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                     El 31 de
                    agosto de 1811, las Cortes de Cádiz instituyeron la orden
                    militar llamada Orden Nacional de San Fernando, y el decreto
                    que la creó señalaba una modalidad excelente en el sentido
                    de las recompensas. “Establecer
                    en los premios un orden regular con el que consigan dos
                    saludables fines, a saber: que sólo el distinguido mérito
                    sea convenientemente premiado, y que nunca pueda el favor
                    ocupar el lugar de la justicia”. En estas sobrias
                    palabras, descargadas de toda retórica, se encuentra el
                    sentido íntimo de esta distinción eminente, que en el
                    curso de siglo y medio no ha tenido una sola claudicación. 
                    En realidad,
                    la institución de la Laureada equivale a una nueva orden de
                    Caballería, con una particularidad, que en las órdenes
                    caballerescas, el caballero juraba por lo que tenía que
                    hacer y no había hecho todavía, y en esta nueva orden, que
                    implica el timbre más relevante de aristocracia moderna, el
                    caballero ingresa en la orden no por lo que se dispone a
                    hacer, sino por lo que ya ha realizado. 
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                    Es la más
                    preciada condecoración militar española al valor heroico.
                    Se otorga como recompensa a acciones, hechos o servicios
                    militares, bien individuales o colectivos, con inminente
                    riesgo de la propia vida y siempre en servicio y beneficio
                    de la Patria o de la paz y seguridad de la Comunidad
                    Internacional. Pueden recibirla los miembros de las Fuerzas
                    Armadas, la Guardia Civil (cuando realicen actividades de
                    carácter militar) y aquellos civiles que presten servicio
                    en las anteriores. 
                    Su prestigio
                    y categoría vienen avalados por las rigurosas exigencias
                    necesarias para iniciar el expediente de concesión y el trámite
                    estricto que conlleva. 
                    La Real y
                    Militar Orden de San Fernando, en su reglamento, hace clara
                    referencia a los méritos necesarios y a los requisitos
                    indispensables para la concesión de ésta condecoración.
                    Son los siguientes: 
                    • Que el
                    hecho realizado no esté originado como único impulso por
                    el propósito de salvar la vida, o por ambición impropia y
                    desmesurada que pueda conducir al interesado o a las fuerzas
                    de su mando a un riesgo inútil o excesivo. 
                    • Que se
                    hayan tomado las medidas necesarias para obtener el mayor
                    rendimiento de la acción con el mínimo número de bajas,
                    incluso en el caso de que cumpliendo órdenes o por
                    circunstancias tácticas se llegue deliberadamente al
                    sacrificio propio o al de sus fuerzas, si se tuviera mando,
                    y con los menores daños materiales. 
                    • Que el
                    hecho tenga lugar en momentos críticos o difíciles,
                    circunstancias que vendrán determinadas por las incidencias
                    de la batalla o combate, o por que la acción se lleve a
                    efecto encontrándose el interesado y sus tropas o efectivos
                    en manifiesta inferioridad frente a los del enemigo. Esta
                    inferioridad se debe valorar en función de las fuerzas o
                    armamento, posición en el terreno y defensas,
                    abastecimientos, estado físico, heridas sufridas, moral
                    relajada en las tropas propias o recientes reveses que
                    ocasionaron cuantiosas pérdidas. 
                    • Que el
                    acto heroico produzca extraordinarios cambios favorables y
                    señaladas ventajas tácticas para las fuerzas
                    propias. 
                    • En la
                    estimación que se haga del hecho será mérito destacable
                    del autor del mismo que se haya prestado voluntariamente o
                    ejecutarlo, previstas las extraordinarias dificultades y
                    grandes riesgos que supongan su realización. 
                    • También
                    será acreedor a esta recompensa sin reunir las condiciones
                    anteriores, quien haya realizado un hecho heroico tan
                    destacado que su ejemplaridad constituya incentivo y
                    repercuta en elevar y afianzar la moral en los Ejércitos.
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                  José Pemartín
                  Sanjuán, hijo de una familia de bodegueros terratenientes
                  jerezanos, recibió su formación en Francia, viajando por
                  diversos lugares de Europa. Se comprometió desde un principio
                  con la Dictadura de Primo de Rivera, ocupando puestos de
                  responsabilidad, llegando a ser designado como miembro de la
                  Asamblea Consultiva en 1927. Dio a conocer su pensamiento a
                  través de artículos en diarios, conferencias, y sobre todo,
                  en su obra Los valores históricos en la Dictadura española (1928). Durante
                  la II República fue uno de los fundadores de Unión Monárquica
                  Nacional, pasando después a militar en Renovación Española.
                  Fue uno de los mentores más destacados de José Antonio Primo
                  de Rivera. Se adhirió al alzamiento de julio de 1936, siendo
                  nombrado Jefe del Servicio Nacional de Enseñanza Superior y
                  Media del Ministerio de Educación Nacional (1938). 
                  Tuvo el alto
                  honor de encargarse, en el colectivo Laureados
                  de España, editado en Madrid en el Año de la Victoria,
                  del capítulo dedicado a «La
                  Cruz Laureada del Generalísimo Franco»
                  
