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Mensajes de fin de Año.


 
30 de diciembre de 1963.

  (MADRID el 30 de diciembre de 1963)


Españoles:

Permitidme que cuando el año termina y hacéis cálculos y esperanzas sobre el que llega, penetre en vuestra intimidad para haceros conocer lo más saliente del diario de a bordo de la gran nave en que los españoles estamos embarcados y de nuestros pronósticos para las nuevas singladuras. No creáis que porque el tiempo haya sido de bonanza y la travesía relativamente feliz, carece la navegación de peligros y no interesa a todos la marcha de la nave.

Vuestra vida está íntimamente ligada a la marcha de la política. Su doctrina y la forma de conducirla es capital para vuestro futuro. No tenéis más que mirar hacia atrás. Los años que precedieron a nuestra Cruzada, a los mártires de nuestra causa, a sus persecuciones y sufrimientos en la zona roja, para que apreciéis su íntima conexión con los desaciertos y errores de toda una política. Volved la vista a las naciones cautivas del centro de Europa y pensad lo que ha sido de tantos hogares cristianos bajo la anarquía de los pueblos sin ley. ¿De qué les ha servido la buena fe, el juego limpio, la confianza en su propia razón? Mirad a Hispanoamérica y veréis igualmente a tantas naciones de nuestra estirpe que se debaten por el imperio de la paz y del orden interno y, sin embargo, como resultado de la política, se ven hoy amenazadas por la anarquía y el comunismo.

Hoy no se puede ser indiferente en política, porque vivimos una era que la venimos llamando de la guerra fría, pero que en realidad se trata de una guerra política. El peligro mayor no está en la carrera de los armamentos nucleares, con sus amenazas apocalípticas. No será nunca la mutua destrucción el medio que el comunismo elija. Su camino seguro es la guerra política, en la que lleva todas las ventajas y donde el Occidente se encuentra más desarmado.

Si reconocemos este hecho de la guerra política en que vivimos, los procedimientos que le opongamos no pueden ser de paz. Lo que se ventila es más grave que una batalla o que la fase perdida de una guerra. Significa la pérdida total, con la esclavitud más bárbara como secuela. Los países que sufren hoy tras el «telón de acero» no se perdieron por un revés militar, sino por las debilidades de una desacertada política. ¿De qué les sirvieron su buena fe y su amor a la libertad a tantas naciones? El enemigo se aprovechó de la libertad para destruirla.

Aceptado el principio de la guerra política, hay que reaccionar, cerrarle los caminos. No es el viejo liberalismo el clima apropiado para la defensa. Nos hallamos frente a un enemigo que emplea todos los recursos: la captación de voluntades, la compra de conciencias; que lleva cuarenta años en la práctica de la subversión, en la conquista de los puestos clave, en el empleo de la calumnia y de la mentira, en la explotación de las divisiones internas; que utiliza centenares de millones de dólares para adueñarse de los resortes propagandísticos, que sabe comprar a tiempo a débiles intelectuales o a directivos sindicales, a todo cuanto pueda representar un punto decisivo para su guerra de subversión.

¿Qué es lo que opone a todo esto el Occidente? Una unidad amenazada por la supervivencia de viejas rivalidades, de aspiraciones hegemónicas, y que sufren en su interior el cáncer de los viejos partidos políticos; sistemas políticos envejecidos que no pueden despertar en las masas entusiasmo ni ilusión.

Si el mundo es tan loco y obcecado que no acierta a defenderse en este campo de la guerra política que amenaza a tantas naciones de caer en ese abismo trágico que el comunismo les prepara, no seamos nosotros tan torpes y suicidas que por mimetismo político nos dejemos influenciar por fórmulas periclitadas.

La vida es una batalla permanente, en la que no podemos dormimos, y la paz, una conquista que es necesario celar y defender. Pero no es esto sólo, con ser lo más grave, en lo que la política afecta a nuestro futuro, sino a todas las manifestaciones de nuestra propia vida.

En la descristianización del mundo, en el propio atraso económico-social en que nuestra Nación se debatía, influía de una manera decisiva una larga trayectoria política, la misma que nos ha hecho perder en luchas y discusiones bizantinas los años más decisivos en la vida económica de Europa. Si así no fuera, no estaría hoy con vosotros dirigiendo los destinos de la Patria. No nos bastaba el ganar la guerra; había que asegurar para el futuro el no volver a caer en el mismo abismo. Así lo manifestamos desde el primer momento y así lo hemos venido cumpliendo durante estos veinticinco años, los más difíciles de la vida de España y en que las amenazas de todo orden rondaron a nuestra Patria.

Conozco que hay quienes, deslumbrados por el exterior, nos tachan de distanciarnos del pensamiento político de Occidente, de ese mundo viejo que todavía estira su planeo y, en verdad, no ha dejado de preocuparme el que tantas personas de valía que rigen a los países del Occidente no hayan sabido enjuiciar el verdadero problema y prevenir el futuro; pero sin duda las pasiones políticas y los intereses de partido no les permiten ver el horizonte. Si reconocemos vivir bajo una guerra política, los medios para luchar han de ser eminentemente políticos. Lo interesante en estos momentos de evolución del mundo en que vivimos no es estar con el mundo de ayer, sino el acertar con el mundo de mañana. Si los otros se empeñan en mantenerse estáticos, nosotros debemos sentimos fuertemente dinámicos.

