LA CONVENIENCIA DE
        CONOCER LA HISTORIA
          Pío Moa
          
          En un reciente artículo,
          mi paisano Enrique Curiel comparaba la situación política actual con
          la de preguerra: «Hemos regresado a las elecciones de febrero de
          1936, ganadas por el Frente Popular y que provocaron la insurrección
          militar de Franco y la guerra civil, y a las elecciones municipales de
          abril de 1931 –nunca aceptadas por una parte de la derecha–, que
          abrieron la puerta a la II República».
             La
          comparación no es muy adecuada. Las elecciones municipales de 1931
          fueron ganadas por las derechas por amplia mayoría, aunque perdieran
          en las capitales de provincia, y de ellas no tenía por qué haber
          salido ningún cambio de régimen. Si ocurrió de otro modo fue por la
          iniciativa de la derecha republicana (Miguel Maura y Alcalá-Zamora)
          secundada por los monárquicos, que facilitaron el cambiazo. Así,
          contra lo supuesto por Curiel, la llegada de la República no tuvo prácticamente
          enemigos. Éstos empezaron a aparecer por la derecha cuando las
          izquierdas se lanzaron, al mes de instaurada la República, a la gran
          quema de conventos, bibliotecas, centros de enseñanza, etc. Ahí
          empezó la quiebra de la República, pero no por culpa de la derecha,
          sino de los incendiarios izquierdistas y del gobierno que los amparó.
          Y siguió con las insurrecciones anarquistas, también de izquierda.
             En
          cuanto a las elecciones de febrero de 1936, las ganó el Frente
          Popular (en diputados, no en votos) en unas circunstancias que
          normalmente las habrían invalidado, según describe el propio Azaña:
          «Los gobernadores (encargados de velar por la pureza del escrutinio)
          habían huido casi todos. Nadie mandaba en ninguna parte, y empezaron
          los motines». La continuación la describe también Azaña
          inmejorablemente sólo un mes después (y era sólo el comienzo): «Hoy
          nos han quemado Yecla: 7 iglesias, 6 casas, todos los centros políticos
          de derecha y el Registro de la Propiedad. A media tarde, incendios en
          Albacete, en Almansa. Ayer, motín y asesinatos en Jumilla. El sábado,
          Logroño, el viernes, Madrid, tres iglesias. El jueves y el miércoles,
          Vallecas… Han apaleado a un comandante, vestido de uniforme, que no
          hacía nada. En Ferrol a dos oficiales de artillería; en Logroño
          acorralaron y encerraron a un general y cuatro oficiales. Creo que van
          más de doscientos muertos y heridos desde que se formó Gobierno
          (menos de un mes antes), y he perdido la cuenta de las poblaciones en
          que se han quemado iglesias y conventos. Con «La Nación» (periódico
          de derechas) han hecho la tontería de quemarla». Azaña calificó en
          varias ocasiones de «tonterías» la quema de iglesias, bastantes de
          ellas de un alto valor artístico, o de periódicos derechistas.
             Prieto
          declaraba el 1 de mayo que la situación era insostenible, y se
          hablaba de «dictadura republicana». Pero lo más significativo fue
          la negativa del gobierno izquierdista a hacer cumplir la ley. Las
          peticiones al respecto en las Cortes recibían en respuesta insultos y
          amenazas de muerte (cumplida con Calvo Sotelo y casi con Gil-Robles).
          De hecho, las autoridades favorecían la sangrienta marejada del
          proceso revolucionario, y con ello acabaron de destruir su ya dudosa
          legitimidad electoral.
             ¿Se parece aquella situación a la actual, como
          sostiene Curiel? Afortunadamente hay bastantes diferencias. Para
          empezar, el nivel de violencia es mucho menor. Sin embargo, existen
          circunstancias muy preocupantes, que Curiel achaca arbitrariamente a
          la derecha: «Nunca desde 1975, desde la muerte de Franco y el inicio
          de la transición democrática, se habían puesto en cuestión los
          resultados electorales. Jamás los responsables de Unión de Centro
          Democrático, del PSOE, de Alianza Popular, del PCE o de los
          nacionalistas adoptaron una estrategia similar. El daño que se puede
          provocar en nuestro sistema político y de convivencia es muy grave».
          La realidad es que nunca desde 1975 había habido unas elecciones tan
          anormales como las pasadas. Y no sólo, o no tanto, por haber sufrido
          la marca del más salvaje atentado terrorista ocurrido en España,
          sino por la utilización que del mismo hizo la izquierda. Porque la
          izquierda desvió de los verdaderos asesinos la culpa del crimen para
          cargarla sobre el gobierno que mejor ha luchado en España contra el
          terrorismo, sin claudicar «dialogando» con los héroes del tiro en
          la nuca ni caer en el crimen de estado. Fue como si, cuando el
          asesinato de Miguel Ángel Blanco, la izquierda y los nacionalistas
          hubieran reaccionado no contra la ETA, sino contra el Gobierno.
             Y,
          por cierto, el partido ganador en tan anormales comicios ha premiado a
          los terroristas, pues no se puede decir de otro modo, con la retirada
          de las tropas españolas que ayudaban en Iraq a reconstruir el país y
          a librar a la población de criminales como los autores de los
          atentados de Madrid. Debemos insistir en ello, pues esta evidencia
          restallante casi nunca se examina, como si la retirada de Iraq se
          limitara al cumplimiento de una promesa electoral. El significado de
          la promesa y del acto es simplemente el mencionado, y eso lo vuelve
          especialmente siniestro.
             La
          desviación de la culpabilidad desde los asesinos al gobierno no es la
          única mancha en la victoria electoral de Rodríguez, con ser gravísima.
          Debemos recordar también las previas campañas, las del Prestige y la
          de la guerra contra Sadam, en las que el PSOE, no por casualidad al
          lado de los comunistas y los nacionalistas catalanes y vascos,
          incluyendo a los abiertamente proetarras, auspició manifestaciones
          violentas, al borde de la desestabilización, para extender por gran
          parte del país el clima de odio que hoy caracteriza a las
          Vascongadas, y que, de volverse habitual en toda España, arruinaría
          la democracia, como en gran parte está arruinada en la región donde
          manda el PNV. Y ahora Curiel y los demás socialistas acusan y
          presentan como próxima al golpismo (como en el 36, insinúan) a una
          derecha promotora de una política en que «todo estará permitido y
          cualquier estrategia de confrontación por parte de la derecha estará
          justificada». ¿Cuál es esa «cualquier estrategia»? Así quiere
          definir el Gobierno la exigencia de aclaraciones sobre lo ocurrido en
          aquellos días de infamia desde el 11 de marzo, una exigencia
          elemental y normalísima en cualquier sistema democrático. ¿Qué
          tiene que ver esa actitud de la derecha, o su insatisfacción por las
          insatisfactorias explicaciones oficiales, con aquella política de
          pancarta, asedio a locales del PP, manifestaciones violentas e
          insultos intolerables de «asesinos», practicada por la izquierda y
          los nacionalistas? Eso sí era una estrategia de confrontación
          inaceptable. En realidad, este intento socialista de acallar desde el
          poder a la oposición mediante acusaciones falsas o exageradas y un
          tanto chantajistas, se corresponde con su política previa de alcanzar
          ese poder mediante una acción bastante próxima al asalto. El
          asustadizo PP debiera dejar las cosas bien claras al respecto. Curiel,
          como en general los socialistas, ignora la historia, empezando por la
          de su propio partido, y eso es peligroso: lleva a repetir viejos
          errores.
          La Razón
          17 de Agosto de 2.004.-