                  
                  
                  
                  
                  
                     
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                  Para alcanzar
                  el honor –fácil y difícil– de escribir leal, sincera y
                  cumplidamente sobre la Cruz Laureada del Generalísimo Franco,
                  basta dejar latir al corazón con sencillo y cálido
                  patriotismo y guiar la pluma por la inspiración augusta e
                  imperiosa de tres soberanas Musas, bellas y solemnes Diosas de
                  los grandes destinos humanos: la Historia, la Valentía y la
                  Justicia.
                  
                   
                  En la
                  desgraciada y majestuosa derivación de España hacia un fin
                  de románticas y cortesanas ruinas, de señoriles oquedades y
                  paralíticos oropeles, que van marcando con sello refinado la
                  decadencia Isabelina –hoy artísticamente añorada tras el
                  miraje opalescente del tiempo– el cúmulo de vacíos
                  espirituales y sociales va abriendo abismos bajo todas las
                  nobles mansiones y todos los poderes políticos, en los
                  primeros lustros del siglo XX.
                  
                   
                  El brutal
                  estremecimiento de una guerra universal que acaba de desatar
                  los nervios tensos, y de poner a flor de carne todos los
                  apetitos, ha liberado los efluvios eléctricos de la anarquía
                  intelectual. En lo que queda de Europa, desmoronados tres
                  antiguos Imperios, detentado el poder por las grandes fuerzas
                  inferiores que se yerguen en los derrumbamientos cual reptiles
                  entre ruinas –los juristas ideólogos, los demagogos
                  arribistas y los financieros judíos– la post-guerra produce
                  la inflación crematística, la hipocresía jurídica y la
                  hipertrofia de masas; propicio ambiente para una segunda catástrofe.
                  En España, más decadente en todo menos en fiereza de raza,
                  se había de llegar con el tiempo “al servicio de la República”
                  y a través de caricaturas de democracia, a la más sangrienta
                  guerra civil conocida.
                  
                   
                  Aquella locura
                  de Europa –de la que Erasmo escéptico, y Saavedra Fajardo
                  sentencioso, habían de comentar ya en la brillante rasgadura
                  inicial del Renacimiento– ha culminado, en efecto, en el
                  siglo XX, en la monstruosa cópula de la perfección
                  cartesiana del comunismo utópico con el cuerpo inmenso, místico
                  y bestial de la masa rusa. Y esta gigantesca experiencia de
                  criminal utopismo había de contagiar a todas las mesocracias
                  europeas, impregnadas con el jugo agrio y corrosivo de
                  extensos y vengativos resentimientos. El racionalismo se
                  vengaba sobre sus propios adeptos; y todas las burguesías
                  incrédulas y egoístas de Europa, cultivadoras de la herejía
                  cartesiana y liberal, iban a ver con miserable miedo creciente
                  a su creación propia, al comunismo, hijo natural de la
                  democracia, socavar y disolver con su acidez lógica,
                  inexorable y fina como filo de acero, todos los falsos
                  cimientos de una civilización materialista, sin caridad, sin
                  creencias, sin honor y sin fe.
                  