Examinemos cuál es la situación: está claramente reconocido el que las guerras aceleran la marcha. política de los pueblos y que la evolución del pensamiento político en Europa es ya una realidad, aunque se disfrace todavía con sus viejos rótulos. ¿Qué otra cosa son los planes de desarrollo, la utilización de la empresa pública, el mercado en común y tantas intervenciones en la dirección económica de las naciones, ante cuyas realidades aún ayer se rasgaban sus vestiduras los gobernantes? ¿Qué podemos decir del reconocimiento social de nuestra era y la subordinación progresiva a lo social de todo lo político? Mas pasemos revista a las fuerzas que en esta guerra política se enfrentan.

El comunismo se ofrece con ímpetu de juventud, con dinamismo, con conocimiento de la situación, y explota en sus banderas el lema de la justicia social que las masas más numerosas demandan, halaga las pasiones, a la Empresa capitalista opone la Empresa pública, y lleva cuarenta años con agentes y dinero sin límites preparando la subversión.

¿Qué es lo que le ofrece el Occidente? Sistemas políticos envejecidos, injusticias seculares inherentes al sistema capitalista liberal; una democracia inorgánica que los divide y debilita y una libertad menoscabada por los estados reales de miseria; la riqueza y la opulencia al lado de la miseria, naciones ricas y poderosas que viven del coloniaje económico sobre las más atrasadas. Su acción no puede ser captadora; los pueblos universalmente lo rechazan. Los tantos que se apunta son solamente los negativos que le dan los fracasos del adversario.

Pero el comunismo en sí tiene dos caras: la que presenta al exterior con la definición del gobierno del pueblo por el pueblo, la de la justicia social, la de la extensión de la cultura, la de la igualdad de oportunidades, la de su potencia militar y adelanto científico logrados, la de la Empresa pública y la negación de clases; pero oculta la otra, la real: la del comunismo por dentro y que explica los muros de la vergüenza, los telones de acero y el alambre de espino circundando las fronteras; la del imperialismo insaciable, la del terrorismo policiaco, la de la esclavitud y anulación de toda clase de libertades, la de las persecuciones religiosas, la negación de la justicia, la omnipotencia del Estado, la negación de todos los derechos y la desaparición total de la dignidad humana. Enseña la cara que cautiva y oculta la que repele, pero en esta cara oculta está la debilidad y el fracaso completo del comunismo.

Mas ese impulso que las guerras imprimen al pensamiento político universal empieza a alcanzar al comunismo soviético, que comienza a reconocer sus crímenes y errores y que parece haber iniciado una sensible evolución. Y es que al extenderse la cultura se empiezan a formar estados de opinión, y los gobernantes no pueden hurtarse hacia lo que naturalmente las masas demandan, y a éstas le gustan lo que encuentran de bueno y aceptable en la cara buena y condenan y repelen lo que contra la naturaleza humana registran en su cara mala.

¿Cuánto ha tardado el comunismo en iniciar esta evolución? ¿Cuántos han sido los millones de seres muertos en Rusia por el hambre, por los sufrimientos en los campos de concentración y en las cárceles y checas?

Si pensamos que en hombre es el medio en que la política del mundo se desarrolla y que son semejantes sus sentimientos en uno y otro lugar, hemos de concluir reconociendo que, más lentamente o más aprisa, todos caminarán hacia las mismas metas.

El mundo político futuro recogerá de uno y otro sistema lo que tenga de bueno, constructivo y eficaz, y rechazará y dejará en el camino todas las aberraciones
y males de sus caras malas. 

Lo importante para los pueblos en esta hora es el poder llegar a la meta por una evolución natural y dirigida y no por vencimiento o por subversión, teniendo que pasar por la noche trágica del comunismo terrorista. Cuando el comunismo echa su garra sobre una nación ya no la suelta; lleva a sus checas sus hombres, sus brigadas internacionales, su terrorismo policiaco; que extirpa y destruye todo elemento de defensa: Policía, Ejército, intelectualidad, cuanto pueda pensar y discrepar. 

Si la Revolución francesa tuvo tanta repercusión en los sistemas políticos que la siguieron hasta nuestros días, hay que deducir la influencia que va a tener en el futuro el paso del comunismo por la mitad de la población del universo. Y no es que el comunismo pueda en sí perdurar, porque lleva dentro el germen mismo de su destrucción, y los que le odian más y lo rechazan son los pueblos que en alguna forma lo han sufrido; pero el comunismo, sin embargo, ha recogido la bandera de lo que una gran parte del mundo anhela, aunque luego lo traicione y no pueda ni quiera servirlo.

Por esto, nuestro Movimiento tiene una enorme actualidad, incomparablemente mayor que la que tuvo en sus albores. Su existencia se acusa cada día como más necesaria, que si durante veinticinco años, a lo largo de etapas difíciles, condicionadas muchas veces por las profundas alteraciones que el mundo ha ido sufriendo a nuestro alrededor, ha sabido mantener la paz interna, plantear una profunda renovación social, haciendo posible el resurgimiento espiritual y material de la nación, hoy ha vuelto a ser la clave de la salvación de nuestra Patria.

