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Actualizada: 19 de Octubre de 2013.    

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  El Alzamiento frustrado en Barcelona el 19 de julio de 1936


 Cartas del general Álvaro Fernández Burriel antes de ser fusilado por los rojos


Por Eduardo Palomar Baró.


 



En la montaña de Montjuich, y no lejos del puerto de Barcelona, se ponían en movimiento las fuerzas de Caballería del regimiento de Montesa, alojado en el cuartel de Tarragona, próximo a la plaza de España, donde estuvo la entrada monumental de la Exposición de 1929.

El jefe de la brigada de Caballería, general don Álvaro Fernández Burriel, era el que debía asumir la jefatura del Movimiento en Barcelona todo el tiempo que tardase en llegar de Mallorca el general Goded, designado para ello. Aunque primeramente se había acordado que de momento tomase el mando supremo el general Justo Legorburu, del arma de Artillería, éste declinó el encargo, por razón de antigüedad, en su colega de Caballería. Así, Fernández Burriel había estado velando toda la noche en su despacho, sito en el mismo cuartel de Tarragona, y en continuo contacto con el coronel del regimiento, don Pedro Escalera Hasperué.

Su plan era el siguiente. El primer escuadrón de Montesa, al mando del comandante don Manuel Mejías de la Cuesta tendría por misión adueñarse de la plaza de España, encrucijada importante y, como hemos dicho, cercana al cuartel. En ese escuadrón figuraban los capitanes don Carlos Aguilera y don Fernando Ochoa, y los tenientes don Fabriciano Rodríguez, don Ángel Díaz Herrera y don Miguel Tell Valls, con una sección de ametralladoras a cargo del teniente don Ángel Clavera

El tercer escuadrón debía ocupar y pacificar el turbulento Paralelo, vía populosa e inflamable, donde se fraguaron y desarrollaron siempre los más trágicos sucesos de los días revolucionarios. Mandaba este escuadrón el capitán don Santos Villalón, con los tenientes don Juan Noailles, don Jacinto Burgos y don Modesto Palacios, y los alféreces don Jesús Ortega, don Rafael Pinos Carrasco y don Antoni Ramírez Descárrega; actuaría de enlace con la División el capitán García Valenzuela, miembro de la junta conspiradora. Por último, es segundo escuadrón de Montesa, partiendo de la plaza de España y siguiendo la calle de las Cortes, tendría por meta la plaza de la Universidad y por misión el enlace con las fuerzas que, procedentes de otros cuarteles, ocuparían la de Cataluña. Mandaban este escuadrón el comandante don Luis Gibert de Cuesta, el capitán don Lorenzo Samaniego y los tenientes don José Goenaga, don Luis Pacini y don Enrique Flores, con una sección de ametralladoras, a cuyo frente estaba el teniente González Valls; e iba con ellos un grupo de paisanos mandados por el capitán retirado Indart, en el que figuraban algunos oficiales de complemento, como el teniente don Fernando Seguí, los alféreces don Fernando Vidal y Rivas, don Jorge Linati, don Joaquín Cano, don Joaquín Massana, don Miguel Ángel Luna, don Vicente García Lastres, don Francisco Francitorra, y los brigadas don Joaquín Vila Casagualda, don Enrique de Olano Barandiarán, don José Batlló, don José María Blanch y don Juan Barceló.

A presencia del general Fernández Burriel, que debe permanecer en su despacho para dirigir el conjunto de las operaciones, el coronel Escalera, que quedará junto a su jefe, arenga a las tropas dispuestas en formación. Los jefes y soldados contestan con entusiastas vivas, y, uno tras otro, los escuadrones salen lentamente a la calle y siguen hasta la plaza de España, en donde se dividen para acometer por separado sus correspondientes objetivos.

Apenas hubo salido del cuartel de Tarragona la Caballería de Montesa, Llano de la Encomienda, que seguía gozando de su extraña libertad de movimientos, llamaba allí telefónicamente desde su despacho de la División. El General persiste en su empeño de que no ocurra nada, y, sin darse cuenta de su propia situación, todavía inquiere lo que hacen los demás y les reprocha y amenaza.

–¿Es verdad– le pregunta al coronel Escalera– que su regimiento ha abandonado el cuartel? Me lo acaban de decir ahora mismo y me sorprende mucho que usted se haya prestado a secundar la rebelión. Su conducta es sencillamente intolerable.

–Lo intolerable, mi General– contesta en el acto el Coronel–, es lo que me está usted diciendo.

El teléfono permanece mudo un instante. La réplica de Escalera ha cogido de sorpresa al General, y Llano adopta en seguida el tono untuoso y contemporizador, propio de las componendas.

–Mire usted, Coronel–insinúa–: se han precipitado ustedes¸ pero yo creo que todavía cabe una reconciliación. Tengo noticias de que en Madrid puede constituirse, de un momento a otro, un Gobierno muy distinto del actual. Y dígame: en tal caso, ¿depondrían ustedes las armas?

