HOMILÍA EN EL VALLE DE LOS CAÍDOS

Festividad de Cristo Rey y Funeral 20 Noviembre de 2.004

 

Por el Padre Anselmo Álvarez OSB. Abad de Santa Cruz

Un año tras otro la memoria de los caídos reúne ante este altar a muchos que queréis venir a orar para que el sacrificio de unos y otros haya servido a la redención de sus almas y a la salvación de España. Nuestra voluntad es que la Eucaristía que vamos a celebrar recoja en el mismo pan y en el mismo cáliz unas vidas cuya inmolación no fue inútil porque puede ser unida a la de Cristo, y con ella fecundar la vida de ese pueblo por el que fue ofrecida. Esto es lo que hacemos los monjes en la Misa de cada día en esta Basílica: unir dos sacrificios sobre el mismo altar: el de Cristo y el de todos los que murieron en aras de su propia causa, para que ambos sean acogidos en la presencia de Dios y sirvan para expiar las culpas en que ellos y nosotros hayamos incurrido.

Esta es la finalidad a la que sirve el Valle. En él se albergan los restos y la memoria de incontables españoles por encima de ideologías y parapetos. Por eso, los símbolos que guardan su descanso son signos de redención y de perdón, o son ángeles que hacen reposar sus espadas en señal del fin de la contienda. Escuchemos también nosotros su mensaje, que parece decirnos:

Dejad en paz la guerra; dejad en paz a los muertos, si no es para desearles el descanso eterno: todos sois hermanos, todos hijos de la misma tierra y de la misma patria, todos hijos del mismo Padre Dios. No enfrentéis de nuevo unos contra otros, ni abráis nuevas heridas en la convivencia pacífica de los españoles. No levantéis nuevas trincheras, ni forjéis nuevas espadas, de acero o de palabras, ni desatéis vientos que presagian tempestades.

No esgrimáis los argumentos de la guerra cuando se os han acabado las ideas y las utopías. No levantéis fronteras entre vosotros porque algunos hablen con otro acento o hayan nacido de un lado o de otro de este río o de aquella sierra. Si los muertos pudieran ser escuchados sólo les oiríais una palabra: reconciliaos. Es el mensaje de pacificación y concordia que vuelve a ser necesario trasmitir frente al antagonismo y el rencor que se instalan de nuevo en algunos.

Aquí, en el Valle, no se hace apología de nadie sino oración por todos. Aquí se celebra diariamente la liturgia eucarística y la alabanza de Dios como un himno que brota del corazón de España  para impetrar sobre ella la protección divina.

Este lugar no se hizo para apologías ni para nostalgias sino, como dicen todas sus piedras, para la gloria de la Cruz redentora y de Dios, Juez de vivos y muertos (tal como aparece representado en la cúpula); y asimismo para la promoción de la justicia y de la armonía entre los españoles, algo en lo que en el Valle se trabajó ejemplarmente a lo largo de muchos años (en aquel CES) hasta que alguien decidió eliminarlo.

Esta es fundamental la razón de ser del Valle.

La Misa de esta tarde nos sitúa ya en la celebración de la festividad de Cristo Rey. Muchos de estos caídos hicieron de su invocación su última palabra como hombres y como cristianos. Afirmaban con ella algo que pertenecerá siempre a la fe cristiana: Cristo es Rey: “Yo soy Rey, y para esto he venido: para dar testimonio de la verdad”: la verdad de que efectivamente soy Rey. Aunque mi reino no es el poder temporal, sino el que rige las conciencias y el orden del mundo y del hombre.

Como el príncipe de los Ángeles, Miguel, cada uno de nosotros debemos tener la intrepidez de proclamar: “Quién como Dios?” La supremacía sobre todas las cosas, en el cielo y en la tierra, le corresponde únicamente a Aquel que ha dicho: “Me ha sido dado todo poder en el cielo y en la tierra”. Porque “al sometérselo todo Dios no dejó nada que no pusiera bajo su dominio” (Heb 2, 8). “Él le dio la gloria, el poderío y el reino sobre todos los pueblos; todas la naciones y todos los hombres le servirán. Su dominio es un dominio eterno que no pasará, y su reino no será jamás destruido” (Dn 7, 13-14). Este es el lenguaje de Dios en la Escritura. Por eso Jesús nos insta a pedir:  “hágase tu voluntad en la tierra como en el cielo”.

