comunista. Los blindados, guardias de 
					Asalto y Aviación estacionados en el Centro estaban en su 
					mayor parte en manos de los comunistas. También lo estaba la 
					Agrupación de Guerrilleros estacionada en Alcalá de Henares, 
					es decir, a las puertas de Madrid. En realidad, únicamente 
					contábamos con nuestro IV Cuerpo de Ejército, puesto que si 
					bien los jefes de los Ejércitos de Levante, Extremadura y 
					Andalucía se habían puesto del lado del Consejo, se hallaban 
					lejos y contaban en su seno con bastantes mandos sometidos 
					al Partido Comunista. Comenzaban, pues las sorpresas que yo 
					le había anunciado al coronel Casado, que pecaba de un 
					optimismo excesivo. Fue evidente error, como pudo verse en 
					seguida, no haber tomado con tiempo las medidas necesarias. 
					Ahora habría que apechugar con unos obstáculos en los cuales 
					no se había pensado. El coronel Casado se equivocó al 
					considerar que jugaría la solidaridad entre militares 
					profesionales; no había contado con los efectos de la labor 
					de zapa que los comunistas habían llevado pacientemente a 
					cabo entre los jefes militares.  
					En la madrugada 
					del día 6 de marzo se sublevaron contra el Consejo de 
					Defensa como si dieran la señal, las Divisiones 7 y 8, así 
					como la 42 Brigada mixta unidades dependientes del II Cuerpo 
					de Ejército. Inmediatamente, el coronel Barceló, jefe del I 
					Cuerpo estacionado en el frente de la Sierra se proclamó por 
					sí y ante sí jefe del Ejército del Centro, al mismo tiempo 
					que anunciaba su marcha sobre Madrid sacando fuerzas de las 
					propias trincheras. La 42 Brigada, sin hallar el menor 
					obstáculo, ocupó Fuencarral, Tetuán de las Victorias, Cuatro 
					Caminos y, pasando por la calle de Ríos Rosas, los Nuevos 
					Ministerios situados en la cabecera del Paseo de la 
					Castellana. También se nos informó que se habían sublevado 
					la Agrupación de Guerrilleros y la base de tanques en Alcalá 
					de Henares.  
					Las fuerzas de 
					guerrilleros, protegidas por tanques, tomaron el pueblo de 
					Torrejón, donde se encontraba la 5 Brigada de Carabineros 
					con tres de sus batallones, los cuales se pusieron a 
					disposición de los sublevados. (El otro batallón de 
					Carabineros se hallaba, junto con dos batallones más de 
					nuestra 70 Brigada, protegiendo el Estado Mayor del Ejército 
					del Centro.) Luego, avanzaron por la carretera general 
					Madrid-Zaragoza, llegando hasta el puente de San Fernando, 
					sobre el Jarama. Esta era la situación hacia las cinco de la 
					tarde, hora a la cual el coronel Casado me pidió que fuese 
					con Verardini al puesto de mando (Posición Jaca) del Estado 
					Mayor, al objeto de ayudar al coronel Otero que se 
					encontraba algo indispuesto. Serían las seis cuando nos 
					pusimos a las órdenes de Otero, el cual nos informó que 
					había mantenido una conversación con las fuerzas 
					guerrilleras, las cuales le afirmaron no querer enfrentarse 
					con las del Consejo. Nos dijo también que los guerrilleros 
					le expusieron sus deseos de parlamentar con el coronel 
					Casado, y como éste exigiera que primero depusieran las 
					armas, los mandos de los guerrilleros pidieron un plazo de 
					dos horas para dar una respuesta, plazo que les fue 
					concedido. 
					Una vez 
					informado, en presencia de todo el Estado Mayor, le dije al 
					coronel Otero:  
						
						–Mi 
						coronel, los guerrilleros han pedido ese plazo para 
						ganar tiempo y poder ocupar este puesto de mando. 
						 
						–No lo 
						creo, Mera.  
						–Pues yo 
						sí, y sin perder un instante me puse en comunicación con 
						mi IV Cuerpo:  
						–¿Quién 
						está al aparato? Soy Mera.  
						–Aquí el 
						comandante Esteller, a tus órdenes.  
						–¿Dónde 
						está Liberino?  
						–Ahora 
						llega; te lo paso.  
						–Soy 
						Liberino. ¿Qué deseas?  
						–Mira, hace 
						media hora que estoy en la Posición Jaca, donde el 
						coronel Otero me ha dicho que los guerrilleros pidieron 
						y obtuvieron de Casado un plazo de dos horas, para 
						decidir su posición. ¿Dónde se encuentra a estas horas 
						la 14 División?  
						–Pues en 
						las proximidades de Alcalá de Henares, pero han hecho un 
						alto por orden del coronel Casado. Me parece que esto es 
						dar facilidades a los «chinos».  
						–De 
						acuerdo, Liberino. Mira, cumple lo que Casado te ha 
						ordenado; pero dedica ese tiempo a acumular todas tus 
						reservas en las inmediaciones de Alcalá de Henares y 
						dile a Esteller que refuerce al máximo la agrupación de 
						Artillería para que sirva de apoyo a nuestras fuerzas. 
						Debes actuar con rapidez, ya que la situación sin ser 
						crítica tampoco es halagüeña.  
						–No te 
						preocupes, Mera, que llegado el momento daremos a los 
						«chinos» el repaso que merecen.  
					Pasadas las dos 
					horas comprobamos que las comunicaciones habían sido 
					cortadas por los guerrilleros, lo cual nos impedía la 
					relación con el IV Cuerpo. El coronel Otero se lo notificó a 
					Casado. En este estado un poco nervioso, por no saber lo que 
					acontecía con nuestras fuerzas en Alcalá de Henares, 
					entramos en el día 7 y nos dieron las cuatro de la 
					madrugada.  
					A esa hora, 
					hallándonos reunidos Verardini y yo con los coroneles Otero, 
					Pérez Gazolo y Fernández Urbano, el teniente coronel Villal, 
					el capitán Artemio García y los tenientes Dalda y Corella, 
					nos comunicaron que el batallón de Carabineros de la 5 
					Brigada, que ocupaba la parte noroeste de la Posición Jaca, 
					donde nos encontrábamos, nos había traicionado y se había 
					pasado a la Agrupación de Guerrilleros; los otros dos 
					batallones de la 70 Brigada se defendían bien, pero estaban 
					rodeados por los sublevados. La situación del Estado Mayor 
					del Ejército del Centro se complicaba con el peligro de ser 
					ocupado por los comunistas. El coronel Otero me pidió que 
					comprobara esa información. Salí acompañado de Verardini, 
					Villal, García y Corella, y, en efecto, era cierta la 
					amenaza que corría el Estado Mayor. Encargué, pues, a Villal 
					y a Corella que fuesen en seguida a notificar a sus 
					compañeros la necesidad de evacuar el puesto de mando 
					inmediatamente. Como pasaban unos minutos preciosos y no 
					regresaban, me fui yo mismo al puesto de mando y dije a los 
					presentes:  
						