–A esa pregunta–responde el señor Escalera–no puedo contestarle por mí mismo; pero aquí está a mi lado el general Fernández Burriel, que puede hacerlo con la autoridad máxima.

Apenas Fernández Burriel se puso al teléfono, con voz melosa Llano de la Encomienda volvió a sugerir la tentadora fórmula reconciliatoria y a apuntar al General la misma pregunta que acababa de hacer al Coronel.

Rápido y en tono resuelto, Burriel le contesta:

–Comprenda usted, mi General, que no es éste el momento de andarse en componendas. En toda España el Ejército está en pie, y en muchas poblaciones se halla luchando ya en las calles. Lo único que le cabe al Gobierno es entregar el Poder.

Otro silencio. Luego la voz de Llano se endulza más todavía, para hacerse insinuante y persuasiva. Es en vano; Fernández Burriel se mantiene en su punto y, repentinamente, corta la fluencia palabrera de su interlocutor con estas significativas palabras:

–Dentro de un rato pasaré por la División, y espero que de aquí a entonces se habrá hecho usted cargo de las razones que abonan el Alzamiento, y se pondrá a nuestro lado.

Llano de la Encomienda se estremece como sacudido por una descarga eléctrica y ahora, lleno de ira, grita con seguridad y arrogancia:

–Pues, no lo espere usted, General. Estoy al lado del Gobierno, y ninguna de las razones que usted y sus compañeros traidores puedan aducir conseguirá apartarme de la actitud que sostengo…

 

ARRIBA    



 

Los barceloneses están viviendo sobre ascuas desde que despuntó la aurora de ese día veraniego y festivo del domingo 19 de julio. Además de los devotos, sólo salieron a primera hora  los nunca enterados, que se iban tranquilamente a pasar un día de asueto en la playa o el campo. Pero a eso de las seis, cuando los primeros cañonazos retumbaron por todo el ámbito de la ciudad, tanto unos como otros regresaron precipitadamente a sus casas y se encerraron en el interior de los portales, alborotando a todo el vecindario. El estrépito de la lucha y la absoluta carencia de noticias ciertas hicieron el resto.

Ya muy adelantada la mañana, se sabe positivamente que lo propalado por la radio es, en el fondo, cierto y que en determinados puntos las tropas han sido arrolladas, y sus jefes muertos o hechos prisioneros.

Hace su aparición en las calles la Cruz Roja, con sus camiones sanitarios y sus equipos quirúrgicos de urgencia. Entonces se sabe que es realmente pavoroso lo que ha sucedido y está aún ocurriendo en la ciudad. Finalmente, cuando por muchas calles y avenidas se oye el rodar de los cañones y luego se les ve desfilar en manos de las turbas que los han conquistado, el derrumbamiento moral de la ciudad es completo. Entre la clase media y la burguesía cunde, como un inmenso escalofrío, la certera sensación de que acaba de hundirse, inesperada e inexplicablemente, el último y supremo valladar que hacía imposible el completo triunfo de la anarquía.

ARRIBA    



A las ocho de la mañana el general Fernández Burriel, jefe de la sublevación hasta que llegase el general Goded, todavía confiaba en la victoria. A su juicio, el Ejército había chocado con alguna resistencia; pero en varios lugares la había roto ya y en otros no tardaría en hacerlo.

A dicha hora quiso hablar con el general Goded y se puso en comunicación con la Comandancia de Baleares. De las instrucciones dadas por Goded, la más importante y urgente era la detención de Llano de la Encomienda, para impedirle toda libertad de movimientos.

–Trasládese a la División–Había dicho Goded a Fernández Burriel– y proceda inmediatamente contra Llano.

Para cumplimentar la orden, el General salió del Cuartel de Tarragona en un coche blindado puesto a su disposición por el alférez de complemento Vila Casagualda, y en compañía de su ayudante, el comandante don Guillermo Rico y del comandante de Estado Mayor Montesino-Espartero. A su paso por el Paralelo, la situación de las tropas de Caballería que se habían batido frente a la Ronda de San Pablo parecía satisfactoria, y allí el capitán García Valenzuela y el teniente Noailles, invitados por Burriel, subieron a su coche. Gracias al fuerte blindaje que lo protegía, el automóvil pudo atravesar indemne el fuego de un grupo de paisanos armados y llegar a la División.

Fernández Burriel encontró al general Llano en uno de los despachos del Estado Mayor, rodeado de su ayudante, del coronel de Ingenieros señor Cañadas, el auditor coronel, el coronel jefe de Estado Mayor señor Moxó, el teniente coronel San Félix y otros jefes y oficiales de servicio en la División.

Llano, al ver a Burriel, se puso en pie. El saludo entre los dos generales fue sumamente frío. Y Burriel, sin más preámbulos, afrontó la cuestión:

–General, vamos a arreglar las cosas. Si usted declara el estado de guerra, las tropas se retirarán inmediatamente a los cuarteles.