                   
                  El bolchevismo
                  amenazaba a Europa con su masa por el Oriente; pero además la
                  quemaba en sus propias entrañas por todas partes. Y su
                  rescoldo, atizado por la orgía de los Frentes Populares, la
                  invadía ya, hasta los mismos bordes de la civilización básica
                  humana, del clasicismo y del Cristianismo; hasta la azul pila
                  bautismal del Mundo, el Mediterráneo, el de los blancos
                  templos peristílicos, de los olivos y de la vid…
                  
                   
                  En vano
                  grandes figuras gigantescas hipnotizan a las masas en regímenes
                  de disciplina y de totalidad. El incendio se propaga insidioso
                  hacia Occidente. Y en aquella Nación Terminal de Europa que
                  asoma su faz hacia América, un día Cabeza del Imperio
                  Cristiano de la Hispanidad, la llamarada roja ha brotado con
                  todo su horror destructivo en aquel trágico verano de 1936…
                  
                   
                  Y en este
                  momento crucial del destino, he aquí que –llamado por la
                  Providencia de Dios– en la planicie del Llano Amarillo
                  –allí en aquella África Hispana, clave del Mundo, paso de
                  invasiones, puerta de Océanos, donde el viejo Atlas,
                  encorvado y rugoso, sostiene incansable el Firmamento– baja
                  de una aeronave, sobrio y breve, un hombre, un español, un
                  militar. Saludos, entusiasmo contenido, gravedad, tensión
                  alegre y resuelta, gestos rápidos, resonar de tacones y de
                  espuelas… Y la Historia del Mundo cambia súbita de rumbo; y
                  España se salva del abismo.
                  
                   
                  Por eso, en
                  aquel Desfile de la Victoria de Madrid en el cual se iba a
                  clavar en el pecho del Caudillo la más alta y honrosa
                  distinción militar española, flameaban al pie de su Tribuna
                  el Guión de las Navas y la Senyera Valenciana, y el Pendón
                  de Sevilla, y el Estandarte de Lepanto. Porque todos aquellos
                  grandes Caudillos de España, Jaime I, el Conquistador;
                  Alfonso VIII, el de las Navas; Juan de Austria, el de Lepanto;
                  Fernando el Santo, el de Sevilla, todas las grandes figuras
                  históricas españolas –de esas que surgen en nuestra
                  Universal y Cristiana Historia, para salvar al Mundo, en
                  momentos  decisivos,
                  de la barbarie, de la irreligión y de la maldad– estaban
                  allí espiritualmente, para consagrar en nombre de esa
                  Historia el honor del Caudillo, salvador de la Patria Española,
                  y, con ella, de la verdadera Civilización. 
                  *   
                  *    *
                  
