FRANCO, HOMBRE CREYENTE

 

Por Marcelo GONZÁLEZ MARTÍN.

Cardenal Primado de España.

Yo no entro a juzgar la obra de Franco desde el punto de vista político. No es mi misión. Para mí hay otros valores más altos, sin los cuales la política, a la larga, tiene siempre algo de obligada frustración. Valores que se llaman paz, progreso ordenado, uso ponderado de la libertad, anhelo de justicia, trabajo creador, y, por encima de todo, sentido religioso de la vida que da a las empresas humanas, individuales o colectivas, la categoría suprema que ennoblece a los hombres.

Creo que durante los años que hemos vivido bajo la dirección de Francisco Franco, este conjunto de valores ha brillado con fulgor suficiente en la vida nacional como aspiración nobilísima, como logro alcanzado en grandes proporciones y como estímulo permanente para un perfeccionamiento progresivo y constante al cual ningún pueblo tiene derecho a renunciar.

Como gobernante de un país que pasó por una de las mayores tragedias que pueden amenazar la supervivencia de un pueblo, han brillado en él dos excelsas cualidades; la magnanimidad y la prudencia. Pienso que estas dos virtudes, tan sabiamente practicadas, explican algo del secreto de ese prodigio que hoy se da cuando el pueblo sencillo habla de él más que como un jefe de un padre de la Patria.

Pero, sobre todo, he admirado siempre en él su sentido religioso-católico, tan noble y tan profundo. Me parece que su comportamiento tan ejemplar, público y privado, en esta materia, tiene una significación excepcional en este mundo moderno en que el hombre, frente a los sistemas políticos que tratan de conducir a la sociedad se siente interiormente cada vez más desamparado y más sólo, es decir, menos hombre.

Y esto es distinto de las relaciones concretas entre la Iglesia y el Estado en cuanto se refiere a los cauces jurídicos por donde éstas deben discurrir. Accidental y temporalmente puede haber situaciones en que éstas se entorpecen por múltiples motivos, hasta que un diálogo continuado, lleno de amistad y de respeto, termina por eliminar las dificultades originadas hasta lograr un esclarecimiento que permite ver mejor cómo hay que regular, por el bien de los ciudadanos y de los miembros de la Iglesia, la necesaria armonía y la necesaria independencia. De ambas condiciones, fundamentales en una actuación de alta política y vigorosamente actuales  después del Concilio Vaticano II, habló Franco con la discreción que le era habitual.

Han sido muchas las cosas que han sucedido en España desde 1931 para que este asunto pueda ser tratado con ligereza. Un futuro no demasiado remoto nos enseñará a todos a comprender mejor lo que todavía es presente. Es un tributo que hay que pagar casi siempre. Ojalá, en medio de los avatares que puedan producirse, no nos conduzca a una funesta disminución del sentido religioso de la vida. Y éste no se da cuando no hay una fe viva en un Dios personal y trascendente.

Un día y en un momento propicio a la confidencia me atreví a preguntarle: "¿Es cierto que Vuestra Excelencia no ha perdido nunca, la serenidad en tales circunstancias?" Y Franco me contestó: "Jamás: siempre he creído que la vida del hombre está en manos de Dios"

 

ABC. 21 de Noviembre de 1975


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