–Eso es imposible: ya sabe usted que estoy al lado del Gobierno. La proclamación del estado de guerra solo serviría para que ustedes tomasen el poder con toda facilidad.

–Reflexione, mi General– prosiguió serenamente Fernández Burriel–.Piense que todas las guarniciones de España se han levantado contra el Gobierno y que, por tanto, el Movimiento no puede fracasar. Tiene demasiada amplitud y nos jugamos demasiadas cosas, para que nadie crea que esto puede ser otro 10 de agosto.

Llano de la Encomienda contrariado, pero resuelto a resistir, de cuando en cuando se enfurecía en inesperados arranques de genio. En uno de éstos, encarándose con Burriel, le dice:

–Si insiste usted, general Burriel, me veré obligado a detenerle. Desde este momento puede considerarse arrestado.

Rápidamente se acercan a Burriel, como para defenderle, el comandante Rubio y el capitán Lizcano de la Rosa. Este, más impulsivo, increpa al general Llano:

–Quien debe darse por detenido –exclama– es usted. Su actitud es intolerable.

Llano se vuelve, amenazador, hacia Lizcano:

–Usted dese también por detenido. Es usted indigno de ostentar esa condecoración.

Y alzando la mano hacia la insignia de la Laureada de San Fernando que luce Lizcano sobre el pecho, intenta arrancársela violentamente.

–Aquí no hay más indigno que usted– replica el Capitán, indignado de ver que un traidor trata de arrebatarle su máximo galardón heroico.

Burriel y algunos oficiales sujetan a Lizcano.

–Cálmese, cálmese, Capitán… No hay necesidad de verter sangre.

Lizcano sigue fulminando imprecaciones:

–Ese hombre es un traidor, un miserable.

Al fin pueden sacarle de la estancia. Llano de la Encomienda, blanco como el papel se sienta para disimular el temblor de sus piernas.

Esta absurda situación continúa prologándose dos horas más, durante las cuales, mientras las tropas sucumben en las calles, no se sabe quién manda en la División.

El capitán López Belda, exaltado por la actitud desleal de Llano, irrumpe en su despacho, seguido de otros oficiales.

–La traición de ese hombre– grita ante los que se hallan en la estancia– es intolerable y no estoy dispuesto a soportarla ni un minuto más. Si ustedes no se resuelven a hacer nada, yo estoy dispuesto a matar a este traidor.

Nuevamente intervienen el general Burriel y otros jefes; y el coronel Moxó, acercándose a López Belda, le dice:

–Aténgase usted a lo que disponga el general Burriel; no sea usted vehemente.

Y Burriel:

–No quiero violencias. Esperaremos a que llegue el general Goded, y él decidirá lo que debe hacerse.

Otra vez se calman los ánimos, pero la situación continúa empeorando, hasta que a las once de la mañana se recibe un radio en que el general Goded anuncia su salida de Palma.

Se dispone que vayan a esperarle al muelle de la Aeronáutica algunos militares y un piquete de ingenieros, que en estos momentos se encuentra en Dependencias  Militares.

En el coche blindado salen el capitán Ramón Mola y el teniente de Aviación Bravo, y en una camioneta, veinte soldados al mando del teniente Ezpeleta.

ARRIBA    



Hacia las doce cuarenta y cinco llega una escuadrilla compuesta de cuatro hidros Savoya, que vienen de Mallorca.  Desciende de su hidro el general Goded, y después, de los otros dos el hijo del general, don Manuel Goded Alonso y el capitán don Guillermo Casares, que había llevado a Mallorca las instrucciones para el viaje. En cuanto los viajeros ponen pie en el muelle, el comandante Lázaro, que había observado minuciosamente desde su aparato la situación de Barcelona, se acerca al General, impaciente por comunicarle sus impresiones.

–Ha hecho usted de conejo de Indias– le dice al General.

–Bien, mi General; lo interesante es que sepa usted que se mete en la boca del lobo.

–Así lo creo también. Pero yo prometí venir, y aquí estoy.

El capitán Mola, con claridad sumaria, informa a Goded. Cuando éste se encamina al automóvil, le dice:

–Bien, vamos allá; ya veremos lo que puede hacerse.

Marineros e ingenieros le rinden armas a su paso.

–¡Viva España!– grita el General al cruzar frente a ellos.

Y un clamor unánime le contesta:

–¡Viva España!

Abre la comitiva un auto de la Aeronáutica Naval, siguiendo el coche del General e inmediatamente a su zaga va el camión ocupado por los soldados de Ingenieros. Los tres vehículos, después de atravesar los muelles, se dirigen a la antigua Capitanía por el paseo de Colón. A su paso, los grupos rojos, apostados y parapetados en el camino, les hacen algunas descargas; pero las balas se estrellan contra el blindaje del coche.