Voluntad de Dios que es ley de amor pero no por ello menos imperativa. Dios no ha renunciado a esa autoridad, aunque parcialmente la comparta con el hombre: “dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios”.

Es necesario volver a proclamarlo así cuando tantos afirman que los individuos y los Estados sólo obedecen a sus propias normas: ‘ni Dios ni ley’, dice el viejo lema ácrata, en el que parecen inspirarse no pocos gobernantes cuando se trata de la legislación moral, sobre todo en el campo de la familia, de la educación y del respeto a la vida. Pero los poderes humanos y la libertad individual no han sido entregados al arbitrio caprichoso de nadie, sino a la responsabilidad racional de cada uno. 

Estamos viviendo una situación en la que se han roto todos los equilibrios morales y sofocado casi todos los gérmenes espirituales. El resultado es la “apostasía silenciosa” (J. Pablo II, ‘Iglesia en Europa’), el deslizamiento hacia el nihilismo moral y la paralela elevación de éste a categoría ética y jurídica de primer rango. Nos están empujando a un estado de excepción moral. En nombre de un absolutismo laicista se está adelantando la puesta en práctica de la Constitución europea en lo referente a la abolición de Dios y de su ley en la organización de la sociedad.

El hecho de que tales o cuales opciones de índole moral sean compartidas por algún sector de la misma no autoriza al legislador a ampararlas con el manto de la ley. No es sólo al ciudadano al que hay que escuchar cuando una conducta está más o menos arraigada. También lo pueden estar muchos comportamientos antisociales o antinacionales, a los que se niega justamente su legalización. De hecho, lo que no ratifica la recta razón ni la ley divina no queda legítimamente sancionado ni por la conciencia ni por la ley civil. “Es necesario obedecer a Dios antes que a los hombres”, lo cual vale para todos en cualquier circunstancia, porque aun dentro de la sociedad civil los hombres no dejan de ser súbditos de Dios.

Sucede, además, que lo que está en juego en esta liquidación de los principios morales no es sólo la ley de Dios sino el orden natural, la racionalidad, la cultura, las convicciones universales. Ni la sociedad humana ni el cristianismo han vivido de espaldas a la verdad del orden moral colectivo, cuando hasta ahora han creído y vivido según normas universalmente reconocidas. Junto a ellas ha actuado la ley para regular y preservar el bien común según criterios objetivos de rectitud y verdad. Es ahí donde se encuentra con el orden moral, el que tiene su fuente directa en Dios. En ambos se asienta la cultura y la propia civilidad, que marcan la dirección del verdadero progreso humano.

El hombre se ha dado la cultura para educar los comportamientos colectivos según los imperativos reconocidos de la razón, a fin de contener los posibles desbordamientos de la conducta. Por eso, la tolerancia total, tutelada por la ley, es el fin de la cultura y de la convivencia, cuando se toma como expresión de progreso y libertad lo que es negación máxima del espíritu humano. Pero ello no hace a una sociedad más fuerte, libre y progresiva, sino que la empuja al abismo, porque todo lo que se separa del centro se desintegra.

Nosotros, en España, supimos siempre que existe una Constitución primera y esencial: el Evangelio, considerado como suprema ley de las conciencias, tanto en el orden personal como en la esfera pública. Sabíamos, por eso, que lo que el Evangelio declara legítimo o ilegítimo lo es en cualquier espacio de la vida humana. En ello está en juego esa soberanía universal que corresponde al Dios único y que es la garantía máxima frente a la subversión del orden.

Lo que hoy parece programado es el debilitamiento y la humillación de un pueblo que ha sido noble y fuerte porque sólo se ha humillado ante Dios y ante su soberanía, y porque ha sido durante siglos su embajador ante el mundo. Aunque no es alentador el estoicismo que hemos mostrado hasta ahora ante ese atropello, nadie puede dudar que más pronto o más tarde, en la sociedad española se levantará un clamor incontenible en demanda de reparación por los infinitos daños morales causados en la familia y en la sociedad, en el orden moral y social, en el honor y en el espíritu de los españoles.

Con la inmensa mayoría de ellos, nosotros repetimos hoy: “Tuyo es el reino; tuyo el poder y la gloria por siempre, Señor”.

 

© Generalísimo Francisco Franco. 20 de Noviembre de 2.004.-

 


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