						–Vengan 
						conmigo. Aquí ya no hay nada que hacer y dentro de cinco 
						minutos los comunistas se habrán apoderado de las 
						oficinas.  
						–Sí –me 
						contestan– ahora vamos.  
					Aguardamos unos 
					instantes y el único que se nos incorporó fue el teniente 
					Corella, el cual tuvo que abrirse camino a tiros, resultando 
					herido en un brazo aunque de poca gravedad. 
					 
					El citado 
					Corella, Verardini, Artemio García, Dalda y yo, nos fuimos a 
					uña de caballo. Mientras los tanques y fuerzas guerrilleras 
					avanzaban sobre Canillejas, nosotros, a campo traviesa, 
					pudimos llegar hasta donde estaban los servicios de 
					Transportes del Ejército del Centro, mandados por cierto por 
					un comandante llamado Salinero, también comunista. Desde 
					allí me puse en comunicación telefónica con Casado, al que 
					informé de la situación, refiriéndole lo ocurrido en la 
					Posición Jaca. Con gran asombro por mi parte, Casado me 
					respondió:  
						
						–En Jaca no 
						ocurre nada, Mera. Debes ir allí.  
						–Escúchame, 
						Casado: ¿te has informado bien?  
						–Claro que 
						sí.  
						–Bien, 
						salgo ahora para Jaca, pero has de saber que te han 
						informado mal y que ese puesto de mando está en manos de 
						los comunistas.  
					Di por 
					terminada la conversación. Ordené a Salinero pusiera a mi 
					disposición un coche, cosa que hizo. Y sin dar la menor 
					explicación a los que me acompañaban, salimos todos hacia la 
					Posición Jaca. Les advertí, sin embargo, que debían estar 
					alerta, pues íbamos a tropezar con los comunistas. Medio 
					kilómetro más adelante nos cruzamos con dos tanques y luego 
					a unos doscientos guerrilleros; detrás vimos un batallón de 
					Carabineros. Avanzaban hacia a Madrid. Cuando llegamos a la 
					altura de los carabineros ordené a nuestro chofer que diese 
					la vuelta al coche y parara, dejando el motor en marcha. 
					Descendimos Verardini y yo, preguntando a la tropa: 
					 
						
						–¿Sois 
						vosotros los que habéis ocupado el puesto de mando del 
						Estado Mayor?  
						–Sí. 
						 
						–Pues 
						adelante, muchachos; pronto llegaréis a Madrid. 
						 
					Subimos 
					nuevamente al coche mostrando la mayor tranquilidad y 
					arrancamos hacia la capital, cruzando otra vez a los 
					guerrilleros y a los dos tanques. Una vez en el Ministerio 
					de Hacienda, di cuenta al coronel Casado de lo acontecido. 
					Sólo me respondió:  
						
						–Muy bien, 
						Mera. Celebro tu llegada pues eres necesario aquí en 
						estos momentos. Hoy es uno de los días más difíciles 
						para nosotros. Si, como espero, los comunistas faltan de 
						decisión, tendremos tiempo para rehacernos y preparar la 
						contraofensiva contra ellos.  
					En el 
					Ministerio de Hacienda reinaba un clima bastante enrarecido, 
					debido al error cometido por el coronel Casado al no 
					destituir a su debido tiempo a los tres jefes de Cuerpo de 
					Ejército sometidos a los comunistas. La creación del Consejo 
					había resultado fácil, pero su mantenimiento ya no lo era 
					tanto. No faltaban, pues, los carentes de ánimos para 
					continuar la lucha.  
					Julián Besteiro, 
					enfermo, se encontraba acostado en un camastro en los 
					sótanos del Ministerio de Hacienda. Consideramos natural 
					ofrecernos para conducirle a su domicilio, donde estaría más 
					cómodo y mejor atendido. Pero se negó, diciéndonos: 
					 
						
						–Me he 
						comprometido a cumplir una misión con el Consejo y la 
						cumpliré hasta los últimos instantes.   
					El general 
					Miaja, por su parte, presidente del Consejo, se disponía a 
					visitar algunos frentes de Madrid, para estimular a nuestras 
					tropas en favor de dicho Consejo. El general Matallana, que 
					días antes había sido detenido en Elda (Alicante) por orden 
					de Negrín y puesto luego en libertad merced a las amenazas 
					del coronel Casado, quería acompañar a Miaja. Le convencimos 
					que no lo hiciera y se quedara con nosotros. 
					 