–Abra, Lizcano… Somos nosotros… El General viene detrás –dice el teniente Emilio Lecuona, golpeando fuertemente la cerrada puerta de la División.

ARRIBA    



Al abrirse ésta, los dos oficiales se abrazan. Segundos después llega el General. Los soldados de guardia en el patio de la División presentan armas. A Goded le había bastado aquel breve recorrido por la ciudad, para advertir que la situación era aún más grave de lo que había imaginado.

En el despacho del coronel Moxó encuentra Goded a Llano tendido en el diván, como desfallecido, y rodeado de un numeroso grupo de jefes y oficiales. El General traidor se incorpora rápidamente. Goded se le encara con gesto agrio, destemplado:

–¡Traidor!–le grita–. ¡Eres un vil traidor! ¡No te mato como a un perro, porque me das lástima!

–El traidor eres tú –responde Llano en tono violento.  

Con rápido ademán, Goded intenta desenfundar la pistola; pero, por tercera vez en esta dramática jornada, la intervención ajena salva a Llano: el hijo de éste se interpone en actitud suplicante. Más todavía Llano intenta repicar vivamente, pero su contrincante corta a escena con una orden tajante:

–¡Quedas detenido!... A ver –añade, dirigiéndose a los que le rodean–, que ahora mismo se lleven de aquí a este hombre.

Llano, descartado al fin, cuando ya las tropas llevaban siete horas de lucha y algunas unidades se habían rendido, quedó encerrado en una habitación contigua, bajo la vigilancia del comandante Lázaro. 

ARRIBA    



En Capitanía General, donde andan revueltos los fieles al Movimiento y los desleales, la primera tarea del nuevo jefe es deslindar claramente los campos. Hecha esta necesaria discriminación, el General escucha los informes de Fernández Burriel, de los jefes de Estado Mayor, de los capitanes Lizcano de la Rosa y Valenzuela, y de otros jefes y oficiales.

La Guarda Civil no ha intervenido todavía, ni en un sentido ni en otro. El general Aranguren es hombre blando y acomodaticio y está ligado a la Generalidad por indudables compromisos, pero Goded supone que su actitud obedece más bien a debilidad de carácter y cree que bastará un llamamiento enérgico a su patriotismo para despertar su pundonor. Mas apenas los dos generales cambian las primeras palabras por teléfono, esta esperanza –¡la última!– se desvanece.

Goded termina la conversación, agotada la paciencia, con estas palabras:

–Bien; usted será el responsable de lo que ocurra. No estaba en nuestra intención luchar contra a Guardia Civil; pero si ustedes no cambian, no habrá más remedio. El Alzamiento está en marcha y ya no hay fuerza humana capaz de contenerlo.

ARRIBA    



Seguían llegando a la División pésimas noticia. Las fuerzas salidas a la calle las que habían quedado en los cuarteles estaban sin enlace entre sí, cada vez más inmovilizadas y como perdidas en la inmensidad de Barcelona.

Llegó el momento terrible en que Goded hubo de convencerse de que ya no podía esperar nada de las fuerzas de Barcelona. Había, pues, que levantar su asedio, como se levanta el de una ciudad cercada: mediante tropas que llegaran del exterior. Primero acudió a las más próximas a Barcelona, enviando a Lecuona en coche a Mataró. Al poco volvía Lecuona diciendo era imposible llegar a Mataró, ya que las carretera inmediatas a la Ciudad Condal estaban ocupadas por fuertes grupos de elementos rojos.

Entonces Goded planeó pedir fuerzas más lejos, a Palma de Mallorca, a Gerona, a Figueras. Tardarían más, pero aun podían llegar a tiempo. Con las dos últimas ciudades no pudo obtener comunicación telefónica.

Una noticia terrible llegó a la División: la Guardia Civil se resolvía, por fin, a actuar, y lo hacía al lado de la Generalidad y del Gobierno de Madrid.

ARRIBA    



El coronel Escobar de la Guardia Civil subió al despacho del consejero de la Generalidad, José María España, donde se celebró una especie de consejo militar, para convenir las nuevas operaciones. A él asistieron, sentándose al lado de los jefes de la Guardia  Civil, los dos pistoleros Durruti y García Oliver. Se llegó a la conclusión de que la tarea más urgente era atacar el Palacio de la División y reducir al general Goded. Se formaron fuertes columnas de Asalto y de Guarda Civil y se encomendó el ataque a la chusma armada, carne de presidio. Para colaborar en esta tarea fueron arrastrados frente a la División los cañones tomados por la mañana a las fuerzas de Artillería.

El fuego comenzó a las cuatro y media de la tarde, y cobró en seguida tremenda violencia. Las piezas, emplazadas en los muelles fronteros, servidas por dos sargentos renegados y el anarquista Juan Lecha, que había sido soldado en el Arma, disparan sin cesar: los proyectiles arrancan las piedras de ventanas y balcones y penetran por los huecos. Lizcano de la Rosa, que maneja una ametralladora, no deja en paz a los tiradores y sirvientes de las piezas.

