Nació en Alcalá
de Henares el 10 de enero de 1880. Estudió en el Colegio Complutense, en el
Instituto Cisneros y en los Agustinos de El Escorial; licenciado en Derecho por
la Universidad de Zaragoza en 1897, se doctoró en 1900. En 1909 ingresó como
funcionario en la Dirección General de los Registros y del Notariado. Dos años
después viajó a París con una beca de la Junta de Ampliación de Estudios,
experiencia que quedó reflejada en su primer libro, Estudios de política
francesa contemporánea, la política militar (1919). Fue secretario del
Ateneo de Madrid entre 1913 y 1920 y presidente de esta institución en 1930.
Desde el punto
de vista político, militó desde 1913 hasta 1923 en el Partido Reformista de
Melquíades Álvarez, pero hasta 1925 no hizo explícita su vocación republicana al
crear la formación Acción Republicana, que agrupó al republicanismo ilustrado y
burgués. Como representante de este partido, y tras caer la dictadura de Primo
de Rivera en 1930, formó parte del Comité Revolucionario que contribuyó a la
instauración de la República el 14 de abril de 1931, en cuyo gobierno
provisional ocupó la cartera de Guerra, primero, y la Presidencia, después. Las
elecciones a Cortes Constituyentes en junio de 1931 le confirmaron como Jefe del
Ejecutivo, puesto del que dimitiría en septiembre de 1933.
En abril de
1934, ya en la oposición, consiguió la unidad de los partidos republicanos dando
lugar a Izquierda Republicana, organización política de la que fue elegido
presidente. En octubre del mismo año fue detenido bajo la falsa acusación de
estar implicado en los sucesos revolucionarios de Asturias y Cataluña. Tras su
liberación en enero de 1935, inició una campaña política que dio lugar a la
creación del Frente Popular, coalición que obtuvo la victoria en las elecciones
de febrero de 1936. En mayo de aquel año fue elegido Presidente de la República,
cargo que ocupó durante todo el desarrollo de la Guerra Civil española. Dimitió
de ese cargo en febrero de 1939, exiliándose a Francia y falleciendo en
Montauban el 3 de septiembre de 1940.
Como escritor y
periodista, colaboró en los diarios El Imparcial y El Sol y
dirigió las revistas La Pluma y España entre 1920 y 1924. Recibió
el Premio Nacional de Literatura en 1926 por su obra Vida de Juan Valera.
Autor de novelas como El jardín de los frailes (1927) y la inacabada
Fresdeval, también realizó incursiones en el teatro con obras como La
Corona (1930).
Su obra La
velada en Benicarló, compuesta por una serie de diálogos sobre la guerra de
España, puede considerarse como la más importante reflexión acerca de la década
de los años treinta en nuestro país. De igual modo dejó escritas unas memorias
que constituyen un destacado reflejo de la Segunda República española.
ARRIBA
El siguiente texto responde al discurso
realizado por Manuel Azaña ante las Cortes Constituyentes
españolas de 1931, en el transcurso del debate parlamentario
sobre los artículos 26 y 27 de la Constitución. En él el
autor expone la posición del bloque republicano sobre este
apartado de la ley: la laicidad del estado, como demanda
popular. El texto se sitúa en el 13 de octubre de 1931, en
la fase final de la elaboración de la Constitución
republicana, en los debates sobre la cuestión religiosa,
debates agrios, en los que la derecha hace batalla de esta
cuestión máxime tras los sucesos de primavera, con la quema
de conventos y los desórdenes que han servido a la derecha
para argumentar la violencia anti clerical del nuevo
régimen.
El autor Manuel
Azaña, líder del partido de la Acción Republicana, un partido de centro
izquierda, de clases medias, republicano, demócrata e ilustrado, que será el eje
del nuevo régimen, al aportar la mayoría de los cuadros dirigentes y asumir el
peso del poder durante el gobierno provisional, el Bienio reformador y el Frente
Popular. Azaña representa la conciencia de la intelectualidad española, que ve
en la Iglesia las tradiciones y la base ideológica de la oligarquía
La intención es
la defensa de un estado laico, concretamente de los artículos 26 y 27 de la
Carta Magna, y la defensa que el cambio de régimen debe abordar los problemas
profundos del país, el dominio oligárquico de los pueblos, la propiedad
concentrada y el papel de la Iglesia.