No creáis por esto que os digo que estamos completamente satisfechos de nuestra obra. Reconocemos haber logrado mucho, pero también es mucho lo que nos falta por hacer. Una revolución que sea constructiva no puede ignorar la interdependencia de lo económico. El crédito vive unido a la confianza y a la estabilidad. No se puede ir más aprisa de lo que vamos. Nuestra revolución es progresiva y profunda, sin desmontar el tinglado viejo antes de tener el nuevo dispuesto. A los que creen que nuestra revolución va lenta, yo les pediría que mirasen para atrás y analizasen lo que hemos avanzado con paso firme y sin un solo retroceso.

Precisamente en estos días en que se reúne la familia al calor del hogar, cuando tantos disfrutan de lo superfluo, se acusan más las; zonas deprimidas y las desigualdades sociales. Mi recuerdo en esta hora está con los pobres y con los que, obligados por la necesidad, han buscado trabajo fuera de las fronteras. Nuestra aspiración es que nadie por necesidad tenga que alejarse de su patria; redimir a los sectores deprimidos que en la nación existan, que la justicia social llegue a todos los rincones, y si en algún sentido falla lo remedie la fraternidad humana con espíritu de caridad; pero para lograr esto no basta el enunciarlo, hay que trabajarlo. Para elevar el nivel de vida hay que aumentar la renta nacional y dirigir la acción sobre las regiones y comarcas menos dotadas. He aquí la razón del Plan de Desarrollo que con el año que empieza acometemos.

El Plan de Desarrollo no es una cosa nueva en nuestra Nación. En los albores de nuestra Cruzada se nos presentó el gran problema de hacer resurgir la Nación de los quebrantos de la guerra y del atraso secular que padecía. España se encontraba exhausta, sin materias primas ni divisas y con una balanza comercial exterior, anterior a nuestra guerra, francamente desfavorable.

A muchos, entre los que se contaban los hombres más destacados de nuestra vida política anterior, pareció entonces empresa de locos la que acometíamos, compartiendo el concepto general de los primates rojos de abandonarnos una España inviable. Así nació nuestro plan de urgencia, primera fase de nuestro desarrollo, cuyo objetivo inmediato era el de sobrevivir y alcanzar progresivamente la nivelación de nuestra balanza de pagos con el exterior y el pleno empleo en el interior.

Comprendían estos planes de urgencia la recuperación de nuestros campos, la restauración de nuestra industria, la reconstrucción de lo destruido y las batallas del trigo, del algodón, de la madera, de los abonos, de la Marina mercante, de la electricidad, de los camiones y tractores, del petróleo, de los medicamentos, de la maquinaria eléctrica, de las máquinas-herramienta, de los nuevos regadíos, de la repoblación forestal y de la vivienda y la intensificación general de nuestras producciones clásicas, como eran la de la carne, los huevos, el hierro y el cemento.

En este plan, dificultado por una guerra universal y afectado por las prolongadas sequías y las heladas, se forjaron los instrumentos para su realización que nos permitieron la mejora progresiva y constante de nuestra situación, así como más tarde enfrentamos con la estabilización, y lograda ésta, ingresar en los Organismos económicos internacionales con vistas al Plan de Desarrollo.

La trascendencia de este Plan de Desarrollo Económico-Social, que las Cortes Españolas en su última sesión han aprobado, tiene la importancia de ser el fruto de la fecunda colaboración de representantes de la Administración pública, de la Organización Sindical y de grupos cualificados de sociólogos, economistas y técnicos de las diversas especialidades, pasando de 1.600 las personas que han participado directamente en esta gran tarea.

La primacía de los objetivos sociales se afirma constantemente. El Plan acelerará la formación técnica y la integración social, reduciendo progresivamente las diferencias entre los distintos niveles de la sociedad, y promoverá el ascenso a las más elevadas condiciones sociales y profesionales, en plena igualdad de oportunidades para todos. Al servicio de estos fines, el Plan crea los instrumentos precisos para llevar a cabo una decidida política social de rentas que encauce de un modo cada vez más justo la retribución de los factores de la producción y de los demás sectores perceptores de ingresos, así como la política fiscal con fines redistributivos y la política de precios, de forma que su estabilidad garantice la efectividad de los niveles de rentas previstos en el Plan.

Las principales directivas del Plan se presentan claras: crear los puestos de trabajo necesarios para mantener el pleno empleo y para absorber los excedentes de la mano de obra campesina y el natural incremento demográfico, intensificar la acción de transformación en regadíos, de alumbramientos de aguas, de concentración parcelaria, de ordenación rural y demás acciones para la transformación de nuestras estructuras agrarias.

En el camino de nuestra recuperación .económica, el Plan de Desarrollo supone un avance considerable que mejora de modo sustancial los supuestos económicos de nuestro país. La planificación de la economía es un principio de orden que debe aproximarnos a las metas deseadas y que nos permitirá conocer con mayor exactitud las posibilidades competitivas de nuestra economía, colocándonos en situación más favorable frente a los grandes mercados mundiales.

El Plan supone, pues, la puesta en práctica de unas estimaciones coordinadas, a las que el Estado contribuye con sus medios materiales y legales; pero la sociedad debe contribuir con su voluntad y empeño, ya que sin el entusiasmo de todos y sin una generosa interpretación de nuestras necesidades no sería posible el avance considerable que hemos programado.