Desde la planta baja, el capitán López Belda, con sus soldados, los contiene con rápidas y fuertes descargas. En los pisos superiores, el general Goded con algunos jefes y oficiales, dirige la defensa.

Entretanto había llegado a la División la noticia del final de la resistencia en las plazas de la Universidad y Cataluña, con el apresamiento de las fuerzas que las habían ocupado y que sumaban la mitad de los contingentes sublevados.

–Esperemos –decía el General– el resultado de la petición de refuerzos que hemos hecho a Zaragoza y a Palma. Si estos llegaran, aunque la situación es desesperada, aún tendríamos posibilidad de resolverla favorablemente. En todo caso, es preferible sucumbir a entregarse.

En el piso inferior hay revuelo de reuniones y conciliábulos: el general Fernández Burriel y el comandante Sanféliz opinan que, perdida toda esperanza de auxilio de otras guarniciones, no existe posibilidad de resistir.

Alguien solicitó telefónicamente de la Generalidad condiciones para a capitulación. Cuando le llega el rumor al general Goded, se revuelve contra él, encolerizado.

–La rendición es un disparate. Aunque reconozco que la situación es desesperada, nuestro deber es resistir. Aún no sabemos con exactitud lo que podemos esperar de la ayuda de fuera.

Y como alguien le objeta que toda esperanza es tan quimérica como inútil la resistencia, el General replica con toda energía:

–No hagan ustedes eso, lo prohíbo. Estoy dispuesto a no rendirme.

ARRIBA    



Pero ya es tarde. La puerta principal ha sido abierta al enemigo y por ella entra, arrolladora, ululante, la horda de milicianos –los pañuelos rojos al cuello, las manos crispadas–, blasfemando, matando. Dos guardias de Asalto que habían figurado entre los defensores de la División, son asesinados cruelmente por la primera oleada. Ante el horror del desastre, el general Goded requiere nerviosamente la pistola e intenta suicidarse, pero falló la munición y antes de que tuviera tiempo de volver a montar el arma, un grupo cercano, en el que estaban Valenzuela, Noailles, un sargento y varios soldados, se precipitó sobre él y lo desarmó.

Desarmado, todavía trata de convencer a su ayudante Lázaro, para que le diera su pistola. Se habían quedado solos ambos, con el coronel Moxó, en una galería del segundo piso. Así estuvieron largo tiempo; parecía que los habían olvidado. De pronto, asoma por la galería un guardia de Asalto que, al reconocer al General, apresta el fusil para disparar, pero el comandante Lázaro se lo desvía y arrebata, y el guardia huye atemorizado. Vuelve un grupo de guardias y milicianos, que apuntan desde lejos. Mas interviene Pérez Farrás, quien detiene personalmente al General, diciéndole que lamenta encontrarse con él luchando ambos en distintos campos.

Los defensores de la División habían quedado desarmados y reducidos por los rojos. Pérez Farrás comunicó directamente con Companys, a quien preguntó que debía hacer con los prisioneros, que la horda roja pretendía linchar allí mismo.

–Manda –contestó Companys– todos los presos a la Consejería de Gobernación, donde deben permanecer bien vigilados, hasta que yo disponga. En cuanto al general Goded, tráetelo para acá. Necesito verle en el acto.

ARRIBA    



Allí fue conducido Goded junto con su ayudante Lázaro Muñoz y el teniente coronel de Estado Mayor Sanféliz. Al general Goded, el “honorable” le dice: Supongo que tendrá usted la convicción que los militares han sido vencidos. Hay que saber perder. Cuando el 6 de octubre yo me hallaba en situación parecida a la que se encuentra usted ahora, fui invitado a hablar por la radio, para aconsejar a mis amigos que depusieran las armas, y entonces yo lo hice, tal como se me pidió, para evitar la efusión de sangre. Espero que ahora usted hará lo mismo. Tenga la bondad de hablar por radio –le señalaba el micrófono– y ordene la rendición a los militares que aún luchan.

Bruscamente, en una reacción súbita y enérgica, el General responde: 

–Yo no hago eso. Yo no he sido vencido, sino traicionado.

Companys insistió:

–Le ruego que dé esa orden. Así evitará que se siga derramando sangre inútilmente.

Resiste Goded e insiste Companys una y otra vez. El General, después de una larga lucha interior, medita calmosamente sus palabras.

–Bien, hablaré– dice por fin.

Goded, con toda serenidad, dice:

–La suerte me ha ido adversa y he caído prisionero; si queréis evitar que continúe el derramamiento de sangre, quedáis desligados del compromiso que teníais conmigo.

Después de pronunciar esta frase, el General se queda silencioso y cabizbajo delante del micrófono.