El periódico
El Sol, correspondiente al 14 de octubre de 1931, relataba la actuación del
Ministro de la Guerra, Manuel Azaña Díaz en la Cámara, donde emitió aquella
desgraciada y triste frase de “España ha dejado de ser católica. El problema
político es organizar el Estado en forma tal que quede adecuado a esta fase
nueva e histórica del pueblo español”. |
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ARRIBA
El Sr. Ministro de la Guerra
(Azaña): Pido la palabra.
El Sr. Presidente: La
tiene S.S.
El Sr. Ministro de la Guerra:
Señores, Diputados: Se me permitirá que diga unas cuantas
palabras acerca de esta cuestión que hoy nos apasiona, con el
propósito, dentro de la brevedad de que sea capaz, de buscar
para las conclusiones del debate lo más eficaz y lo más útil. De
todas maneras, creo que yo no habría podido excusarme de tomar
parte en esta discusión, aunque no hubiese sido más que para
desvanecer un equívoco lamentable que se desenvuelve en torno de
la enmienda formulada por el Sr. Ramos, y que algunos grupos
políticos de las Cortes acogieran. Esta enmienda, merced a la
perdigonada que le disparó el Sr. Ministro de Justicia en su
discurso de la otra tarde, lleva, desde antes de ser puesta a
discusión, un plomo en el ala, y ahora, habiendo modificado la
Comisión su dictamen, la enmienda del Sr. Ramos ha perdido
cierta congruencia con el texto que está sometido a
deliberación. No me referiré, pues, al fondo de ella por no
faltar a las reglas de la oportunidad; pero, de todos modos,
para llegar a esta indicación, a esta salvedad y a esta
eliminación del equívoco, me interesa profundamente examinar los
dos textos que se contraponen ante la deliberación de las
Cortes: el de la Comisión y el voto particular, buscando más
allá del texto legislativo y de su hechura jurídica la
profundidad del problema político que dentro de ellos se
encierra.
A mí me parece, Sres. Diputados, que nunca nos entenderíamos en
esta cuestión si nos empeñásemos en tratarla rigurosamente por
su hechura jurídica, si nos empeñásemos en tratarla
rigurosamente por su hechura jurídica, si nos empeñásemos en
construir un molde legal sin conocer bien a fondo lo que vamos a
meter dentro y si perdiésemos el tiempo en discutir las
perfecciones o las imperfecciones de molde legal sin estar antes
bien seguros de que dentro de él caben todas las realidades
políticas españolas que pretendemos someter a su norma.
Realidades vitales de España: esto es lo que debemos llevar
siempre ante los ojos; realidades vitales, que son antes que la
ciencia, que la legislación y que el gobierno, y que la ciencia,
la legislación y gobierno acometen y tratan para fines diversos
y por métodos enteramente distintos. La vida inventa y crea; la
ciencia procede por abstracciones, que tienen una aspiración, la
del valor universal; pero la legislación es, por lo menos,
nacional y temporal, y el gobierno -quiero decir el arte de
gobernar- es cotidiano. Nosotros debemos proceder como
legisladores y como gobernantes, y hallar la norma legislativa y
el método de gobierno que nos permitan resolver las antinomias
existentes en la realidad española de hoy; después vendrá la
ciencia y nos dirá cómo se llama lo que hemos hecho.
Con la realidad española, que es materia de legislación, ocurre
algo semejante a lo que pasa con el lenguaje; el idioma es antes
que la gramática y la filología, y los españoles nunca nos hemos
quedado mudos a lo largo de nuestra historia, esperando a que
vengan a decirnos cuál sea el modo correcto de hablar o cuál es
nuestro genio idiomático. Tal sucede con la legislación, en la
cual se va plasmando, incorporando, una rica pulpa vital que de
continuo se renueva. Pero la legislación, señores diputados, no
se hace sólo a impulso de la necesidad y de la voluntad; no es
tampoco una obra espontánea; las leyes se hacen teniendo también
en presencia y con respeto de principios generales admitidos por
la ciencia o consagrados por la tradición jurídica, que en sus
más altas concepciones se remonta a lo filosófico y lo
metafísico.