Pero de poco serviría un Plan de Desarrollo que no encontrase eco, colaboración y apoyo en el pueblo trabajador y en las estructuras económicas y sociales del país, y por eso confiamos en el instrumento básico que el sindicalismo representa para canalizar y coordinar esta participación colectiva en nuestro desarrollo.

El sistema sindical español no es una estructura estática puramente orgánica, sino que entraña un dinamismo que viene a coincidir plenamente con la idea de desarrollo que hoy estamos poniendo en juego, que facilitará el encauzar el esfuerzo colectivo de los empresarios, los técnicos y los trabajadores españoles y demostrar una vez más su eficacia y su sentido de responsabilidad. Si en estos momentos no dispusiéramos de nuestra Organización Sindical hubiéramos tenido que improvisarla para acometer esta tarea de desarrollo económico y social con que se enfrenta España.

Las cifras que registra el Plan de Desarrollo acusan el agudo sentido social que preside la política económica del régimen. En los cuatro años del Plan se invertirán en enseñanza casi 23.000 millones de pesetas, y en viviendas más de 65.000 millones. Es un plan económico, pues, en que se da primordial importancia, por primera vez en nuestra Patria, a dos capítulos que sólo indirectamente tienen relación con la economía. El Estado ha querido así demostrar su constante preocupación por los problemas sociales que afectan a nuestra sociedad, dedicando cuantiosos recuerdos a la directa elevación de los niveles físicos y espirituales en los que viven nuestras clases más necesitadas. Sin el menor matiz demagógico, creo podemos afirmar que esas cifras significan un auténtico progreso revolucionario que ha de incidir directamente sobre la estructura de la sociedad española, permitiendo a los más capacitados el acceso a los puestos directivos sin que la condición económica y social de los elegidos pueda influir en las posibilidades que ante nosotros se abren.

Para dar una idea mayor del esfuerzo que el Plan de Desarrollo representa, de sus ambiciosos propósitos de carácter expansivo, bastará señalar unas pocas cifras: la inversión pública total en los cuatro últimos años, 1959 a 1962, inclusive, fue de 171.900 millones de pesetas. La cifra consignada en el programa de inversiones públicas para el próximo cuatrienio es de 335.000 millones, aproximadamente el doble.

El Plan de Desarrollo va a constituir la gran obra de nuestro tiempo. Si, carentes de todo y en las condiciones más difíciles, hemos podido dar a nuestra nación el impulso y resurgimiento logrados en la etapa anterior, no son los medios los que han de faltarnos cuando contamos con los instrumentos eficientes forjados en estos años: reservas de divisas, créditos del exterior y capacidad demostrada de nuestros empresarios y técnicos. Yo invito a todos los españoles a esta gran tarea, que tantos beneficios ha de aportar para la Patria.

Renuncio, por no hacer más pesada esta oración, a enumerar las relaciones del régimen en el año que termina. Solamente destacaré la eficacia de los medios puestos en juego para remediar la catástrofe de las inundaciones de Cataluña, en que se puso de relieve la solidaridad de la nación, y la rapidez con que hubo de atenderse a las siguientes en Andalucía; pero entre todas estas realizaciones, las que destacarán más por su eminente carácter social son las dos campañas iniciadas para redimir a la nación de la poliomielitis, de las chabolas de sus poblaciones, y la intensa de alfabetización, a la que están dedicados especialmente cinco mil maestros.

Cuando pienso en las generaciones que habrán de sucedemos, me preocupa el que encuentren ante su camino unas líneas maestras y unos cauces instrumenta- les claros y definidos. Muchas gentes tienden a olvidar, dentro y fuera de España, cuáles han sido las causas que nos condujeron a la situación presente. Es verdad que el próximo año podremos celebrar el veinticinco aniversario de la paz y conmemorar así los esfuerzos que a lo largo de este cuarto de siglo dedicamos para conseguir, primero, la reconstrucción material del país, y segundo, la mejor convivencia entre los españoles; pero esos veinticinco años, que son, sin duda, un largo período para la historia de un hombre, constituyen un plazo relativamente corto para la historia de un pueblo. Las heridas. sociales, las rupturas de la convivencia, no se sueldan con la misma facilidad con que pueden cicatrizar las heridas de un individuo. Por ello, mi máxima preocupación ha sido siempre, y seguirá siéndolo, el conseguir que la sociedad española reconstituida inicie sobre bases firmes su secular caminar histórico.

La perfección absoluta en política no puede existir; sólo un agudo sentido del compromiso hace posible la estabilidad de los cuerpos sociales. Pero el compromiso sólo puede ejercitarse evidentemente en cuestiones de índole adjetiva, formal o circunstancial, pero nunca sobre las esencias últimas, en las que reposa el carácter y espíritu de una nación, que deciden de su porvenir. Cuando el pueblo todo reconoce y acepta esas esencias últimas es posible una fácil convivencia política; pero cuando los extremismos pretenden poner en discusión esas esencias, entonces la convivencia ordenada y pacífica se hace prácticamente imposible. La responsabilidad del gobernante reside en hacer viable una convivencia que se apoya en la gran mayoría de la comunidad política, manteniendo a todos los extremos aleja. dos de la posibilidad de iniciar todos los días su consciente o inconsciente labor de destrucción.