ARRIBA    



Le apartan del micrófono, y Companys, en catalán, glosa las frases del General, de esta manera: 

«Ciudadanos: Sólo unas palabras, porque éstos son momentos de hechos y no de frases. Acabáis de escuchar al general Goded, que dirigía la insurrección y que pide que se evite el derramamiento de sangre. La rebelión ha sido sofocada. La insurrección ha sido dominada. Es necesario que todos continuéis a las órdenes del Gobierno de la Generalidad, ateniéndoos a sus consignas.   

No quiero terminar sin hacer un fervoroso elogio de las fuerzas que con bravura y heroísmo han luchado por la legalidad republicana ayudando a la autoridad civil. ¡Viva Cataluña! ¡Viva la República!»

A las dos de la madrugada, los oficiales de la Guardia Civil que mandaban a los Mozos de Escuadra intentaron sacarlos, pero al atravesar el patio para tomar el coche, los milicianos trataron de lincharlos y quemar el auto. Pero empezaba su calvario; un mozo de Escuadra dio al General con su mosquetón un culatazo que le fracturó una costilla.

ARRIBA    



Hubo que desistir y pasar a los detenidos al despacho del Consejero de Finanzas. A las dos de la tarde, apaciguadas al parecer las turbas, sacaron al general Goded y llevárselo al buque-prisión “Uruguay”. Su ayudante quedó en la Generalidad tres días más, sin comer ni descansar.

El “Uruguay” es un viejo trasatlántico, retirado tiempo ha de las rutas marinas. Últimamente había servido de albergue de vagos y maleantes que dejaron en él una mugre pegajosa y un relente de miseria. También fue cárcel política.

Al “Uruguay” fueron trasladados todos los militares detenidos: el general Goded, el general Fernández Burriel, el general Legorburu, el coronel Cañadas, Moxó, Dufoo, Lizcano de la Rosa, Fernández Unzué, Sancho, Valero, Burgos, Enrich, Gibert, Pacini, Samaniego, Flores, Goenaga, Fleitas, Borrás, Oller, Quevedo, Lafuente, López Amor, López Belda, Urrutia, Bruxes, Negrete, Carranza, Ordovás, los hermanos Ibarra, Lázaro (el ayudante de Goded), Botaña, Recas,Viviano, Galán, Bravo, Salcedo, Martínez Lage, Aguilera, Clavería, Puig, Arribas, Tomaguera y otros muchos más, el hijo del general Goded y un gran número de paisanos, encerrados estos últimos en las lóbregas bodegas de proa.

Pronto comenzaron los consejos de guerra y el terrible y revolucionario Tribunal Popular cuya intervención se encaminaba a alargar los sufrimientos del procesado, condenado ya de antemano a la última pena.

El 25 de julio, el magistrado Luis Pomares había sido designado juez especial para instruir el sumario de la sublevación militar. Comenzaron sus actuaciones con la declaración de los generales Goded, Fernández Burriel y Legorburu. Posteriormente hubieron de ayudarle cuatro compañeros, dado el gran número de acusados y testigos. La labor no termina hasta el 4 de agosto. Y el consejo de guerra contra Goded y Fernández Burriel, como directores y principales responsables del Alzamiento, queda señalado para el día 11, en el mismo “Uruguay”.

La detención de Goded y de Fernández Burriel, había creado un difícil problema al poder revolucionario. Mientras los anarquistas pretendían eliminarlos sin formación de juicio, la Generalidad quería dar al mundo la sensación de que aún existía justicia en su territorio. La primera dificultad fue la falta de jefes para constituir el consejo. Al final, con algunos traidores y varios cobardes se formó el Tribunal.

Pero aún faltaba el defensor. El general Goded se había negado a designarlo, porque nombrándolo él mismo sería tanto como aceptar la legalidad del procedimiento.

Entonces la Generalidad requirió al comandante de Estado Mayor don Antonio Aymat, que retirado del servicio militar, vivía consagrado a su profesión de abogado. Le obligaron a hacerse cargo de la defensa.

ARRIBA    



 Fiscal: ¿Era usted el general más antiguo de la brigada de Caballería de esta plaza?

 Burriel: Sí.

 Fiscal: ¿La tarde del día 18 del mes de julio estuvo usted presente en la reunión de generales que se celebró ante el general que ejercía el mando de la División?

 Burriel: Sí.

 Fiscal: ¿Es cierto que en las discusiones o conversaciones que allí se sostuvieron usted prometió lealtad y fidelidad en el cumplimiento de sus deberes?

 Burriel: Sí.

 Fiscal: ¿Y después de haber hecho esta promesa estuvo usted la noche del 18 en el cuartel de Caballería?

 Burriel: Sí.

 Fiscal: ¿Es cierto que en presencia de usted fue dirigida una alocución a la tropa por el coronel del regimiento?

 Burriel: Sí.