                   
                  La Historia ha
                  de dar paso ahora a la Valentía. Porque para bien del Mundo
                  aun existe una España carlyniana, que no hace nada, como no
                  sea a golpes de heroísmo, en la que todavía el valer se mide
                  por el valor. En la que para ganar la Cruz Laureada de San
                  Fernando hace falta no sólo tener un valor indomable, una
                  insuperable gallardía, un desprecio total a la muerte, sino
                  que, además, se exigen tales circunstancias de dificultad y
                  de heroísmo, que sólo consiguen aquella preciadísima
                  insignia los que tienen la buena suerte de tener una muy mala
                  suerte: por ejemplo, de verse copados, de perder la mayoría
                  de los efectivos, de ser mal heridos y sin evacuar, de
                  intentar lo insensato, de realizar lo imposible… 
                  Y lo
                  insensato, lo inverosímil, lo imposible, lo intentó Franco,
                  resuelto, tenaz, heroico, con la buena suerte de la más mala
                  suerte que jamás tuvo General alguno. Porque Hernán Cortés
                  quemó sus naves; pero tenía naves… Y sin naves tuvo Franco
                  que hacer pasar el Estrecho al Ejército de África. Y el
                  encontrarse dividido en tres o cuatro partes por el enemigo,
                  es la peor posición para un Ejército, la clásica del final
                  de la derrota; y Franco tuvo que enfrentarse con esta posición
                  –dividido y aislado entre África, Sevilla, Granada, y el
                  Norte– desde el principio. Y la peor pérdida militar es la
                  del mando, la de la oficialidad… y la mayor parte de la magnífica
                  oficialidad de África la perdió gloriosamente el Ejército,
                  sembrando un inmortal reguero de muertos heroicos en la ruta
                  de Badajoz a la Ciudad Universitaria. Y el oro –dijo Napoleón,
                  que sabía de guerras– es el nervio de la guerra. Y Franco
                  no tenía oro. Y la aviación es el arma moderna
                  indispensable. Y en aquel comienzo fabuloso y legendario todos
                  los aviones españoles estaban en manos del enemigo. 
                  Un matemático
                  probabilista hubiera apostado uno a veinte en contra de la
                  empresa del General Franco. Y éste la intentó, la realizó,
                  tenaz, sereno, sonriente. Y era que salía de esa magnífica
                  escuela de militares de temple de acero y de valor
                  sobrehumano, de esa almáciga de héroes incomparables que es
                  el Tercio español. 
                  Pero este
                  valor físico, este valor concreto y de acción, que le hizo
                  ser bordeado por las balas en tantas ocasiones sin perder jamás
                  su serenidad ni su sonrisa, ser atravesado por ellas, regando
                  con su sangre el suelo español de África, ha sido sublimado
                  por Franco hasta la calidad más superior y decisiva del valor
                  moral. 
                  Nobilísimo es
                  el asalto al enemigo, fusta y pistola en mano, al grito de ¡viva
                  la muerte!; pero también lo es el saber tomar la tremenda
                  responsabilidad de ordenar aquel asalto en una coyuntura difícil
                  y definitiva. Heroico el resistir días y días en una posición
                  cercada y batida; pero también la angustia infinita de
                  mantener firme la voluntad, y mandar resistir, y ordenar el
                  sacrificio a los hermanos de armas, porque lo exige así la
                  dura finalidad estratégica que lleva a la victoria. 
                  De valioso mérito
                  y sin par heroísmo es pasar largas noches vigilante en la
                  cruda intemperie de la posición o de la trinchera; pero hay
                  también otro preciso y duro heroísmo nocturno: el de una
                  cabeza –que los cuidados van encaneciendo de noche en
                  noche– inclinada bajo la lámpara sobre una mesa cubierta de
                  mapas hasta la alta madrugada o el amanecer; y que recibe por
                  el teléfono, devorando tribulaciones y angustias, los partes
                  del ataque brutal de Brunete, o del sublime aniquilamiento de
                  Belchite, o de la dolorosa herida de Teruel, o del súbito
                  paso del Ebro… Y que sabe con firmeza impertérrita seguir
                  sus planes inconmovibles y mandar resistir, el corazón
                  sangrante, hasta el límite matemático posible de las fuerzas
                  humanas; y hacer reaccionar maravillosamente el tablero escasísimo
                  de elementos, y producir como resultado de aquellas
                  dificultades supremas, la toma de Santander, la ofensiva de
                  Aragón, la victoria del Alfambra, el aplastamiento del Ejército
                  enemigo en la bolsa del Ebro. Y aquella irresistible oleada
                  que inundó a Cataluña y colocó victoriosa la bandera sangre
                  y oro en la linde fronteriza de Port-Bou. 
                  Y ¡qué lección
                  para todos nosotros, para este magnífico y desordenado pueblo
                  español que alguien definió: “sublime tropel de vagos
                  heroicos”! Y que han visto en el ejemplo de Franco que aun más
                  nos valdría el saber acoplar el valor heroico con el
                  incansable trabajo. Porque dióse en el General Franco –sin
