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LIBRO FIRMAS

SUGERENCIAS

 

Discursos y mensajes del Jefe del Estado, 1962.


 
Discurso pronunciado en la cena de gala ofrecida en honor del Presidente de la República Filipina.

Pronunciado ante Don Diosdado Macapagal y su esposa, en el Palacio Nacional de Madrid, el 30 de junio de 1962.

Señor Presidente:

Cuando un filipino viene a España, trae con su persona la prueba viva e impresionante de hasta qué punto de fecundidad puede llegar el espíritu de solidaridad humana y qué frutos puede dar la voluntad decidida de dos pueblos que quieren conocerse y fundirse. Pues con su presencia nos dice nuestro visitante que casi a la máxima distancia que en este mundo nos puede separar; incrustado en el corazón del Oriente; alejado de la vecindad física del Occidente; único, distinto en su perfil humano, está vuestro país exhibiendo en sí mismo una muestra original y sorprendente del encuentro de dos pueblos distantes. De dos pueblos a los que antes separaban no solamente el espacio y el tiempo, sino también los formas de vida, los medios de expresión y los sistemas de creencias, y que ahora se entienden en una lengua común y se unen en una misma fe.

Todos estos pensamientos, toda la sorpresa permanente por este casi milagro de la unión de dos extremos del mundo, se magnifica hoy con vuestra presencia como Presidente de la República de Filipinas, como representante máximo de vuestro pueblo. Sois, no solamente por vuestra alta función, sino por vuestra propia personalidad, vuestros nombres, vuestra formación, un símbolo perfecto de la hazaña espiritual iniciada hace cuatrocientos años en aquella lejana bahía en donde aún resuena, como una voz del espíritu, el españolísimo nombre de Corregidor. Por la honra que nos dais al visitamos y por el mensaje que nos traéis, señor Presidente, os damos las gracias más rendidas, al tiempo que os abrimos de par en par las puertas de esta casa, que ha sido siempre la vuestra.

En los últimos años los legisladores y los gobernantes de vuestro país se han preocupado muy especialmente por el cuidado de la lengua española y por la preservación de su futuro. Nos parece ver en ello un acto de conciencia histórica, pues la lengua común no es una reliquia del pasado ni siquiera, simplemente, un medio de expresión, sino que es, como toda lengua, un vínculo del espíritu, una manera de entender el mundo que nos rodea, y esa manera, en vuestro caso, aunque sea adquirida, tiene una honda raíz de cuatro siglos, y a través de ella participáis, con nosotros, de una herencia de cultura que nos pertenece por igual. Por eso, al preservarla junto a las formas autóctonas de expresión, no hacéis más que mantener la riqueza de vuestro doble patrimonio cultural y guardar vivo el más antiguo y profundo vínculo que tenéis con la cultura de Occidente, a la que también pertenecéis.

En un tiempo como este en que vivimos, en el cual la grave crisis histórica por la que el mundo atraviesa plantea la necesidad de una restauración espiritual y de un conocimiento muy sincero de los pueblos, vosotros tenéis de vuestro lado la fe católica como un arma de fortalecimiento del espíritu, y el legado de la lengua española como una posibilidad más de acercamiento entre los países. Esta lengua os asegurará, además, el contacto más eficaz con ese inmenso bloque de países hermanos, es decir, la gran familia hispanoamericana que constituye, con todos sus problemas, una de las comunidades más esperanzadoras del mundo actual.

Para nosotros, Filipinas es, fundamentalmente, esto que acabo de decir: ejemplo hermoso del cruce, en las avenidas de la historia, de dos pueblos distantes; expresión, por tanto, de la tendencia del género humano a entenderse y unirse en su diversidad. Hoy, que estos deseos de entenderse se persiguen hasta por los medios más artificiales y mecánicos, contar con una base primaria tan sólida de comprensión como contamos filipinos y españoles, como cuenta Filipinas en relación con los dos mundos que en ella confluyen, es haber andado ya un largo camino que otros inician.

Filipinas es, además, una joven nación a la que su tradición cultural y el potencial de su riqueza colocan en situación privilegiada para cumplir en una zona neurálgica del mundo una importante tarea de paz y de progreso, una misión de defensa de la civilización a que pertenece.

Y Filipinas es, finalmente, una palabra que toca hondamente nuestro corazón. Están aún vivas en nuestra memoria las últimas cercanas horas de nuestra convivencia; están en pie todavía filipinos y españoles que vivieron aquellas horas. Y si los recuerdos amargos de las luchas se han desvanecido, quedan en cambio los recuerdos entrañables de una vida común; los de aquellos siglos venturosos en que España realizaba el milagro de mantener unidos a nuestros pueblos, a través de los océanos, circunvalando el mundo con nuestros frágiles veleros; o el de aquellos otros días, aún tan próximos a nosotros, en que España hacía su esfuerzo postrero por mantener el vínculo que le había unido durante siglos a Filipinas. Cuando los viejos transatlánticos españoles sostenían tenaz y gallardamente abierto el largo camino de Barcelona a Manila; cuando los hombres de empresa españoles animaban la actividad económica de las Islas, y cuando los religiosos españoles preservaban en vuestra tierra, junto a la fe cristiana, la cultura de la que es instrumento nuestro idioma común. Fe y lengua en la que nacieron y murieron no sólo los viejos conquistadores que fundaron vuestro país, sino los héroes de vuestra joven nación.

Por estos recuerdos, que son fundamento de nuestra solidaridad, pero, sobre todo, por nuestra esperanza en el futuro de la República Filipina, permitidme, señor Presidente, que brinde, formulando aquí mis votos por vuestra felicidad personal y por la grandeza y prosperidad de vuestro país, tan amado de España.


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