 Fiscal: ¿Usted lo consintió?

 Burriel: Sí.

 Fiscal: ¿Consintió asimismo que las tropas salieran a la calle?

 Burriel: Sí.

 Fiscal: ¿Con conocimiento de los fines rebeldes?

 Burriel: No. Para salvar a la República.

 Fiscal: ¿Usted creía que se salvaba a la República atacando a sus organismos más legítimos y al Gobierno constituido?

 Burriel: No

 Fiscal: ¿Pero usted optó por unirse al movimiento con la tropa que mandaba?

 Burriel: Yo no tomé el mando.

 Fiscal: Usted no dio ninguna disposición, pero era usted el más antiguo y una vez tomado partido, asumió el mando de las fuerzas, ¿no es cierto?

 Burriel: Yo no estaba en aquel momento en la División y por tanto no sabía lo que ésta había dispuesto.

 Fiscal: ¿No es cierto que usted acudió al cuartel de la División, cuando supo que el movimiento había fracasado?

 Burriel: Sí.

 Fiscal: ¿Es decir que sólo llegó usted a ponerse a las órdenes del general Llano después de tener conciencia de que había fracasado el movimiento?

 Burriel: No, porque yo no sabía quiénes eran los que estaban en un bando o en otro. Yo estaba en un cuartel e ignoraba quien estaba a un lado u otro del movimiento.

ARRIBA    



Una vez acabados los interrogatorios, el fiscal, puesto en pie como todos los concurrentes, termina:

«–La pena que corresponde imponer es taxativa. Por eso pido para Manuel Goded Llopis y Álvaro Fernández Burriel la pena de muerte, con las accesorias correspondientes de pérdida de cargo, además de la responsabilidad civil, a razón de un millón de pesetas para cada uno de los procesados».

El presidente del Tribunal dice:

«–La sentencia no se hará pública hasta que sea aprobada por la autoridad militar».

A la una de la madrugada se tuvo la noticia de la confirmación por parte del Gobierno y se notificó a los condenados. La sentencia tenía que ser ejecutada en el término de seis horas. Ya en el desembarcadero y en los alrededores de Montjuich, fuerzas de Asalto y de la Guardia Civil vigilan el camino que ha de seguir la comitiva. Y por la carretera viene, desde Tarragona, en un camión el piquete ejecutor, escogido en el Regimiento de Almansa número 15.

A las dos de la madrugada los dos generales se confiesan con uno de los sacerdotes detenidos y comulgan. Fernández Burriel dicta su testamento a un notario y se despide de su esposa y de su hija, que han sido llamadas al barco, y al amanecer son sacadas del camarote, fundidas en llanto,

A las cuatro de la madrugada son llevados al camarote del general Goded su hijo Manuel y su ayudante, el señor Lázaro, para que se despidan de él. El General dicta a un notario su testamento.

Una gasolinera, con un piquete de la Guardia Civil, atraca al costado del “Uruguay”. Los generales Goded y Fernández Burriel descienden al barquichuelo. Treinta automóviles esperan en el muelle. La comitiva se pone en marcha camino de Montjuich, por el Paralelo. En una camioneta van los dos generales custodiados por guardias civiles. A las seis franquean las puertas de la ciudadela de Montjuich. Los condenados descienden de la camioneta. Como durante el proceso, el general Burriel viste de paisano y el general Goded de uniforme de diario, sin faja ni correaje.

En el camino habían puesto los féretros para sus cadáveres.

ARRIBA    



Goded y Burrel permanecieron en mitad de los glacis conversando con su defensor. Burriel hacía algunas indicaciones al defensor, que éste apuntaba en una libreta. Mientras tanto, el jefe de las fuerzas de Almansa organizaba el piquete. A las seis y diecisiete minutos el juez se dirigió al grupo formado por los condenados y el defensor. Les rogó que le siguieran. Con paso seguro atravesaron el patio. Goded iba del brazo del defensor y Fernández Burriel se despidió del juez que le había acompañado en el último trayecto.

Delante de un gran muro desnudo los condenados se detienen. La descarga de doce fusiles derriban los dos cuerpos. Con arreglo a las prescripciones del Código Militar de España, en seguida crepita otra descarga. El jefe del piquete se adelanta unos pasos, y detrás de la oreja dispara un tiro de revólver. Son las seis y veinte minutos.

El médico y el abogado se inclinan sobre los cadáveres y comprueban la muerte.

El piquete de ejecución desfila, seguido de guardias civiles, carabineros y milicias antifascistas.

El Comité de Milicias Antifascistas extiende el acta de ejecución. Decía así:    

«Cumplimentando órdenes del Comité Antifascista y de acuerdo con el resultado del consejo de guerra celebrado, y del cual ha resultado la aplicación de la pena de muerte, certifican los abajo firmados que Goded y Burriel han sido fusilados a las 6:20 horas del 12 de agosto de 1936, en los glacis de Santa Elena, del castillo de Montjuich. Firman: José Miret, Francisco García, Tomás Fábregas, Artemio Ayguadé, José Asensi y coronel Artemio Caballero, gobernador del castillo».