					Las 
					comunicaciones telefónicas no funcionaban con regularidad, 
					lo cual nos producía bastantes trastornos. Consulté con 
					Casado, proponiéndole irme al Ministerio de Marina, donde 
					estaban las comunicaciones del SIM, y sabía que funcionaban 
					normalmente. Se mostró de acuerdo y me dirigí al Ministerio 
					de Marina, acompañado de Artemio García. El jefe del SIM, 
					Ángel Pedrero, puso a mi disposición todos sus servicios de 
					comunicaciones. Gracias a ellos logré en seguida entrar en 
					relación con Liberino González, el cual me dio cuenta de la 
					situación del IV Cuerpo. Yo le dije:  
						
						–Escúchame, 
						Liberino. Da las oportunas órdenes para movilizar 
						nuestras fuerzas de reserva y hacerlas venir a Madrid 
						sin perder un instante, salvando todos los obstáculos. 
						Reúnelas y ponlas al mando de Gutiérrez y de Luzón para 
						venir a ayudarnos, pero no saques un solo hombre de las 
						primeras líneas de fuego. 
					Dos horas 
					después, Liberino me telefoneó para anunciarme que se habían 
					apoderado de Alcalá de Henares y que se encontraban en el 
					Puente de San Fernando, sobre el Tajuña, de nuevo parados 
					por orden de Casado. Telefoneé a éste para pedirle 
					aclaraciones y me dijo que se había hecho a petición del 
					coronel Ortega, pero que ya había dado órdenes de continuar 
					el avance sobre Madrid.  
					Esta misma 
					noche me puse en relación con todos los Ateneos libertarios 
					de Madrid, diseminados por las distintas barriadas, en los 
					cuales se hallaban fuerzas de la 70 Brigada. Les recomendé 
					mucha vigilancia. Lo mismo hice con las tropas de esa 
					brigada que defendían el Palacio de Comunicaciones, el Banco 
					de España y el Ministerio de la Guerra, las cuales se vieron 
					obligadas a defenderse de cuatro o cinco ataques de los 
					rebeldes, a los que lograron inutilizar varios tanques, 
					teniendo los comunistas que replegarse a las construcciones 
					de los Nuevos Ministerios. El Ministerio de Marina estaba 
					bien defendido por la gente del SIM, al mando de Pedrero.
					 
					El día 8 
					comenzó en la misma situación de incertidumbre del anterior. 
					Pero, por mi parte, tenía plena confianza en los mandos de 
					mis unidades. Hacia las ocho de la mañana, me informó 
					Esteller que el Puente de San Fernando estaba en nuestras 
					manos, habiendo cogido prisioneros a unos quinientos 
					carabineros; también me dijo que ya se encontraban a la 
					vista de la Alameda de Osuna, que es donde estaba la llamada 
					Posición Jaca. Les señalé que prestasen atención a su flanco 
					derecho, por donde podían llegar los del I Cuerpo de 
					Ejército mandados por Barceló. A las nueve y media fue 
					Liberino González quien me anunció que la Posición Jaca 
					había caído en nuestro poder y que pronto ocuparíamos 
					Barajas, habiéndose rendido ya de cuatro o cinco mil 
					hombres. Les ordené que continuaran el avance a marchas 
					forzadas, dejando atrás Canillejas por no haber allí fuerza 
					alguna. También les advertí que los ataques podrían ser más 
					duros al día siguiente, pues, tropezaríamos con las mejores 
					unidades comunistas.  
					La situación, 
					pues, iba mejorando lentamente en nuestro favor, y si bien 
					la lucha debía tomar mayor violencia en Madrid en los días 
					próximos, ya no nos encontraremos solos o casi solos, como 
					ocurrió el primer día de la sublevación comunista. Gracias 
					al coronel Gascón contamos con apoyo de la Aviación; también 
					se ha formado una unidad republicana al mando del coronel 
					Armando Álvarez, integrada por fuerzas heterogéneas, que se 
					encargará de la lucha en las calles de la capital, y sobre 
					todo, ya se aproximan las tropas mandadas por Liberino 
					González, en que pongo todas mis esperanzas. Por otra parte, 
					los sublevados habían sufrido un rudo golpe al conocer la 
					noticia de la huida a Francia de Negrín y de los principales 
					dirigentes comunistas, entre los cuales figuraba la 
					Pasionaria, que tanto eco tuvo con aquello de «más vale 
					morir de pie que vivir de rodillas», pero que a la hora de 
					la verdad eligió tranquilamente una tercera solución: 
					largarse en avión. Esa fuga vergonzosa fue el punto final de 
					su cacareada resistencia.  
					El día 9 las 
					fuerzas de Liberino y de Luzón ocuparon Barajas y el 
					aeródromo. Pero se tropezó con la oposición de los 
					sublevados en Ciudad Real. Continuó el doble juego de las 
					discusiones y de los aplazamientos, lo cual nada informé a 
					la columna del IV Cuerpo. Al contrario, le insté a que 
					aceleraran aún más su avance hacia la capital, sin perder un 
					solo instante en paros o descansos. Luego, en el Ministerio 
					de Hacienda, cambié impresiones con el coronel Casado, 
					comunicándole la situación de nuestra columna e 
					insistiéndole en que no había que perder el tiempo en 
					parlamentar. ¡O con nosotros o contra nosotros! Casado me 
					aseguró que se había conseguido paralizar a los sublevados 
					en el interior de Madrid.  Con esta impresión optimista 
					regresé a mi puesto de mando, en el Ministerio de Marina.
					 
					A las seis de 
					la mañana del día 10 me comunicaron que El Cubillo y la 
					parte norte de Guadalajara estaban totalmente asegurados, 
					desapareciendo el temor de que los sublevados del I Cuerpo 
					de Ejército, partiendo de su base en Torrelaguna, pudieran 
					meternos una cuña por esa zona. Seguidamente di orden a 
					nuestra columna de ocupar con la mayor rapidez posible 
					Canillas, Hortaleza y Ciudad Lineal, para caer luego sobre 
					Fuencarral. Durante las operaciones fue gravemente herido el 
					comisario de 12 División, Asensio, de filiación socialista, 
					uno de los mejores elementos del IV Cuerpo; murió poco 
					después, con gran pesar de cuantos lo tratamos. A las diez 
					de la noche todos los objetivos, salvo Fuencarral, fueron 
					alcanzados, haciéndose unos seis mil prisioneros. Una 
					compañía llegó incluso hasta la plaza Manuel Becerra, 
					ocupando toda la barriada a la una de la madrugada, hora en 
					que se detuvo el avance.  
					La situación 
					comenzaba a cambiar radicalmente a nuestro favor. Se rindió 
					el cuartel general del II Cuerpo de Ejército, que mandaba el 
					coronel Ortega. Este, una vez más, se ofreció como mediador, 
					afirmando que el resto de las fuerzas sublevadas se 
					rendirían igualmente en cuanto se garantizase la vida de sus 
					jefes y se ofreciera un puesto en el Consejo Defensa al 
					Partido Comunista. ¡Casi nada! Todo cuanto podía 
					ofrecérseles era no llevar a cabo represalias, salvo en lo 
					concerniente a los responsables del fusilamiento de los 
					coroneles José Otero, Arnaldo Fernández Urbano y José Pérez 
					Gazolo, aprehendidos por los sublevados en el puesto de 
					mando del Estado Mayor del Ejército del Centro, que no 
					habían evacuado no obstante mis reiteradas advertencias.
					 