Durante estos años hemos instrumentado todo un sistema político que, a nuestro modo de ver, convenía al modo de ser español, que, evidentemente, era aceptado y aprobado por la inmensa mayoría de la Nación y que nos ha permitido superar los años más difíciles de la vida de nuestra Patria. Nunca nos opusimos al perfeccionamiento y posible evolución de este sistema, como nunca cerramos el camino a cualquier español que quisiera colaborar en la honrosa tarea de contribuir al mejoramiento material constitucional de su propio país.

A lo largo de estos años, muchos son los que se han sumado a esta tarea: unos estuvieron desde el principio a nuestro lado; otros han venido del campo de enfrente y cada vez con mayor frecuencia; los más, surgen del conjunto de la sociedad española nacido a la vida política años después de nuestra guerra de liberación. La colaboración con todos no sólo es posible, sino que es deseable, y las instituciones españolas tienen abiertas sus puertas para todos ellos.

No somos nosotros los que no queremos olvidar, son contados elementos de la vida nacional o del mundo internacional los que una y otra vez intentan replantear el problema pretendiendo retrotraer la Historia. De este modo, la hostilidad reconcentrada de unos pocos intenta dificultar a la inmensa mayoría el proyectarse con paz y tranquilidad hacia el futuro.

La historia de cada día nos prueba que cualquier incidente, la menor circunstancia, el detalle más irrelevante para la auténtica problemática del quehacer nacional, es alzado frente a nosotros, difundido amplia- mente y tergiversado, con el exclusivo fin de poner en entredicho el buen nombre del pueblo español o del sistema político que ese pueblo se ha dado. Entristece pensar que puedan ser españoles los que de ese modo proceden, como entristece comprobar que a lo largo de la Historia la leyenda negra contra nuestro país fue siempre alimentada por españoles resentidos que habían fracasado en su vinculación a la comunidad nacional.

Yo acepto y comprendo que cuando se descubre una infracción, un abuso o un delito, los españoles lo denuncien con claridad y precisión. Todas las instituciones y todos los sistemas han estado y estarán siempre expuestos a la fragilidad de la naturaleza humana. Pero en España las leyes prevén los cauces adecuados para ejercitar esas denuncias: las Cortes, los Tribunales de justicia, el derecho de petición, los ministerios competentes y el Jefe del Estado pueden y deben recibir cuantas instancias en este terreno quieran dirigirles los españoles; si de lo que se trata es de obtener un esclarecimiento, de conseguir un acto de justicia o de lograr una reparación, los caminos están claramente trazados. Jamás en España ni en nación alguna disfrutó de mayor independencia la justicia. Pero si lo que se pretende es realizar una política de escándalo, desprestigiar al propio país y a sus instituciones, mantener una permanente campaña mendaz, entonces, aun sintiéndolo, reconoceréis que en defensa de la sociedad y de las leyes que todos hemos aceptado, no queda más solución que dejar actuar el automatismo jurídico que debe proteger a toda sociedad organizada.

Cara a la próxima celebración de este cuarto de siglo, yo quisiera, una vez más, recordaros que el mejor fruto recogido en todo este tiempo debe ser la unidad entre todos los españoles. Pero fijaros bien que cuando digo unidad no quiero decir uniformidad, sino simplemente coincidencia y respeto en lo que es esencial a la propia existencia de España. Dentro de esa unidad caben posiblemente muy diferentes actitudes y acentos; cabe la oposición al medio, medida o decisión circunstancial; cabe la más variada diversidad de pareceres. Lo único que no cabe es el dogmatismo dirigido contra la propia esencia de la Nación y de su ordenamiento jurídico.

El Régimen español, que desde sus orígenes se definió a sí mismo como revolucionario, no ha ocultado en ningún momento esa tendencia de aspirar a conseguir una profunda modificación de las condiciones de vida que imperaban en la España anterior a 1936. Pero las revoluciones, para ser efectivas y duraderas, no pueden basarse exclusivamente en un cambio de estructura política, sino que necesitan apoyarse en modificaciones
sustanciales en las condiciones económicas y distribución de la riqueza. Y este proceso requiere un período de tiempo que será más o menos largo, según las circunstancias de toda índole que vengan a influir en el transcurso de la propia evolución.

Ahora bien, una revolución de este tipo, si debe producir fruto perdurable, habrá de ser pensada y organizada con serio supuesto teórico técnico del legislador y con arreglo a un esfuerzo mantenido de toda la sociedad. En el mundo moderno, con la complejidad de problemas que se derivan de la estructura económica, no son ya posibles las clásicas revoluciones románticas que pretendían mejorar las condiciones de un pueblo con una simple algarada callejera. Las revoluciones de hoy deberán ser el producto de la conjunción de los hombres responsables que aspiren a la mejora social y de los técnicos que pongan al servicio del ideal revolucionario sus conocimientos.

Una nueva estructuración. de la propiedad y de la producción agraria, unas modificaciones fiscales y una más directa participación del sentido social en los beneficios de la producción o incluso en la distribución, significará un avance decisivo en el camino de la revolución nacional que el Estado español se ha propuesto realizar.

Yo quisiera por ello aprovechar esta ocasión para invitar a todos los españoles a aportar sus conocimientos, su preparación y espíritu de sacrificio a esta gran labor que puede ser la tarea de toda una generación.

