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SUGERENCIAS

 

Discursos y mensajes del Jefe del Estado, 1960.


 
Discurso en la cena de gala ofrecida en honor del Presidente de la República Argentina.

Pronunciado ante el doctor Arturo Frondizi y su esposa, en el Palacio de Oriente de Madrid, el 7 de julio de 1960.

Señor Presidente:

Vuestra visita renueva en nosotros una honda emoción a la que el español es sensible desde hace siglos: la emoción de América. El simple hecho de que seáis argentino os ha abierto las puertas de nuestra casa y de nuestro corazón con un ímpetu entrañable. Pero además sois el ilustre Presidente de la República Argentina, el primer Presidente -en funciones- de vuestra nación que viene a España, y ésta es una honra singular que nos dais y por la que os expresamos desde aquí nuestra rendida gratitud.

Venís de Argentina, la gran nación en donde la solera de lo español está viva y actuando sobre las gentes que, llegando de muy diversos países, han querido poblar el suelo de vuestra patria. Vuestro propio nombre, de noble resonancia itálica, que enriquece vuestra argentinidad -como enriquece nuestras raíces españolas el ser hijos de Roma-, es un símbolo de la fuerza de ese crisol en donde todo acaba fundiéndose en lo hispánico; primero, a través de la lengua, y después, del espíritu y la cultura que alientan detrás de ella. La ocasión en que habéis llegado a España no puede ser mejor para volveros a decir algo que los españoles sentimos y consideramos como la inicial base de nuestro entendimiento. Habéis llegado, en efecto, en el año en que se celebra el ciento cincuenta aniversario de la Independencia Argentina. Pues bien, señor Presidente, queremos deciros que os felicitamos por esa gran fiesta, que deseamos hacer nuestra y celebrar como tal.

Hoy, al cabo de siglo y medio, contemplamos aquellos sucesos despojados de la pasión que naturalmente les rodeó, desnudos de las palabras violentas que, a veces, les acompañaban. Y los vemos como un acontecimiento eminentemente hispánico, como un pleito interior y familiar, casi una guerra civil entre los españoles peninsulares y los criollos o españoles de América, es decir, los descendientes de aquellos conquistadores que ya habían sido, en realidad, los primeros americanos. Recordamos muy bien que cuando en España, por la invasión napoleónica, la soberanía estaba vacante y el país había perdido su rumbo histórico, fueron los Cabildos de América, herederos de los Municipios castellanos, los que se consideraron depositarios del poder político. Y no olvidamos que el símbolo máximo de la naciente Argentina, el glorioso general San Martín, era un criollo de Yapeyú que había vivido veintidós años en España y había sido oficial de la Caballería española no sólo en Orán y el Rosellón, sino en la jornada heroica y victoriosa de Bailén, junto a los lanceros que rindieron al gran Dupont. Por todo ello, el general San Martín vino a encarnar en su propia persona el pleito entre españoles que fue la Independencia americana.

Partiendo de esta comprensión inicial, nos sentimos más entrañablemente cerca de la Argentina y reencontramos en ella hondas raíces hispánicas, desde nuestra lengua común, en la que redescubrimos pronunciaciones, vocablos y giros completos de la más pura casta española, mal olvidados en España, hasta un estilo de vida que volverá a ser cada vez más parecido entre nosotros, pasando por la cultura, tradiciones y costumbres y por creaciones humanas características como el campero argentino, es decir, el gaucho, caballero de la Pampa, que, junto al huaso, el llanero y el charro, es el trasunto americano del hombre a caballo del campo español.

Nuestro contacto está vivo, no limitado al pasado. Durante muchos años, fiel, terca y silenciosamente. Los españoles se han seguido embarcando para la Argentina, dejando abierta así una vena por la que ha ido fluyendo la sangre fuerte y sana de ese ser modesto, pero tan importante para la vida de vuestro país, que vosotros llamáis, con expresión familiar no exenta de ternura, «el gallego». Por esa vía, en el último siglo, dos millones de emigrantes españoles han ido a enriquecer el caudal humano de la población Argentina.

Ese «gallego», es decir, ese español y argentino a un tiempo, es la «cabeza de puente» que España tiene tendida sobre vuestra patria; pero una «cabeza de puente» sentimental que nos sirve para sentir mejor vuestros problemas e inquietudes y para seguir manteniendo con una virtualidad máxima esa dimensión irrenunciable del alma española que es nuestra dimensión americana.

Vos mismo, señor Presidente, habéis enumerado en repetidas ,ocasiones esas inquietudes. Como son las nuestras también y como a ellas hemos dedicado nuestros mejores esfuerzos en los últimos veinte años, no solamente nos sentimos solidarios con vosotros en ese plano abierto al futuro, sino que estamos a vuestro lado, efectivamente, dispuestos al trabajo y, si es necesario, a la lucha.

Me refiero en primer lugar a una gran valoración de la economía de cada país, hecha de forma armónica y sobre nuevas estructuras básicas, de modo que se ponga en pie todo el potencial económico de la nación. Después, a una justa distribución de las riquezas promovidas que supere los grandes desniveles sociales que se dan en muchos países. Mas como asistimos a un gran despliegue de la Historia Universal, nos damos cuenta de que la obtención de esa prosperidad no puede servir solamente a nuestro hombre nacional, sino que debería ser una prosperidad solidaria o interdependiente con la de otros países, y lo lógico es que esa interdependencia se articule en grandes bloques regionales unidos no sólo por las razones geográficas, sino por las analogías de cultura. En este sentido, España ve en el movimiento interamericano un núcleo de enormes posibilidades en cuyo futuro se encuentra decididamente interesada.

Y vemos con vosotros -y por ello hemos luchado sin desmayo- la necesidad de someter todos estos urgentes valores materiales a la primacía del espíritu, que, en nuestro caso, señor Presidente, es el espíritu de la religión cristiana, de la fe que Hispanoamérica ha heredado de España en una gran operación espiritual que ha permitido que hoy cerca de la mitad de los católicos del mundo recen a Cristo en español.

En esta creencia y en la cultura por la que el mundo americano participa de la civilización occidental en calidad de parcela joven y poderosa de la misma, Argentina, como vos habéis dicho en toda América, es el país de la fe y de la esperanza. Dejadme añadir que también es el país de la caridad, porque en esa virtud se resumen el amor y la justicia hacia los desheredados y los pobres que son vuestra preocupación y la de tantos países americanos. Y así reunís las tres virtudes teologales de nuestra religión, de la religión en cuyo nombre Juan de Garay, hace trescientos ochenta años, plantó una cruz sobre el vacío solar de la ciudad de Santa María del Buen Aire. 


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