					El día 11, a la 
					una y media, recibí la comunicación de haber sido ocupado 
					Fuencarral, que defendía una Brigada mixta comunista, la 
					cual se retiró en dirección a El Pardo. Nuestra 83 Brigada, 
					que se había traído precipitadamente de Levante, tenía que 
					entrar en el centro de Madrid por El Retiro y las Ventas, 
					pero se le dio orden de ir a la plaza Manuel Becerra, donde 
					ya teníamos un batallón de la 35 Brigada. Ante estos 
					refuerzos, los adversarios de aquel sector emprendieron la 
					huída.  
					En cambio, en 
					Fuencarral, los comunistas que habían sacado la noche 
					anterior del frente a la 99 Brigada lograron apoderarse 
					nuevamente del pueblo y hacer prisionero a uno de nuestros 
					batallones. Las fuerzas al mando de Liberino González 
					concentraron allí sus esfuerzos, consiguiendo recuperar 
					Fuencarral tras previa preparación artillera. Los 
					sublevados, completamente desmoralizados, huyeron unos hacia 
					la Sierra, volando a su paso el puente de la carretera de 
					Burgos, y otros buscaron refugio en los Nuevos Ministerios, 
					al final de la Castellana. Hacia ahí convergieron nuestras 
					fuerzas. Se defendieron los sublevados con ametralladoras 
					desde todos los huecos de los edificios, pero el tiro 
					directo de nuestra artillería les obligó a rendirse. Al 
					finalizar la operación, quedaron en nuestro poder cerca de 
					veinte mil prisioneros, varios tanques, tanquetas, piezas de 
					artillería y antitanques. El resto de la jornada se empleó 
					en acabar los focos de resistencia.  
					Durante todos 
					estos días, permanecí en el Ministerio de Marina, en 
					compañía de Ángel Pedrero, jefe del SIM, gracias al cual 
					pude relacionarme con el IV Cuerpo de Ejército en los 
					momentos críticos en que nos encontramos sin medios de 
					comunicación telefónica, y preparar así la marcha sobre 
					Madrid de sus fuerzas. El Ministerio de Marina, atacado 
					repetidas veces, incluso con morteros del 81, fue defendido 
					exclusivamente por el SIM. Junto conmigo permanecieron mis 
					dos enlaces, y los únicos miembros del IV Cuerpo que nos 
					encontramos allí fuimos nosotros tres.  
					El 12 de marzo, 
					ya totalmente vencida la sublevación, consideré que mi 
					misión en Madrid quedaba cumplida. Pedí al coronel Casado la 
					autorización de reintegrarme a mi puesto de mando del IV 
					Cuerpo, en Guadalajara, cosa que hice al mediodía. Acto 
					seguido di las oportunas órdenes para que en las próximas 
					veinticuatro horas se reintegraran a sus bases todas las 
					fuerzas pertenecientes a nuestro IV Cuerpo que habían sido 
					trasladadas a Madrid. Había que actuar con rapidez, pues el 
					frente que ocupábamos podía ser atacado de un momento a otro 
					por las tropas franquistas. En los días anteriores, el 
					enemigo permaneció a la expectativa, esperando que la 
					sublevación comunista, provocando la matanza entre los 
					propios antifascistas, les entregara Madrid en bandeja. No 
					cabe, pues, negar que la intentona de los comunistas 
					impidiera al Consejo Nacional de Defensa negociar con el 
					enemigo en condiciones ventajosas o en todo caso menos 
					precarias.  
					En la tarde del 
					mismo día 22 fui llamado por el coronel Casado a su puesto 
					en el Ministerio de Hacienda. Al presentarme ante él, me 
					manifestó que me iban a ascender a coronel. Mi sorpresa fue 
					tan grande como mi desagrado. Así se lo dije, sin tapujo 
					alguno:  
						
						–El mayor 
						mal que me puedes hacer es ése, por dos motivos 
						capitales: primeramente, la de estos días no puede 
						considerarse como una operación frente al enemigo; en 
						segundo lugar, la guerra toca a su fin y resulta de mal 
						gusto, a estas alturas, ascender a nadie, sobre todo a 
						mí.  
					Este pequeño 
					incidente tuvo lugar en presencia de mis compañeros Eduardo 
					Val y González Marín. Casado se apresuró a decir que, ante 
					mi actitud, tal ascenso no tendría lugar, por lo que podía 
					irme tranquilo.  
					A decir verdad 
					no me fui nada tranquilo, sino más bien disgustado. Me 
					pregunté una y mil veces qué mosca le había picado al 
					coronel Casado, qué era lo que se proponía si en realidad se 
					proponía algo, cosa que yo no atisbaba a comprender. En todo 
					caso se me antojaba propósito de mal gusto. Llegué a 
					preguntarme si Casado no se proponía atarme a su persona 
					mediante el agradecimiento. Me conocía mal, me dije. 
					 