Si aunamos el esfuerzo intelectual de todas nuestras asociaciones, corporaciones, sindicatos, cooperativas, universidades y órganos consultivos de la Nación conseguiremos dar un paso cada día que nos aproxime a una sociedad más justa. Si la juventud española, consciente de su grave responsabilidad en esta hora, acepta el reto de los tiempos nuevos y con sinceridad y autenticidad se dedica a organizar la gran tarea de transformar a España, la revolución nacional que nosotros iniciamos en condiciones precarias podrá completarse en un plazo de tiempo no excesivamente largo, y de ese modo, al final del periodo, el país, asentado sobre unas bases sociológicas más firmes, habrá encontrado definitivamente .una permanente estabilidad de estructuras políticas, asegurando la paz, el bienestar y la felicidad de todos los españoles.

Ahora bien, ese esfuerzo de conjunto que propongo, esa proyección al futuro que deseo y los cambios de estructura que, evidentemente, son necesarios, se retrasarían lamentablemente si, una vez más, nos dejásemos sorprender por la propensión de nuestro temperamento, que lleva al particularismo y a la dispersión. Sólo un esfuerzo de conjunto, un afán colectivo y perdurable serán capaces de realizar esa aspiración de justicia que, sin duda, es la nota característica de la época en que vivimos. No son los detalles de las instituciones de una determinada sociedad los que impiden o favorecen la evolución y el progreso de un pueblo; es la voluntad colectiva de toda una sociedad, la coincidencia mayoritaria en unas metas y el sentido del compromiso los que permiten a los grandes pueblos su continuado avance y mejora.

Una nueva prueba de la enorme capacidad de iniciativa y de la fecundidad del Estado español la tenemos en la feliz tramitación de la ley sobre autonomía de gobierno para nuestros territorios ultramarinos de Guinea y Fernando Poo. Al amparo de nuestra bandera habían ido creando su personalidad, ascendiendo de la vida tribal a la de una sociedad civilizada. Durante muchos años atendimos a su sanidad y a su cultura en medida igualo superior a la que disfrutaban los pueblos de nuestra metrópoli.

Pero planteado el problema de la autodecisión en los territorios de África, el Gobierno de la Nación exploró con gran espíritu de comprensión los sentimientos de los habitantes de aquellas zonas, y tras las oportunas consultas y conversaciones con sus representantes, presentó a las Cortes un proyecto de ley que diese satisfacción a la población de aquellos territorios. Si ellos querían ser españoles, España estaba dispuesta a ayudarles y a defenderles. Si hubieran deseado separarse, España no hubiera .gastado un hombre en retenerlos. Saben los naturales que su nivel de vida es muy superior al de los países vecinos; que su libertad y la supervivencia de su personalidad sólo son posibles al lado de España; que si ésta los abandonase serían víctimas propiciatorias de las ambiciones expansionistas de comarcas vecinas más pobladas y que en la conveniencia con España descansan su desarrollo y su progreso.

Las Cortes, por su parte, han colaborado con un alto sentido de su responsabilidad, comprendiendo la trascendencia de una ley que supone una modificación sustancial de la situación anterior, razón por la que la nueva disposición había que suponer sería examinada por propios y extraños con minuciosidad y detalle.

El éxito alcanzado en todos los ambientes y la satisfacción con que el texto ha sido recibido y refrendado por los naturales de aquellos territorios prueban las acertadas previsiones del Gobierno y el espíritu de generosidad con que actuó el legislador. El plebiscito que tuvo lugar en aquellos territorios nos ha dado la medida exacta de nuestra libertad y puesto de manifiesto el aprecio que merece a sus destinatarios el nuevo Estatuto legal.

La nueva legislación queda abierta a futuros perfeccionamientos; si la experiencia demostrase que era necesaria la reforma con idéntica comprensión y generosidad, el Gobierno estaría siempre dispuesto a un nuevo estudio de la situación. Nosotros entendemos haber contribuido así a la mejor solución de un problema, creando, además, los cauces necesarios para un diálogo que deberá ser siempre mantenido con gran claridad y con elevado espíritu de colaboración.

Yo pregunto: ¿Hubiera sido ,posible en otras épocas y circunstancias encontrar una solución satisfactoria en tan breve plazo de tiempo? Creo que no, y ello me confirma en la creencia de que nuestro Estado es hoy capaz de resolver con sentido progresista y evolutivo problemas que los regímenes anteriores hubieran dejado sin solución.

Como veis, mirando hacia el interior, la situación es clara: Hemos alcanzado un grado elevado de mejora y estabilidad que nos permite pensar en el mañana y continuar perfeccionando un sistema que durante veinticinco años, y en las circunstancias más adversas, permitió al pueblo español superar una cruel contienda, mejorar muchas de sus estructuras, sortear peligros ciertos de orden exterior y fomentar una convivencia nacional que durante más de un siglo se había presentado precaria. Pero España no vive aislada del mundo; España, como cualquier otro país, vive en relación constante y permanente con el resto de la comunidad internacional y, por ello, cuanto en esta comunidad ocurre nos afecta directa o indirectamente.

De ese modo tenemos interés en proyectar fuera de nuestras fronteras una auténtica imagen de nuestra situación y condiciones, como tenemos derecho a que se nos juzgue con objetividad y se nos respete, como nosotros respetamos a los demás.