Unos empleados retiran los cadáveres, que son depositados en féretros y llevados en un furgón al Cementerio Nuevo.

Una bandera negra es izada en el castillo de Montjuich.

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El nieto del general Álvaro Fernández Burriel, don César Javier Zaldo Fernández Burriel me mandó unas cartas de gran valor histórico, escritas de puño y letra por su heroico abuelo, pocas horas antes de ser fusilado por las hordas marxistas.

También me acompañaba una pequeña reseña familiar, que paso a transcribir:

Álvaro Fernández Burriel era hijo de Gabriel Fernández Duro, Coronel de Artillería. Su hermano Cesáreo Fernández Duro fue un insigne Marino y un gran historiador.

La profesión militar le viene de 4 generaciones. Su esposa, Nieves Strauch Sevilla era hija del Intendente Militar en Filipinas, donde nació ella, Federico Strauch Pisano. Tuvieron seis hijos, un chico y cinco chicas, una de ellas mi madre, que nació en el cuartel de la remonta de Écija.

Cuando lo fusilaron mi madre tenía 9 años y jamás me habló del tema.

 

Carta nº 1

Queridísima Nieves de mi alma, hijos queridísimos: cuando recibáis ésta habré muerto por la Patria, mi pensamiento sólo en vosotros está, a Dios pido su protección para vosotros. Espero tendréis ayuda de los nuestros y podréis salir adelante.

Con todo cariño, con toda el alma a todos envío mil millones de besos y abrazos, vuestro,

Álvaro

                                                                                                                                       

Carta nº 2

Barcelona 11 Agosto 36

Excmº Señor Don Miguel Cabanellas

Mi querido General y amigo: ahora termina el Consejo en que nos condenan a muerte a Goded y a mí, creo el fin será próximo.

Dejo a la familia en la mayor miseria, pues arrasaron mi pabellón y se llevaron lo poco que de valor teníamos, a Vd. mi general le ruego haga lo que pueda por ellos, con ello moriré tranquilo.

Con todo el cariño de siempre le envía un fuerte abrazo su buen amigo y subordinado, 

Álvaro F. Burriel

                                                                                                                                       

Carta nº 3

Barcelona 11 Agosto 1936

Excmº Señor Don Gonzalo Queipo

Mi querido amigo: hoy me condenan en Consejo de Guerra a muerte y espero terminar mañana.

No tengo que decirte cuanto estoy a vuestro lado. Dejo a mi familia en la mayor miseria, pues lo poco que teníamos lo han arrasado en mi pabellón y te escribo esta para que hagas por ellos cuanto puedas y no me los abandonéis, única preocupación que hoy tengo.

Con un abrazo a todos los compañeros pero muy fuerte para ti de tu buen amigo

Álvaro F. Burriel                                                                                                                          

 

Carta nº 4

Procurar salir de Barcelona cuanto antes. Poneros en relación con Luisa y César

Haceros fuertes que todos os necesitáis.

Tengo mucha resignación, Dios lo ha querido y ha sido su voluntad. Él os ayudará.

A Polo que sea hombre, sostén de vosotros.

No abatiros, animaros los unos a los otros, pensad que ese es mi único deseo, más tarde o temprano a todos os llega la hora y para ello hay que estar preparados, procurando sea lo mejor posible y cumplir con  nuestros deberes.

A Luisa que rece por mí, que la tengo muy presente

 

Carta nº 5

Queridísima nenica: me llevan al Uruguay y como ya te dirán creo es lo que más me conviene, solo lo siento por no veros pero como ya esta mañana te decía es cuestión de paciencia, no os apuréis que todo se arreglará. No hagáis por verme, aunque sea vuestro mayor deseo, conviene tener toda clase de precauciones. Escribirme y mandarme las cartas por Edificios Militares, los de Segorbina os entenderán.  Mandarme tarjetas postales con sellos, ya --ellos-- os darán los medios de comunicación

Dejo el pijama para que lo lavéis y lo mandéis y si necesito algo ya os lo pediré pero no mandarme nada sin pedirlo.

Quiero estéis muy animados a mí ya sabes no me falta ánimo y creo como os dije me conviene por todos conceptos estar ahí, estoy más seguro. Me hubiese alegrado fuera más tarde la salida para despedirme de vosotros, pero no os apuréis que mi mayor tranquilidad y satisfacción es que vosotros estéis bien y con ánimos

A todos mil millones de besos y lo que queráis de vuestro Álvaro

 

Notas:

Luisa era su hermana monja.

César era su tío.

Polo era su único hijo varón, también detenido en el barco-prisión “Uruguay”. Tenía 18 años de edad y fue liberado.

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