					El 13, a las 
					nueve de la mañana, celebré una reunión con todos los 
					miembros del Estado Mayor del IV Cuerpo de Ejército. Quedó 
					comprobado que ya se habían incorporado todas nuestras 
					unidades a sus bases respectivas, salvo la 70 Brigada que 
					permanecía a disposición del Ejército del Centro y de un 
					batallón de la 35 Brigada que debía regresar al día 
					siguiente. El jefe de los servicios de Información nos 
					comunicó que el enemigo concentraba fuerzas en su 
					retaguardia, lo cual nos imponía acrecentar nuestra 
					vigilancia. El jefe de Intendencia nos informó a su vez que 
					el IV Cuerpo contaba con abastecimientos para diez días, por 
					lo que le recomendé que se hiciese cargo de todas las 
					granjas dependientes del Cuerpo de Ejército para asegurar el 
					suministro de las tropas. El jefe de Sanidad afirmó poder 
					cubrir las necesidades con el material de que disponían; en 
					fin, el de Ingenieros no suscitó problema particular alguno.
					 
					A la una se 
					presentaban en nuestro Cuartel General el recién nombrado 
					Jefe del Ejército del Centro, coronel de Infantería Manuel 
					Prada, acompañado del comisario del mismo, a quienes di 
					cuenta de la situación del IV Cuerpo. Más tarde nos 
					encerramos en mi despacho a conversar, y el coronel Prada 
					con aires de resignación, me dijo:  
						
						–Parece que 
						estoy condenado a hacerme cargo de puestos de 
						responsabilidad máxima cuando todo está ya perdido. Eso 
						me ocurrió en el Norte y es lo que me toca ahora en el 
						Centro...  
				Los últimos 
				momentos  
					
					En la mañana 
					del 26 de marzo de 1939 conversé en mi oficina con Esteller 
					respecto a la evacuación de Madrid de nuestras familias 
					respectivas. Me dijo que por la noche o al día siguiente de 
					madrugada saldrían todos para Lorca. No podíamos hacer menos 
					por los nuestros, que habían aguantado toda la guerra en 
					Madrid en las pésimas condiciones de la mayor parte del 
					vecindario. Más tarde se fueron presentando separadamente 
					los jefes de las divisiones, con los que iba cambiando 
					impresiones sobre la situación reinante, cada vez más 
					confusa por no recibir la menor información del Consejo. 
					Hablé luego con el capitán de la compañía que montaba la 
					guardia en nuestro Cuartel General, el cual me aseguró que 
					su gente era de toda confianza. A las cinco fui llamado por 
					el jefe del Ejército del Centro, coronel Prada, anunciándome 
					haber convocado a todos los jefes del Cuerpo. 
					 
					Me dirigí en 
					seguida a Madrid. Una vez todos reunidos, Prada manifestó 
					que, según sus informes las fuerzas del II Cuerpo que ocupan 
					el sector de la Bombilla fraternizaban abiertamente con las 
					del enemigo: fumaban juntos e intercambiaban cosas los 
					soldados de uno y otro bando. El coronel temía que la 
					propagación de estos hechos acarreara el derrumbamiento del 
					frente. El jefe del II Cuerpo, teniente coronel Zulueta, 
					trató de justificar la situación y quitarle importancia, 
					afirmando que esas mismas fuerzas nuestras que fraternizaban 
					con el enemigo obedecerían las órdenes que recibieran. Se 
					estableció un diálogo entre ambos jefes, y los demás 
					guardamos silencio. Por fin intervine yo para decir. 
					 
						
						–Mi 
						coronel: si esto es el principio, ¿cómo será el final?
						 
					Prada no 
					respondió a mi pregunta, pero insistió cerca del teniente 
					coronel Zulueta para que pusiera el mejor empeño en terminar 
					de una vez con esa fraternización.  
					Me marché luego 
					a la calle Serrano para entrevistarme con el Comité de 
					Defensa de la CNT. Allí encontré a los compañeros Val, 
					González Marín, Salgado y García Pradas. Hablamos e incluso 
					discutimos un momento con calor respecto a la situación y el 
					desenlace que podía tener. Les puse al corriente de la 
					retirada que había de comenzar al día siguiente por la 
					noche. Val me pidió que siguiera de cerca el repliegue de la 
					33 División y le informase una vez finalizado. Le contesté 
					que tal era mi intención y que por eso le había ido a ver. 
					Me despedí de todos ellos y regresé a mi Cuartel General.
					 
					Inicié la 
					jornada capital del 27 poniéndome en comunicación telefónica 
					con los jefes de las divisiones y algunos de las brigadas, 
					para conocer la situación exacta en los sectores que 
					ocupaban. A las once de la mañana, acompañado de Verardini y 
					del jefe de la 33 División –la primera que debía evacuar– 
					salí para Madrid. En el Ministerio de Hacienda me entrevisté 
					con el coronel Casado, al cual hice conocer el proyecto 
					establecido para el repliegue de las unidades de la citada 
					división. Casado expresó su acuerdo y me dijo que lo pasara 
					al jefe del Ejército del Centro para que lo convirtiese en 
					orden. Así hice. El coronel Prada lo leyó, añadió algunas 
					observaciones y dispuso que el proyecto fuera transformado 
					por el Estado Mayor en orden de repliegue. Noté que 
					abundaban por allí los mandos y comisarios, todos los cuales 
					se movían de un lado para otro de manera algo autómata, como 
					si su pensamiento estuviera en otra parte. También se veían 
					no pocas caras pálidas, desencajadas. Daban una triste 
					impresión de hombres derrotados.  
					Cuando la orden 
					estuvo lista, tanto a Casado como a Prada, les manifesté mi 
					propósito de permanecer en la 33 División hasta que quedase 
					cumplida la evacuación. Casado opuso algunos reparos a que 
					yo hiciese eso, pero al final accedió. Debo dejar constancia 
					igualmente de una conversación sostenida, en presencia de 
					Casado, con Besteiro, el cual nos había manifestado su 
					decisión de permanecer en Madrid fuese lo que fuese. 
					 
