EL HOMBRE DEL CAMBIO

 

Por J. M. ORTI BORDAS

 

Ya está el capitán atado por 1a muerte. Una a una, ha ido cumpliendo, durante ochenta y tres años de España, sus promesas. Hasta su último momento. Hasta su último aliento. La espera ha terminado. Comienza la esperanza. ¿Comienza? En verdad la esperanza representada por Francisco Franco se encendió a fin de siglo. Cuando Ganivet adivinaba que la verdad residía en el interior de España, cuando Machado invocaba la ermita junto al manso río, cuando Unamuno nos invitaba a encerrarnos en la natal dehesa, cuando el desencanto y la decepción, la sensación de impotencia y la certidumbre de una crisis nacional abatían el ánimo de España. Franco apostó por la fuerza vital de nuestra sociedad histórica frente al pesimismo fácil de los días amargos. Donde leyó crisis se juramentó consigo mismo a escribir cambio. Para la historia.

Para la historia he dicho. Y he dicho, según entiendo, bien. Porque el afán de cambio para España que en Franco alentó desde entonces no tuvo nada nunca de superficial o epidérmico, de fugaz o pasajero. Su perseverancia por abrazar la obra bien hecha le alejó de la improvisación, del ensayo, del experimento. Se adentró hasta el cuello, y aún hasta los ojos, en la realidad viva de España. Tuvo que extirpar de su país el enojo sectario al que derivó el intento de construir una democracia sobre los cimientos falsos del hambre, de la miseria, del analfabetismo, de la disidencia. Y al hacerlo, no quiso contentarse con imponer una mera modificación a la ruta de España. Exactamente, cambió su rumbo. Nada de rectificar la greña jacobina de la II República: la creación de un nuevo régimen político. Nada de superar un episodio de la vida nacional: la Inauguración de un nuevo período histórico. Nada de injertar savia extraña al árbol español, de profundísimas raíces: la conversión en operativa de nuestra intrahistoria. Nada de sucesiones en el personalismo: la restauración de la Institución monárquica. Sin frases. En silencio. Con la seguridad y la contundencia de un glaciar que avanza imperceptiblemente a través del tiempo. Y de la tierra. De su pisada, entrañable y compartida tierra, cuyo olor de madre que enamora ya fe reclama.

No. Enfrentado con sus responsabilidades ante la Historia, no quiso, como Prim, "derribar lo existente en medio del estruendo», para terminar en que «en medio del estruendo quedó en pie lo existente”. Exactamente, cambió a España. Consiguió estabilizar políticamente a un país que iba del tumbo del sobresalto al tumbo de la convulsión. Logró masificar la enseñanza en un país que partía de la incu1tura más profunda y generalizada. Conquistó el bienestar para un país con apetencias y demandas insatisfechas de siglos. Creó una sociedad urbana desde la desolación mesetaria y una sociedad industrial contra el prejuicio de nuestra incapacidad para el trabajo y la técnica. Colocó el bálsamo de la moderación en medio de los exaltados, la semilla de la concordia en medio de los irreconciliables, la exigencia de unidad en medio de los separados. Recibió una España vieja y entrega una nación de jóvenes. ¿Quién sino él nos ha instalado en la modernidad? ¿Quién sino él ha desatado sobre España el viento de nuestro tiempo y de nuestro mundo? ¿Quién sino él ha cambiado fa piel y la carne los huesos y el ritmo vital de este país, que ya siente la brisa de su ausencia entre sus hombres?

Un trozo acaba de desgajarse de España cara a la alta mar de la Historia. Se llamaba, se llama, se llamará Francisco Franco. Porque jamás tuvo piedad de sí mismo, protagonizó el cambio de España. No sólo, claro está, por eso. También porque tuvo siempre fe en su pueblo. Una fe viva, actuante, verdadera, inmensa y tozuda como las olas que no temen la vecindad de la arena. Sus poderes fueron esos millones de españoles que han trabajado incansablemente, como él, en paz; como él, y en silencio; como él, durante cuatro décadas para atesorar un país políticamente maduró, económicamente solvente, socialmente responsable y culturalmente libre.

Sólo se permitió un exceso. Amar con pasión desmedida, con patriotismo lúcido y fecundo, a España. Los españoles únicamente le hemos negado aquello que no estaba en nuestras manos: el morir de pie. No se ha apagado como una vela. Se ha encendido como una antorcha. Para guiar, para alentar, para alumbrar. A su luz habrá de verse el gran cambio que consiguió darle a España. Y, o mucho me equivoco, o antes de que comience el inventario de lo que este período ha sido y ha representado, los nuevos españoles se pondrán manos a la obra de continuar, de mejorar, de perfeccionar, de avanzar. Porque éste es un pueblo que ya ha aprendido a vivir hacia adelante. Porque también el cambio se continúa. Porque aquí no se reanuda nada porque nada se ha interrumpido. España será mañana lo que los españoles queramos que sea. Como hasta ahora. Y podrá acceder a la libertad y a la democracia porque, antes, un hombre, y un pueblo junto a él apiñado, rompieron las lianas que hacían intransitable el camino establecieron las condiciones precisas para poder practicar ese ejercicio de modestia en que la libertad y la democracia estriban. No importa que el precio haya sido más o menos duro. Ahora lo único que importa es conservar la certeza de que España no es una esperanza, sino una realidad.

Estamos superando la última incertidumbre del tránsito. El postrer servicio de Francisco Franco al país ha consistido justamente en la normalidad de dicho tránsito. La Monarquía del 22 de julio, personificada en Don Juan Carlos de Borbón, comienza a dar sus primeros frutos. La presencia de la institución proporciona seguridad. La seguridad de que España no va a desmentirse a sí misma, la seguridad de que su historia no se rompe, la seguridad de que el porvenir va a ser que hacer común, civil y pacifico. Y la convicción de que retorna a nuestra horizonte con el bagaje de un aliento nacional con el que todo comienza. otra vez. a ser posible.


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