Ahora bien: puede suceder, de hecho sucede, ahora mismo está
sucediendo, y eso es lo que nos apasiona, que principios tenidos
por invulnerables, inspiraciones vigentes durante siglos, a lo
mejor se esquilman, se marchitan, se quedan vacíos, se angostan,
hasta el punto de que la realidad viviente los hace estallar y
los destruye. Entonces hay que tener el valor de reconocerlo
así, y sin aguardar a que la ciencia o la tradición se recobren
del sobresalto y el estupor y fabriquen principios nuevos, hay
que acudir urgentemente al remedio, a la necesidad y poner a
prueba nuestra capacidad de inventar, sin preocuparnos
demasiado, porque al inventar un poco, les demos una ligera
torsión a los principios admitidos como inconcusos.
De no ser así, Sres. Diputados, sucedería que el espíritu
jurídico, el respeto al derecho y otras entidades y especies
inestimables, lejos de servirnos para articular breve y
claramente la nueva ley, serían el mayor obstáculo para su
reforma y progreso, y en vez de ser garantía de estabilidad en
la continuación serían el baluarte irreductible de la
obstrucción y del retroceso. Por esta causa, Sres. Diputados, en
los pueblos donde se corta el paso a las reformas regulares de
la legislación, donde se cierra el camino a la reforma gradual
de la ley, donde se desoyen hasta las voces desinteresadas de la
gente que cultiva la ciencia social y la ciencia del Derecho, se
produce fatalmente, si el pueblo no está muerto, una revolución,
que no es ilegal, sino por esencia antilegal, porque viene
cabalmente a destruir las leyes que no se ajustan al nuevo
estado de la conciencia jurídica. Esta revolución, si es somera,
si no pasa de la categoría motinesca, chocará únicamente con las
leyes de policía o tal o cual ley orgánica del Estado; pero si
la elaboración ha sido profunda, tenaz, duradera y penetrante,
entonces se necesita una transformación radical del Estado, en
la misma proporción en que se haya producido el desacuerdo entre
la ley y el estado de la conciencia pública. Y yo estimo, Sres.
Diputados, que la revolución española cuyas leyes estamos
haciendo es de este último orden. La revolución política, es
decir, la expulsión de la dinastía y la restauración de las
libertades públicas, ha resuelto un problema específico de
importancia capital, ¡quien lo duda!, pero no ha hecho más que
plantear y enunciar aquellos otros problemas que han de
transformar el Estado y la sociedad españoles hasta la raíz.
Estos problemas, a mi corto entender, son principalmente tres:
el problema de las autonomías locales, el problema social en su
forma más urgente y aguda, que es la reforma de la propiedad, y
este que llaman problema religioso, y que es en rigor la
implantación del laicismo del Estado con todas sus inevitables y
rigurosas consecuencias. Ninguno de estos problemas los ha
inventado la República. La República ha rasgado los telones de
la antigua España oficial monárquica, que fingía una vida
inexistente y ocultaba la verdadera; detrás de aquellos telones
se ha fraguado la transformación de la sociedad española, que
hoy, gracias a las libertades republicanas, se manifiesta, para
sorpresa de algunos y disgustos de no pocos, en la contextura de
estas Cortes, en el mandato que creen traer y en los temas que a
todos nos apasionan.
ARRIBA
Cada una de estas cuestiones, Sres. Diputados, tiene una premisa
inexcusable, imborrable en la conciencia pública, y al venir
aquí, al tomar hechura y contextura parlamentaria, es cuando
surge el problema político. Yo no me refiero a las dos primeras,
me refiero a esto que llaman problema religioso. La premisa de
este problema, hoy político, la formulo yo de esta manera:
España ha dejado de ser católica; el problema político
consiguiente es organizar el Estado en forma tal que quede
adecuado a esta fase nueva e histórica el pueblo español.