					Le dije que 
					debíamos seguir la misma suerte, o sea evacuar o quedarnos 
					juntos. El veterano socialista respondió:  
						
						–Nuestras 
						responsabilidades, Mera, no son comparables. Yo no he 
						tenido función alguna en la guerra, a no ser la de estos 
						últimos momentos en que he tratado, junto con ustedes, 
						de evitar a nuestro pueblo mayores sufrimientos. Pueden 
						hacer conmigo los vencederos lo que les plazca. Me 
						detendrán, pero quizá no se atrevan a matarme. En 
						cambio, con usted, Mera, lo mismo que con el coronel, no 
						titubearán.  
					Me permití 
					decirle que desde el 19 de julio me había estado jugando la 
					vida y que, naturalmente, no esperaba salvarla al caer en 
					manos de los fascistas. Al contrario, estimaba que, 
					fracasada nuestra tentativa de obtener las mínimas garantías 
					de salvación para los combatientes leales y los militantes 
					más comprometidos, mi deber consistía en afrontar la derrota 
					al lado de los compañeros. Entonces Besteiro declaró: –Le 
					honra su actitud, Mera; pero, créame, eso no es ahora nada 
					razonable. Yo, como sabe, soy profesor de Lógica y veo el 
					problema de otra manera. En los momentos graves es cuando 
					debemos mostrar mayor serenidad para no incurrir en errores 
					que arrastren consecuencias irreparables. La causa a que 
					hemos servido está por encima de nuestros impulsos, y así 
					como considero que, en mi caso, lo lógico es quedarme en 
					Madrid, en el suyo, al igual que en el del coronel, lo que 
					tienen que hacer es marcharse. Primero porque, como he dicho 
					antes, van a ser ustedes fusilados sin permitirles siquiera 
					defenderse, y segundo porque en la hipótesis de que no les 
					fusilaran, moralmente resultaría lo mismo o aun peor, ya que 
					quienes con tanta saña nos han combatido por haber querido 
					obtener una salida honrosa para todos, se estimarían 
					justificados y redoblarían su denigrante campaña por el 
					mundo acusándonos de traidores a la República. El dilema, en 
					efecto, era claro. Había que continuar en pie para que la 
					verdad prevaleciera frente a los enemigos tenaces de uno y 
					otro campo. Nos despedimos deseándonos mutuamente la mejor 
					suerte. Poco después, el jefe de la 33 División y yo nos 
					fuimos juntos hacia el frente, pues tenía interés en 
					presenciar la retirada de esa unidad desde su propio puesto 
					de mando. A las ocho dio comienza, ordenadamente, el 
					repliegue de la 138 Brigada. Las tropas fueron dejando de 
					manera algo lenta, pero serena sus posiciones de Villarejos, 
					Puntal del Abejal, La Mocasilla y Vértice Lastra. Igualmente 
					abandonaron Canredondo los servicios de la 136 Brigada. A 
					las doce de la noche estaban ya retiradas todas las unidades 
					de la 138 Brigada. Dos batallones de la 136 se vieron 
					obligados a recorrer con suma precaución nada menos que 
					catorce o quince kilómetros, pues tenían que atravesar unos 
					campos de minas situados entre la primera y la segunda 
					líneas, y a causa de ello se prolongó su repliegue hasta las 
					cuatro de la mañana. A esa hora comuniqué el cumplimiento de 
					la orden, y me disponía a descansar un poco cuando Verardini 
					me hizo saber que era necesaria mi presencia urgente en el 
					puesto de mando del IV Cuerpo, acompañado del jefe de la 33 
					División y los hombres de mayor confianza. Llegué a las ocho 
					y media y Verardini me entregó dos telegramas, uno del 
					coronel Casado y otro del compañero Val. Ambos me instaban a 
					que me pusiese «en franquía», camino de Valencia. Verardini 
					me dijo asimismo que el coronel Prada había dejado aviso de 
					que, tan pronto yo llegara, me pusiera en comunicación 
					telefónica con él. Lo hice al instante. Pero era ya 
					demasiado tarde: el puesto de mando del Ejército del Centro 
					estaba ocupado por quintacolumnistas o soldados del general 
					Franco.  
				  
				Camino de 
				Valencia y del exilio  
					
					La hora 
					fatídica había sonado. Pedí a Verardini que, sin perder un 
					instante, llamara a los mandos de las divisiones y brigadas, 
					así como a algunos hombres de confianza, dándoles la misma 
					orden que acababa de recibir yo del general Miaja: todos 
					hacia Valencia. Con el único que no pudo comunicar fue con 
					Rafael Gutiérrez, jefe de la 14 División, que por lo visto 
					se hallaba en Madrid. Poco después llegaron Liberino 
					González y Quinito Valverde. Este me dijo: 
					 
						
						–Yo no me 
						voy, Mera. Marcharos vosotros lo más rápidamente 
						posible.  
						–Pero, ¿te 
						vas a quedar, Quinito? ¿No comprendes que te fusilarán?
						 
						–No, Mera, 
						vete tranquilo. No me fusilarán.  
						–Bueno, tú 
						sabrás lo que haces. Ojalá no te pase nada. 
						 
					Se presentó 
					luego el comandante Rubio, que mandaba la 71 Brigada. Me 
					dijo también que él no se iba, y le pregunté el porqué:
					 
						
						–Tengo un 
						hermano –respondió– que es comandante en el ejército de 
						Franco.  
						–Amigo 
						Rubio: tu hermano es tu hermano, y tú eres tú. 
						 
						–No me 
						pasará nada, verás. Anda, vete tranquilo. 
						 
					El jefe de 
					Ingenieros me comunicó por teléfono que tenía la intención 
					de quedarse y nos deseaba buena suerte. No me sorprendió 
					mucho su decisión, pues conocía sus sentimientos 
					monárquicos. De todos modos era excelente persona. 
					 