                  duda porque Dios prepara en su alquimia excelsa los elementos
                  espirituales del destino histórico– el caso paradójico del
                  Legionario español –todo gallardía y bravura–, doblado
                  por un Oficial estudioso –todo trabajo y constancia–. Y
                  largos años de preparación científica completaron al hombre
                  providencial preciso para la hora difícil. Al que supo
                  organizar un Ejército casi inexistente, formar una
                  oficialidad nueva, dosificar con sabia prudencia las
                  movilizaciones sucesivas, presentar, en fin, al finalizar la
                  guerra, ese magnífico y eficacísimo Ejército de la
                  Victoria, asombro de Europa, que después de rendir
                  irresistible a Cataluña, sólo con su potencialidad
                  amenazadora hizo caer de un solo golpe las nueve últimas
                  provincias rebeldes y la suprema conquista final: Madrid. 
                  El Reglamento
                  de la Excelentísima Orden de Caballeros de San Fernando,
                  distingue claramente al General en Jefe, al que se exige para
                  su concesión principalmente el llevar al Ejército a una
                  decisiva victoria; y a los militares de otro grado y mando, a
                  los que ya se pide no la victoria, sino el heroísmo
                  extraordinario, las dificultades excepcionales que sobreponer.
                  En el caso del General Franco se dan convergentes estos dos
                  grandes criterios de valoración. Porque llevó a su Ejército
                  a la victoria más definitiva e importante para la Patria;
                  pero además en las circunstancias militares más difíciles
                  que jamás se vieron. Y por eso nunca fue concedida con
                  mayores títulos la gloriosa insignia colocada en el pecho del
                  Generalísimo, en Madrid, en el Día de la Victoria. 
                  Ni con mayores
                  títulos no con mayor gloria. Los que presenciaron aquel
                  desfile no lo olvidarán jamás. En conjunción precisa se
                  dieron allí los elementos que concurren a la perfecta obra de
                  arte. La forma espléndida, el vestuario impecable, la
                  organización exactísima, el material sobreabundante y modernísimo…
                  Y toda esta gala exterior, animada, vivificada, por el alma de
                  un Ejército victorioso que acaba de vencer al enemigo y
                  salvar a la Patria, que pasó arrebatándonos de emoción y de
                  entusiasmo con la simpática presencia de los contingentes de
                  las grandes naciones amigas, las brillantes monturas y los
                  jaiques blancos de la legendaria caballería mora, los brazos
                  desnudos y tostados de la marcial Falange, los Marinos de
                  bizarría y formación impecable, las grandes masas de
                  aguerridos infantes, y el Tercio con su garbo inimitable de
                  gallardía española, y la Caballería de lanzas flamígeras,
                  y la poderosa y moderna artillería motorizada, y los
                  servicios auxiliares los más perfectos de nuestros tiempos. Y
                  los Tercios de Requetés, con los Crucifijos de las picas,
                  como en los tiempos de antaño… 
                  Y por encima
                  el potente ronroneo de una aviación mil veces heroica, que ha
                  incorporado a la técnica guerrera ese ejercicio de acrobacia
                  temeraria –menosprecio de las leyes de la gravedad y desafío
                  a las garras de la muerte– y que se nombra, en Europa, en
                  español, “la Cadena”. 
                  Desfile
                  glorioso ante el Caudillo, el Gobierno, las Jerarquías del
                  Movimiento. Y ante el Cuerpo Diplomático de esa Europa ya
                  preocupada por nuestra victoria; ante los Embajadores de
                  Portugal, Italia, Alemania, el Japón, nuestras grandes
                  amigas, y también ante la cortés presencia de los
                  Embajadores de las otras grandes Naciones, tal vez ya
                  pesarosas de sus grandes errores; de aquel venerable Mariscal
                  encanecido, prestigiosa gloria militar del Mando, que debía oír
                  resonar en sus oídos aquellas magníficas palabras del gran
                  Orador sagrado de su Patria en la oración fúnebre de otros
                  ilustrísimo guerrero, del Príncipe de Condé: 
                  “Quedaba
                  todavía aquella temible Infantería española…” 
                  Y también
                  ante los Embajadores Hispanoamericanos, los de nuestras
                  Naciones hermanas, de aquellos pequeños países de Centro-América
                  que tuvieron la gallardía de ser los primeros en reconocer al
                  Gobierno del Generalísimo Franco y que ahora, en primera
                  final, podía contemplar su triunfo y recordar que las razones
                  del corazón que a ellos les movieron son a veces más
                  certeras que las razones de la razón que retrasaron a otros.
                  Y, entre todos, el Embajador de la pequeña y heroica
                  Nicaragua –de las primeras en reconocer a Franco– que oía
                  sin duda en su espíritu aquellos versos sonoros, claros y
                  estridentes de su gran poeta; aquella marcha triunfal de Rubén
                  Darío, iluminado vaticinador de glorias futuras: 
                   