Yo no puedo admitir, Sres. Diputados, que a esto se le llame
problema religioso. El auténtico problema religioso no puede
exceder de los límites de la conciencia personal, porque es en
la conciencia personal donde se formula y se responde la
pregunta sobre el misterio de nuestro destino. Este es un
problema político, de constitución del Estado, y es ahora
precisamente cuando este problema pierde hasta las semejas de
religión, de religiosidad, porque nuestro Estado, a diferencia
del Estado antiguo, que tomaba sobre sí la curatela de las
conciencias y daba medios de impulsar a las almas, incluso
contra su voluntad, por el camino de su salvación, excluye toda
preocupación ultraterrena y todo cuidado de la fidelidad, y
quita a la Iglesia aquel famoso brazo secular que tantos y tan
grandes servicios le prestó. Se trata simplemente de organizar
el Estado español con sujeción a las premisas que acabo de
establecer.
Para afirmar que España ha dejado de ser católica tenemos las
mismas razones, quiero decir de la misma índole, que para
afirmar que España era católica en los siglos XVI y XVII. Sería
una disputa vana ponernos a examinar ahora qué debe España al
catolicismo, que suele ser el tema favorito de los historiadores
apologistas; yo creo más bien que es el catolicismo quien debe a
España, porque una religión no vive en los textos escritos de
los Concilios o en los infolios de sus teólogos, sino en el
espíritu y en las obras de los pueblos que la abrazan, y el
genio español se derramó por los ámbitos morales del
catolicismo, como su genio político su derramó por el mundo en
las empresas que todos conocemos. (Muy bien.)
ARRIBA
España, en el momento del auge de su genio,
cuando España era un pueblo creador e inventor, creó un
catolicismo a su imagen y semejanza, en el cual, sobre todo,
resplandecen los rasgos de su carácter, bien distinto, por
cierto, del catolicismo de otros países, del de otras
grandes potencias católicas; bien distinto, por ejemplo, del
catolicismo francés; y entonces hubo un catolicismo español,
por las mismas razones de índole psicológica que crearon una
novela y una pintura y un teatro y una moral españoles, en
los cuales también se palpa la impregnación de la fe
religiosa. Y de tal manera es esto cierto, que ahí está
todavía casualmente la Compañía de Jesús creación española,
obra de un gran ejemplar de la raza, y que demuestra hasta
qué punto el genio del pueblo español ha influido en la
orientación del gobierno histórico y político de la Iglesia
de Roma. Pero ahora, Sres. Diputados, la situación es
exactamente la inversa. Durante muchos siglos, la actividad
especulativa del pensamiento europeo se hizo dentro del
Cristianismo, el cual tomó para sí el pensamiento del mundo
antiguo y lo adaptó con más o menos fidelidad y congruencia
a la fe cristiana; pero también desde hace siglos el
pensamiento y la actividad especulativa de Europa han
dejado, por lo menos, de ser católicos; todo el movimiento
superior de la civilización se hace en contra suya y, en
España, a pesar de nuestra menguada actividad mental, desde
el siglo pasado el catolicismo ha dejado de ser la expresión
y el guía del pensamiento español. Que haya en España
millones de creyentes, yo no os lo discuto; pero lo que da
el ser religioso de un país, de un pueblo y de una sociedad
no es la suma numérica de creencias o de creyentes, sino el
esfuerzo creador de su mente, el rumbo que sigue su cultura.
(Muy bien.)
Por consiguiente, tengo los mismos motivos para decir que España
ha dejado de ser católica que para decir lo contrario de la
España antigua. España era católica en el siglo XVI, a pesar de
que aquí había muchos y muy importantes disidentes, algunos de
los cuales son gloria y esplendor de la literatura castellana, y
España ha dejado de ser católica, a pesar de que existan ahora
muchos millones de españoles católicos, creyentes. ¿Y podía, el
Estado español, podía algún Estado del mundo estar en su
organización y en el pensamiento desunido, divorciado, de
espaldas, enemigo del sentido general de la civilización, de la
situación de su pueblo en el momento actual? No, Sres.