					Se formó una 
					caravana de cuatro coches, en los que nos metimos veinte 
					personas: Verardini, Liberino González, Luzón, Ordax, 
					Avecilla, Esteller, Artemio García, Manuel Valle, Acracio 
					Ruiz, Corella, etc. Me despedí de todo el personal del IV 
					Cuerpo, al que agradecí su colaboración y comportamiento. 
					Allí dejaba, tal vez para siempre, a mujeres y hombres 
					leales, entre ellos Pepita, que me había cuidado como a un 
					padre y a la que quería como a una hija. Algunos lloraban y 
					otros sonreían amargamente. Me embargó la emoción. Serían 
					las diez y media del 28 de marzo cuando nos fuimos. A esa 
					hora, salvo el nuestro, todos los frentes se habían 
					derrumbado; era un consuelo para mí y hasta un motivo de 
					orgullo. Pasamos por Pastrana, pues quería recoger allí al 
					jefe de Sanidad, hospitalizado. No pudo ser, pues había 
					desaparecido. Me encontré con un coronel de la antigua 
					Guardia civil, que había luchado a nuestro lado, e 
					igualmente me dijo que no se iba, lo cual no me sorprendió 
					ya gran cosa. Desde allí ordené ir a Cuenca, para tratar de 
					ver a los jefes de la 65 Brigada de Carabineros. Pero se me 
					contestó que era imprudente, pues sin duda no se podría 
					pasar ya por dicha ciudad. Llevábamos con nosotros dos 
					motoristas, que nos abrían camino; ellos nos dijeron que 
					Tarancón estaba ya en poder de las tropas franquistas, y 
					hubimos de volver hacia una bifurcación que habíamos dejado 
					atrás. Cuando salimos a la carretera general vimos que por 
					todas partes enarbolaban banderas monárquicas. De todas 
					formas pudimos llegar al Cuartel General del Ejército de 
					Levante sin novedad alguna. Allí nos encontramos con el 
					general Matallana, con los coroneles Muedra y Garijo, y 
					otros jefes más. Matallana me dijo que me esperaban en 
					Valencia, donde estaba ya el Consejo Nacional de Defensa. 
					Les pregunté por qué no nos acompañaban, y me contestaron 
					que tal vez se quedarían en España. Abracé especialmente al 
					general Matallana, uno de los militares republicanos a 
					quienes más apreciaba. Seguimos luego hacia Valencia a donde 
					llegamos a la caída de la tarde. Preguntamos por el edificio 
					donde se alojaba el Consejo de Defensa y pronto dimos con 
					él. Nos presentamos a Casado y a Val, con los que estuvimos 
					un breve rato por hallarse ocupados. Los locales estaban 
					repletos de gentes, preguntándose unos a otros las cosas más 
					inmediatas: ¿A dónde vamos? ¿Dónde están los barcos? ¿Cuándo 
					embarcamos? El ambiente era poco sereno, incluso 
					desagradable, por lo que decidimos irnos. Fue entonces 
					cuando abandoné el uniforme para ponerme un traje que 
					llevaba conmigo.  
					Verardini, 
					Luzón, Liberino, Artemio García y yo nos dirigimos a la sede 
					del Comité Nacional de la CNT. No había ser viviente, 
					presentando aquello un aspecto lamentable: el suelo estaba 
					cubierto de papeles los cajones de las mesas abiertos... Nos 
					fuimos a otro local cenetista, no recuerdo en qué calle, 
					donde al fin hallamos a varios compañeros. Los saludos 
					fueron más bien fríos, sin el calor del compañerismo. 
					Decidí, pues, irme a dormir unas horas. Luzón me atajó:
					 
						
						–Pero, 
						hombre; tenemos que ir a ver a Casado para ver lo que 
						nos dice y a dónde debemos dirigirnos. 
						 
						–Mira, 
						Luzón, con Casado es imposible hablar, pues todo el 
						mundo se dirige a él para que le resuelva su caso 
						personal. Espera que se despeje un poco el ambiente.
						 
					Como 
					insistieron todos, accedí a acompañarlos nuevamente a las 
					oficinas del Consejo de Defensa. Allí encontramos a 
					Feliciano Benito, el cual nos dijo que se iba a Alicante, 
					antes de que se hiciera tarde. Recomendé insistentemente a 
					mis compañeros que mostraran más serenidad; luego nos 
					dirigimos a un teniente coronel de Aviación que nos había 
					indicado Casado, para ver si podía facilitarnos el viaje a 
					Orán. Nos respondió que le era absolutamente imposible, pues 
					no tenía aviones ni aviadores. Regresamos al Consejo y yo me 
					senté en una silla, en un rincón cualquiera, quedándome 
					dormido como un tronco, hasta que a las siete de la mañana 
					Liberino y Luzón me despertaron para decirme que el coronel 
					Casado iba a facilitarnos dos aviones. Pude beber un vaso de 
					café, que me supo a gloria y ya en buena forma física me 
					dispuse a escuchar a los demás.  
					El compañero 
					Salgado y el coronel Casado me confirmaron que habían salido 
					de Aranjuez dos aviones destinados a nosotros. No lo puse en 
					duda. A las nueve y media salimos, pues, en dos coches, 
					hacia al aeródromo de Chiva, Luzón, Verardini, Liberino, 
					Acracio Ruiz, Valle, Calzada, Salgado y yo; tal vez había 
					algún otro que no recuerdo. Al pasar por Chiva vimos de 
					nuevo banderas monárquicas en bastantes balcones, pero nadie 
					nos detuvo. Llegamos finalmente al aeródromo, donde no había 
					avión alguno. Se nos hizo larga la espera, preguntándonos 
					entonces si los dos aviones anunciados llegarían o no. Media 
					hora después aterrizó uno, con una gran bandera blanca. El 
					aviador que lo pilotaba, sin parar el motor, descendió y se 
					dirigió hacia nosotros, preguntando por el teniente coronel 
					Mera. Me presenté a él, diciéndole:  
						
						–¿No son 
						dos aviones los que tienen que venir?  
						–Sí 
						–contestó el piloto–, pero el otro trae unos minutos de 
						retraso.  
						–Pues 
						esperemos a que llegue.  
						–No puede 
						ser; tenemos que irnos inmediatamente. 
						 
						–Bueno, de 
						acuerdo.  
						–Sólo 
						pueden subir cuatro personas, con un mínimo de equipaje.
						 