En un mundo cambiante, en el que descubrimos todo género de regímenes y de sistemas, no parece razonable hacer un juicio sobre cualquiera de ellos en tanto su actividad se radique a los límites estrictos de cada una de las sociedades nacionales. Por ello, España, que mantiene las más cordiales relaciones con una gran mayoría de los restantes pueblos del conjunto universal, se abstiene de juzgar o de interpretar las soluciones concretas que cada uno de ellos haya adoptado para resolver sus problemas domésticos, y sólo se enfrenta con aquellos sistemas que, rebasando la esfera nacional, intentan, con un claro imperialismo ideológico, imponer a otros pueblos su ideología o sus normas de gobierno.

Nuestra tradición cristiana y nuestro profundo sentido del derecho y de la justicia nos llevan a practicar el entendimiento y la cordialidad con todos los restantes pueblos, y cuando en alguno de ellos surge un problema directo que nos afecta, tratamos, por medio de la negociación, de encontrar siempre una solución amistosa que dé satisfacción, hasta donde sea posible, a las partes interesadas.

En virtud de estos principios, en el último año hemos tenido la satisfacción de renovar nuestro acuerdo con los Estados Unidos de América, en que se pusieron de manifiesto la mutua comprensión y estima, reafirmando una vieja amistad y colaboración iniciadas hace diez años. Por ello quisiéramos ahora, recordando una vez más la tristeza y el dolor por que ha pasado recientemente el pueblo americano, reafirmar nuestros sentimientos de solidaridad, nuestro firme deseo de colaboración y nuestra gratitud por la amistosa ayuda que nos ha venido prestando.

En una esfera mucho más amplia y general, España se ha adherido al pacto antinuclear, del que forma parte una inmensa mayoría de los pueblos. Para nosotros, cuanto pueda suponer una contribución a la paz y al mejor entendimiento entre todos los hombres será siempre bien recibido, y cualquier sacrificio que en su nombre se nos imponga será siempre cordialmente aceptado. Ese mismo es el norte que nos guía en nuestras actuaciones en las Naciones Unidas o en cualquier otro organismo de dimensión mundial o internacional pretendemos con nuestra modesta aportación y contribución coadyuvar de esta manera a una labor en la que sea posible la resolución pacífica de todos los conflictos, la contribución a la resolución de los graves problemas que afectan a la Humanidad y la ayuda hacia todos los pueblos que sufran una calamidad imprevista.

Mirando hacia el exterior, la situación de España se ha consolidado año tras año, adquiriendo nuestro país un más sólido y elevado prestigio, del que son exponentes los acuerdos económicos que tuvieron lugar con París y Bonn, tan importantes para nuestro progreso. Nuestro respeto a los compromisos contraídos y nuestra desinteresada colaboración a la resolución de los grandes problemas que el mundo presenta, nuestra fraternal unión con los pueblos de habla española y nuestro sentido de la responsabilidad y de la seriedad internacionales nos han permitido imponer el nombre de España como el de una nación que, con rectitud, seriedad y espíritu de justicia, está siempre dispuesta a la colaboración, al entendimiento y a la resolución negociada de cualesquiera dificultades que puedan surgir.

No quisiera dejar de señalar que también en el exterior existe el pequeño reducto político en que con alguna frecuencia se intentan plantear dificultades al buen entendimiento de España con los otros pueblos. Las razones que pueden existir para esta actitud son, a mi modo de ver, claras: en unos casos se trata de utilizar el nombre de España como un arma que puede ser empleada en et menudo juego de la política interior de algunos países; en otros, de evidentes consignas dictadas por el imperialismo ideológico de ciertos regímenes y, por último, en los más, de pequeñas conjuras urdidas por españoles resentidos, que prefieren desprestigiar el nombre de su país a cambio de pequeños éxitos personales o de apoyos intrascendentes para su trasnochado dogmatismo. El sectarismo que ello implica es difícil de justificar y descalifica, por su sola existencia, a quienes con absoluto desprecio de las condiciones de vida de un pueblo pretenden mantener unas circunstancias o plataformas que sólo a título personal pueden justificarse. Afortunadamente, los millones de extranjeros que anualmente nos visitan permiten la más eficaz demostración de cuáles son las verdaderas condiciones que imperan en el interior de nuestra Nación.

Prescindiendo de nuestro problema, se percibe en el resto del mundo un clima dé inseguridad, interior y exterior, que debe preocupamos. Es cierto que, por el momento, parece decrecer la tensión Este-Oeste, pero no es menos cierto que, al mismo tiempo, aumenta la inestabilidad interior de muchos países, que regímenes que parecían firmemente establecidos se resquebrajan y que sociedades evolucionadas y en pleno desarrollo tropiezan con dificultades graves que ponen en peligro su convivencia ordenada.

Frente a todos esos problemas es preciso que. reafirmemos una vez más nuestra voluntad de permanecer unidos y nuestra doctrina de no intervención en los asuntos ajenos, como no sea defendiendo nuestra propia personalidad y aconsejando el aislamiento de los problemas exteriores, para que sean resueltos por sus protagonistas sin intervención de terceros, con lo que conseguiremos salvar una época de crisis que está alterando al mundo conocido.