Diputados. En este orden de ideas, el Estado se conquista por
las alturas, sobre todo si admitimos, como indicaba hace pocos
días mi excelente amigo el Sr. Zulueta en su interesante
discurso, si admitimos -digo- que lo característico del Estado
es la cultura. Los cristianos se apoderaron del Estado imperial
romano cuando, desfallecido el espíritu original del mundo
antiguo, el Estado romano no tenía otro alimento espiritual que
el de la fe cristiana y las disputas de sus filósofos y de sus
teólogos. Y eso se hizo sin esperar a que los millones de
paganos, que tardaron siglos en convertirse, abrazaran la nueva
fe. Cristiano era el Imperio romano, y el modesto labrador
hispano romano de mi tierra todavía sacrificaba a los dioses
latinos en los mismos lugares en que ahora se alzan las ermitas
de las Vírgenes y de los Cristos. Esto quiere decir que los
sedimentos se sobreponen por el aluvión de la Historia, y que un
sedimento tarda en desaparecer y soterrarse cuando ya en las
alturas se ha evaporado el espíritu religioso que lo lanzó.
ARRIBA
Estas son, Sres. Diputados, las razones que
tenemos, por lo menos, modestamente, las que tengo yo, para
exigir como un derecho y para colaborar a la exigencia
histórica de transformar el Estado español, de acuerdo con
esta modalidad mueva del espíritu nacional. Y esto lo
haremos con franqueza, con lealtad, sin declaración de
guerra; antes al contrario, como una oferta, como una
proposición de reajuste de la paz. De lo que yo me guardaré
muy bien es de considerar si esto le conviene más a la
Iglesia que el régimen anterior. ¿Le conviene? ¿No le
conviene? Yo lo ignoro; además, no me interesa; a mí lo que
me interesa es el Estado soberano y legislador. También me
guardaré de dar consejos a nadie sobre su conducta futura,
y, sobre todo, personalmente, me guardaré del ridículo de
decir que esta actitud nuestra está más conforme con el
verdadero espíritu del Evangelio. El uso más desatinado que
se puede hacer del Evangelio es aducirlo como texto de
argumentos políticos, y la deformación más monstruosa de la
figura de Jesús es presentarlo como un propagandista
demócrata o como lector de Michelet o de Castelar, o quién
sabe si como un precursor de la ley Agraria. No. La
experiencia cristiana, Sres. Diputados, es una cosa
terrible, y sólo se puede tratar en serio; el que no la
conozca que deje el Evangelio en su alacena que no lo lea;
pero Renán lo ha dicho: “Los que salen del santuario son más
certeros en sus golpes que los que nunca han entrado en él”.
Y yo pregunto, Sres. Diputados, sobre todo a los grupos
republicano y socialista, más en comunión de ideas con nosotros:
esto que yo digo, estas palabras mías, ¿os suenan a falso? Esta
posición mía, la de mi partido, ¿es peligrosa para la República?
¿Creéis vosotros que una política inspirada en lo que acabo de
decir, en este concepto del Estado español y de la Historia
española, conduciría a la República a alguna angostura donde
pudiese ser degollada impunemente por sus enemigos? No lo
creéis. Pues yo, con esa garantía, paso ahora a confrontar los
textos en discusión.
ARRIBA
Nosotros dijimos: separación de Iglesia y
del Estado. Es una verdad inconcusa; la inmensa mayoría de
las Cortes no la ponen siquiera en discusión. Ahora bien,
¿qué separación? ¿Es que nosotros vamos a dar un tajo en las
relaciones del Estado con la iglesia, vamos a quedarnos del
lado de acá del tajo y vamos a ignorar lo que pasa en el
lado de allá? ¿Es que nosotros vamos a desconocer que en
España existe la Iglesia católica con sus fieles, con sus
jerarcas y con la potestad suprema en el extranjero? En
España hay una Iglesia protestante, o varias, no sé, con sus
obispos y sus fieles, y el Estado ignora absolutamente la
iglesia protestante española. ¿Vosotros concebís que para el
Estado la situación de la Iglesia católica española pueda
ser mañana lo que es hoy la de la Iglesia protestante? A
remediar este vacía vino, con toda su buena voluntad y toda
la agudeza de su saber, la enmienda del Sr. Ramos, que
momentáneamente fue aceptada por unos cuantos grupos del
Parlamento. El propósito de esta enmienda era justamente,
como acaba de indicar el Sr. Presidente de la Comisión,
sujetar la Iglesia al Estado. Pero esta enmienda ha, por lo
visto, perecido. Mi eminente amigo Sr. De los Ríos no debe
ignorar que en una Cámara como ésta, tan numerosa, en una
cuestión tan de estricto derecho como es esta materia de la
Corporación de Derecho público, la mayoría de las opiniones
-y no hay ofensa, porque me incluyo entre ellas-, la mayoría
de las opiniones tiene que decidirse por el argumento de
autoridad, y habiéndose pronunciado en contra una tan grande
como la del Ministro de Justicia, esta pobre idea de la
Corporación de Derecho público ha caído en el ostracismo. Yo
lamento que la Cámara, tan numerosa oyendo al Sr. Ministro,
no oyese la contestación, bien aguda, del Sr. Ramos; pero
esto ya es inevitable.