                  
                   
                  “¡Ya
                  viene el cortejo! 
                  ¡Ya
                  viene el cortejo! Ya se oyen los claros clarines. 
                  La
                  espada se anuncia con vivo reflejo; 
                  ya
                  viene, oro y hierro, el cortejo de los paladines.” 
                   
                  
                   
                  O aquellas
                  otras proféticas líneas de la Salutación del Optimista: 
                   
                  
                   
                  “Ínclitas
                  razas ubérrimas, sangre de Hispania fecunda, 
                  espíritus
                  fraternos, luminosas almas, ¡salve! 
                  Porque
                  llega el momento en que habrán de cantar nuevos himnos
                  lenguas de glorias…” 
                   
                  
                   
                  “¿Quién
                  será el pusilánime que al vigor español niegue músculos 
                  y
                  que el alma española juzgase áptera y ciega y tullida?” 
                   
                  
                   
                  “La
                  alta virtud resucita 
                  que
                  a la hispana progenie hizo dueña de siglos.” 
                   
                  
                   
                  Nunca cortejo guerrero más
                  pujante, más exacto, brillante y glorioso desfiló a paso de
                  victoria por las calles madrileñas, aun blancas y
                  convalecientes de hambre y de terror, pero trémulas y
                  sobrecogidas ya por aquel inolvidable despertar de resurrección,
                  de esperanza y de gloria. 
                  *   
                  *    * 
                  La Historia,
                  el Valor Militar, la Gloria inmarcesible de la Victoria,
                  acuden, Musas augustas, a la consagración histórica del
                  Caudillo. Pero hay otra, de antiquísima raíz hispánica, que
                  está presente también en toda su majestad: y es ésta la
                  Justicia. Aquel viejo senequismo que arde en las entrañas de
                  todo lo genuinamente hispánico y que brota en llamaradas por
                  todos los resquicios de nuestra Literatura o de nuestra
                  Historia, en un Pedro Crespo –recta justicia magistral–;
                  en un Fuenteovejuna –justísimo justicia popular–; en un
                  Conde de Benavente –exquisita justicia aristrocrática–;
                  en un Alfonso VI –popular justicia del Alcalde-Rey–; esta
                  antigua preocupación por la justicia, de remoto origen
                  estoico y romano, que impregna el modo de ser español, surgió
                  unánime, en el veredicto que consagró al Generalísimo
                  Franco como Caudillo histórico, como Militar glorioso, como
                  Salvador de la Patria. 
                  De aquí aquel
                  inmenso plebiscito de acción, de adhesión activa,
                  incondicional, hasta la muerte, que ha sido toda nuestra
                  Cruzada. De aquí esos voluntarios de toda condición y edades
                  –conozco personalmente a varios chicos de catorce años que
                  saltaron las tapias de sus casas y se escaparon a los frentes;
                  me honro con el parentesco de un Teniente Coronel de sesenta y
                  cinco años, reintegrado voluntario, que ha hecho toda la
                  guerra en la más movida unidad de choque– voluntarios unánimes
                  de España, que, cada cual en su acción y en su esfera, se unían
                  con toda el alma a Franco, porque nos iba en ello la salvación,
                  es cierto; pero además, y sobre todo, porque lo sentíamos
                  nuestro. 
                  Lo sentíamos
                  el caballero español, cristiano sin miedo y sin tacha, que
                  desvaina el acero para defender su honor, su hogar y su fe.
                  Sentíamos, en este padre de un hogar cristiano modelo, al
                  defensor heroico de lo más sagrado y preciado para nosotros:
                  de nuestras familias cristianas, amenazadas por el monstruo
                  cuya maldad satánica apunta en primer término contra el
                  Cristianismo y contra la familia. Lo veíamos –como
                  Caballero Legendario defendiendo el honor de la Dama– salir
                  a la palestra de la vida y la muerte, por el honor de nuestras
                  mujeres, por la pureza de nuestras novias, por la santidad de
                  nuestras madres, por la inocencia de nuestros hijos, por el
                  sagrado de nuestros Tabernáculos, y la paz bendita de
                  nuestros Cementerios. 
                  Por todo
                  aquello que hace que valga la pena vivir la vida, que hace que
                  el hombre sea hombre y no bestia; que defendieron siempre los
                  pueblos hasta la muerte, como último reducto inviolable, con
                  aquel antiguo grito de la sagrada independencia: “Pro Aris
                  et Focis”, “¡Por los Altares y por los Hogares!” 
                  Por nuestros
                  Altares hoy en Culto, por nuestros hogares hoy encendidos, por
                  el porvenir cristiano de nuestros hijos, por el santo dolor de
                  nuestras madres, por la gloria sagrada de nuestros muertos,
                  que la Cruz Laureada del Generalísimo Franco, consagrada por
                  la Historia, el Valor y la Justicia, sea el símbolo supremo y
                  perenne de la salvación de nuestra Patria, de la reanudación
                  de su glorioso Universal Destino. Y, en esta hora de la catástrofe
                  de Europa, de su única posibilidad de salvación, que es el
                  triunfo de la Cristiandad.
                  
                   
                  JOSÉ
                  PEMARTÍN
                     
                  ARRIBA  
                  
                    
                     
                     
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