En estos días llenos de significado cristiano, frente a la crisis de espiritualidad que el mundo sufre y la ola de materialismo que invade el Universo, es para nosotros una grata satisfacción moral la de reafirmarnos en el carácter católico de nuestro Estado. Esto es difícil de comprender en el exterior, ya que rara será la nación que pueda establecer con nosotros una analogía. No significa ello. confusión alguna. Somos conscientes de que tanto la Iglesia como el Estado son dos sociedades perfectas, cada una en su orden, con sus propios fines, una en lo espiritual y otra en lo temporal y, por tanto, independientes y poseedoras de sus respectivas soberanías. Pero ambas ejercen su acción sobre un ambiente humano común, y ello implica necesariamente unas relaciones habituales entre ambos poderes, y, como nos enseñaba el Pontífice León XIII en su encíclica «Inmortale Dei»: «Es necesario que Dios, origen de uno y otro, haya establecido un orden recto de composición entre las actividades de uno y otro poder.» Este orden tiene que fructificar cuando ambas potestades ponen la voluntad precisa para ello en una concorde y amistosa colaboración sostenida de buen grado por la Iglesia y el Estado.

Ojalá esta colaboración y concordia fueran posibles en todas partes y que nuestra Madre la Iglesia no encontrase, como desgraciadamente sucede, ambientes de indiferencia, de hostilidad y aun de persecución. Son muchas las situaciones políticas que mantienen el principio de hegemonía absoluta del Estado y niegan a la Iglesia su perfección jurídica, reduciéndola a una corporación o asociación más, con un precario campo de posibilidades para el ejercicio de su sagrada misión; pero cuando este la voluntad decidida en una nación de gobernantes y gobernados, de pastores y fieles que viven en el seno de una comunidad creyente y temerosa de Dios, esta voluntad está llamada a florecer en la mejor y más eficaz armonía espiritual.

La Iglesia, a través de la Historia, ha utilizado esta vía de entendimiento, armonía y complementación considerando moralmente conveniente la concordancia con soberanías temporales de forma constante a través de los siglos. Tal sucede con nuestro vigente concordato, firmado el 27 de septiembre de 1953, que es un acuerdo de amistad, cuyo móvil determinante fue la buena voluntad y recta intención de establecer normas claras y precisas, delimitando las competencias para consolidar sobre bases firmes y duraderas la armonía ya existente entre la España contemporánea y la Iglesia católica, apostólica, romana y su Santa Sede.

No vino este concordato a cerrar un estado de tensión o malas relaciones, sino a consagrar el hecho existente de una firme amistad y entendimiento alcanzados con un esfuerzo colectivo de nuestro pueblo después de haber sido capaz de vencer las asechanzas del marxismo y del materialismo, no sin grandes sacrificios y sublimes martirios.

Nuestra unidad católica, la más preciosa joya moral de nuestro pueblo, es, por tanto, una realidad públicamente proclamada, y así tenía que ser, pues el Estado en un país católico tiene el deber de mantener y profesar públicamente la religión de sus ciudadanos. Ello no significa que la Iglesia esté en nada limitada en su sagrada libertad. Nuestro Estado se comporta como un Estado cristiano y católico en todas las clases de sus actividades y, naturalmente, en la de sus relaciones con la Iglesia, y no solamente la ayuda materialmente a resolver en las materias mixtas, como el matrimonio y la enseñanza, de acuerdo con la doctrina de la Iglesia, sino que además lleva este espíritu a su organización jurídica y política.

Agradecemos al Altísimo que en nuestra Patria un año más hayamos vivido unidos a la Iglesia, disfrutando la gracia del cielo, de la armonía entre lo espiritual y lo temporal, el don de la concordia.

En este orden espiritual, un acontecimiento doloroso tuvo lugar en el año que termina: la muerte de Su Santidad el Papa Juan XXIII, que llenó a España de dolor y desconsuelo. Perdía la Iglesia un Pastor, y los hombres todos, un corazón generoso, que supo, con inteligencia y con bondad, ganarse el respeto, admiración y cariño del mundo cristiano.

Un nuevo Pastor nos guía hoy y una gran esperanza se despierta en todos nosotros cuando contemplamos el camino que señala el sucesor de Pedro y la visita de Su Santidad a las tierras que un día regó la sangre del Señor por nuestra salvación.

Quiera Dios que la luz que debe emanar de la silla de Pedro sea perfectamente comprendida por los hombres y que al aplicar las enseñanzas de la Santa Iglesia acertemos con el recto juicio que debe prevalecer en una sociedad cristiana.

Y, por último, antes de cerrar esta oración, y aprovechando las nuevas y potentes instalaciones de Radio Nacional establecidas en el corriente año, quiero hacer llegar mi voz, con la felicitación y los votos de la Patria, a los españoles más alejados, a los dispersos por el mundo, a los trabajadores que persiguiendo un bienestar mayor, trabajan fuera de la Nación, y a los hermanos de los territorios ultramarinos de Fernando Poo y Río Muni, que tan recientes muestras de amor a la Patria y de solidaridad han dado con motivo del referéndum sobre su autonomía. Con la promesa para todos de seguir forjando la Patria grande que corrigiendo injusticias derrame sus bienes sobre todos los españoles. Para todos, el abrazo de la Patria y el mío personal.

¡Arriba España!


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© Generalísimo Francisco Franco. Noviembre 2.003 - 2.005. - España -

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