¿Qué nos queda, pues? En el discurso del Sr.
Ministro de Justicia, al llegar a esta cuestión, yo eché de
menos algo que me sustituyese a esa garantía jurídica de la
situación de la Iglesia en España. Yo no sé si lo recuerdo
bien; pero en esta parte del discurso del Sr. De los Ríos
notaba yo una vaguedad, una indecisión, casi un vacío sobre
el porvenir; y esa vaguedad, ese vacío, esa indecisión me
llenaba a mí de temor y de recelo, porque ese vacío lo veo
llenarse inmediatamente con el Concordato. No es que su
señoría quiera el Concordato; no lo queremos ninguno; pero
ese vacío, ese tajo dado a una situación, cuando más allá no
queda nada, pone a un Gobierno republicano, a éste, a
cualquiera, al que nos suceda, en la necesidad absoluta de
tratar con la iglesia de Roma, y ¿en qué condiciones? En
condiciones de inferioridad: la inferioridad que produce la
necesidad política y pública. (Muy bien.) Y contra esto,
señores, nosotros no podemos menos de oponernos, y buscamos
una solución que, sobre el principio de la separación, deje
al Estado republicano, al Estado laico, al Estado
legislador, unilateral, los medios de no desconocer ni la
acción, ni los propósitos, ni el gobierno, ni la política de
la Iglesia de roma; eso para mí es fundamental.
Otros aspectos de la cuestión son menos
importantes. El presupuesto del clero se suprime, evidente;
y las modalidades de la supresión, francamente os digo que
no me interesan, ni al propio Sr. Ministro de Justicia le
puede parecer mejor ni peor una fórmula u otra. Creo
habérselo oído, creo que lo ha dicho públicamente: que sea
sucesivamente, que sea en cuatro años amortizando el 25 por
100 del presupuesto en cada uno, esto no tiene ningún valor
sustancial; no vale la pena de insistir.
La cuestión de los bienes es más importante; yo en esto tengo
una opinión, que me voy a permitir no adjetivar, porque quizá el
adjetivo fuese poco parlamentario, adjetivo que recaería sobre
mí propio. Se discute aquí el valor de orden moral y jurídico
que pueden representar las sumas que el Estado abona a la
Iglesia, trayendo la cuestión de la época desamortizadora; si
los bienes valen más o menos (un Sr. Diputado recordaba que la
Universidad de Alcalá se vendió en 14.000 pesetas, y no fueron
sumas recibidas a lo largo del siglo equivalente o no al
montante total de los valores desamortizados y se hacen cuentas
como si se liquidara una Sociedad en suspensión de pagos o en
quiebra. Yo no estoy conforme con eso, lo dijese o no Mendizábal
y sus colaboradores. Lo que la desamortización representa es una
revolución social, y la burguesía ascendente al Poder con el
régimen parlamentario, dueña del instrumento legislativo, creó
una clase social adicta al régimen, que fue ella misma y sus
adláteres, pero como eso no es un contrato jurídico ni un
despojo, nada de eso, sino toda la obra inmensa, fuera de las
normas legales, incapaz de compensación, de una revolución de
orden social, la burguesía parlamentaria, harto débil, creó
entonces los instrumentos y los apoyos necesarios para al Estado
liberal naciente una cosa que tienen que hacer todos los Estados
cuando se reforman con esa profundidad, no hay que olvidarlo.