					Ante esto, me 
					dirigí a mis compañeros para rogarles designaran las cuatro 
					personas. Salgado y los demás respondieron que era yo el que 
					tenía que irme en primer lugar junto con los otros tres que 
					yo mismo designara. Les propuse que me acompañaran Verardini, 
					Luzón y Liberino, siendo aceptada mi propuesta por todos. El 
					compañero Salgado me dijo:  
						
						–Vete 
						tranquilo, Mera, que los que quedan saldrán conmigo.
						 
					Liberino 
					González tuvo que abandonar una maleta, dándome a mí una 
					gabardina. Subió con Verardini y Luzón al vientre del 
					aparato, mientras yo tomé asiento en la cabina, al lado del 
					observador. Instantes antes nos habíamos abrazado 
					fuertemente con los que quedaban en tierra. Aun cuando las 
					palabras de Salgado me habían tranquilizado un poco, seguía 
					inquieto por la suerte de aquellos compañeros. 
					 
					Era la primera 
					vez que subía a un avión. Este arrancó y tomó vuelo. 
					Pregunté, por hablar algo, hacia dónde íbamos. Me contestó 
					el observador que a Orán. Para mi capote me dije que igual 
					me daba ir a una parte que a otra. Mirando hacia tierra veía 
					a ésta desfilar rápidamente; también desfilaba no menos 
					rápidamente por mi mente toda nuestra guerra con su cortejo 
					de tragedias. Sin darme cuenta, el avión había atravesado el 
					Mediterráneo y veíamos a lo lejos unas montañas. 
					 
						
						–Es Orán, 
						dijo el observador.  
					El piloto se 
					dirigió al observador.  
						
						–Pregúntale 
						al teniente coronel si quiere que haga una exhibición de 
						vuelo en picado antes de aterrizar.  
					Le contesté que 
					podía hacer lo que le diese la gana. Se marcó su numerito y 
					aterrizamos, viendo con asombro que se dirigía hacia 
					nosotros un nutrido grupo de indígenas. No pude por menos 
					que exclamar:  
						
						–¡Otra vez 
						los moros!  
					El piloto y el 
					observador miraron a derecha e izquierda, bastante 
					desconcertados, y se preguntaron:  
						
						–¿Dónde 
						diablos estamos?  
					Al fin supimos 
					que habíamos aterrizado en Mostaganem, a unos ochenta 
					kilómetros de Orán. Eran poco más de las dos de la tarde del 
					29 de marzo de 1939. Acababa un capítulo de mi vida –tal vez 
					el más importante– y se iniciaba otro lleno de incógnitas».
					   
					ARRIBA      
 
 
					Detenidos por 
					las autoridades francesas, ingresaron en seguida en prisión. 
					Tras unos días en la cárcel de Orán, fueron internados en el 
					castillo de Mezelquivir, donde Mera permaneció diecinueve 
					días incomunicado. De allí al campo de concentración Camp 
					Morand, custodiado por senegaleses, donde pasó tres 
					largos años.  
				Se fugó del campo 
				de concentración, ayudado desde el exterior por un compañero, 
				Gilabert, que residía en Orán. Vaga por esta ciudad hambriento y 
				sin techo. Elude en lo posible la persecución de la Policía, 
				pero es detenido y encarcelado en un cuartel de Infantería de 
				Marina, de donde vuelve a escapar tras haber emborrachado y 
				sobornado al moro que hacía la guardia. Decide marchar a 
				Casablanca, acompañado por Jorge Juan, otro compañero confederal 
				y un moro que les servía de guía.  
				Le detienen por fin 
				y le conducen el 6 de abril de 1941 al campo de concentración de
				Misur, en el interior de Marruecos. 
				Por mediación del 
				cónsul de México en Casablanca logra salir de allí, y el 26 de 
				mayo estaba de nuevo en esta ciudad. Sin embargo, la traición de 
				la persona encargada de sacarle el pasaje para México, hace que 
				sea detenido y trasladado a Misur. 
				El día 19 de 
				febrero de 1942, en Rabat, le era leído el documento en virtud 
				del cual accedía el Gobierno francés a la petición de 
				extradición formulada contra él por el de Franco. Al día 
				siguiente era entregado a las autoridades españolas en Zoco el 
				Arba, lugar fronterizo del Marruecos francés con el Protectorado 
				español. 
				En los calabozos de 
				Tetuán y Ceuta empezaba el nuevo calvario de Mera. El primero de 
				abril de 1942 pisaba tierra española después de tres años de 
				exilio. Pasó cuatro años y medio de cárcel en cárcel (Algeciras, 
				Linares, Yeserías, Porlier, Santa Rita y Carabanchel). 
				 
				Tuvo que comparecer 
				en Madrid ante un Consejo de Guerra y su condena a muerte, pena 
				que confirmó el general Saliquet, entonces capitán general de la 
				I Región Militar. El 15 de diciembre de 1944 le fue conmutada 
				dicha pena por la inmediata inferior de treinta años de prisión 
				mayor. Salió del penal de Porlier, aprovechando el indulto, el 1 
				de octubre de 1946. 
				En febrero de 1947 
				se exilió a Francia, donde actuó de albañil, cumpliendo la 
				promesa que hiciera cuando fue ascendido a  teniente coronel del 
				Ejército Popular: «Más que nunca me hice la promesa de no 
				dejarme arrastrar por la vanidad y continuar siendo lo que era 
				antes del 18 de julio: militante de la CNT y albañil de 
				profesión». 
				Murió en Saint-Cloud 
				el 24 de octubre de 1975 y fue enterrado en el cementerio de 
				Boulogne-sur-Seine. Presidió las honras fúnebres su fiel 
				compañera Teresa, y el hijo, el presidente de la República en el 
				exilio José Maldonado González, el presidente de la Generalitat 
				de Cataluña en el exilio Josep Tarradellas Joan y varias 
				representaciones sindicales, amigos y políticos llegados de 
				España, de Inglaterra, de Bélgica, de Francia…   
					
					ARRIBA   
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