Ahora se nos dice: Es que la Iglesia tiene derecho a reivindicar
esos bienes. Yo creo que no, pero la verdad es, Sres. Diputados,
que la iglesia los ha reivindicado ya. Durante treinta y tantos
años en España no hubo Órdenes religiosas, cosa importante,
porque, a mi entender, aquellos años de inexistencia de
enseñanza congregacionista prepararon la posibilidad de la
revolución del 8 y de la del 73. Pero han vuelto los frailes,
han vuelto los Órdenes religiosas, se han encontrado con sus
antiguos bienes en manos de otros poseedores, y la táctica ha
sido bien clara: en vez de precipitarse sobre los bienes se han
precipitado sobre las conciencias de los dueños, y haciéndose
dueños de las conciencias tienen los bienes y a sus poseedores.
(Muy bien.)
Este es el secreto, aun dicho en esta forma pintoresca, de la
evolución de la clase media española en el siglo pasado; que
habiendo comenzado una revolución liberal y parlamentaria, con
sus pujos de radicalismo y de anticlericalismo, la misma clase
social, quizá los nietos de aquellos colaboradores de Mendizábal
y de los desamortizadores del año 36, esos mismos, después de
esa operación que acabo de describir, son los que han traído a
España la tiranía, la dictadura y el despotismo, y en toda esta
evolución está comprendida la historia política de nuestro país
en el siglo pasado.
En realidad, la cuestión apasionante, por el
dramatismo interior que encierra, es la de las Órdenes
religiosas; dramatismo natural porque se habla de la
Iglesia, se habla del presupuesto del clero, se habla de
Roma; son entidades muy lejanas que no tomas para nosotros
forma ni visibilidad humana; pero los frailes, las Órdenes
religiosas, sí.
En este asunto. Sres. Diputados, hay un drama muy grande,
apasionante, insoluble. Nosotros tenemos, de una parte, la
obligación de respetar la libertad de conciencia, naturalmente,
sin exceptuar la libertad de la conciencia cristiana; pero
tenemos también, de otra parte, el deber de poner a salvo la
República y el Estado. Estos dos principios chocan, y de ahí el
drama que, como todos los verdaderos y grandes dramas, no tiene
solución. ¿Qué haremos, pues? ¿Vamos a seguir (claro que no, es
un supuesto absurdo), vamos a seguir el sistema antiguo, que
consistía en suprimir uno de los términos del problema, el de la
seguridad e independencia del Estado, y dejar la calle abierta a
la muchedumbre de Órdenes religiosas para que invada la sociedad
española? No. Pero yo pregunto: reacción explicable y natural,
el otro término del problema y borrar todas las obligaciones que
tenemos con esta libertad de conciencia? Respondo resueltamente
que no. (Muy bien, muy bien.) Lo que hay que hacer -y es una
cosa difícil, pero las cosas difíciles son las que nos deben
estimular-, lo que hay que hacer es tomar un término superior a
los dos principios en contienda, que para nosotros, laicos,
servidores del Estado y políticos gobernantes del Estado
republicano, no puede ser más que el principio de la salud del
Estado. (Muy bien.)
La salud del Estado, a mi modo de ver, es una cosa hipotética,
un supuesto, como el de la salud personal; la salud del Estado,
como la de las personas, consiste en disponer de la robustez
suficiente para poder conllevar los achaques, las miserias
inherentes a nuestra naturaleza. En tal Estado existen
corrupciones, desmanes, desvíos de la buena administración y de
la buena justicia: torpezas de gobierno que, por ser el Estado
poderoso, denso y arraigado, no se notan, y que trasladadas a
otro Estado más nuevo, más débil, menos arraigado, acabarían con
él instantáneamente. Por consiguiente, se trata de adaptar el
régimen de salud del Estado a lo que es el Estado español
actualmente.
Criterio para resolver esta cuestión. A mi modesto juicio es el
siguiente: tratar desigualmente a los desiguales; frente a las
Órdenes religiosas no podemos oponer un principio eterno de
justicia, sino un principio de utilidad social y de defensa de
la República. Esto no tiene un rigor matemático ni puede
tenerlo; pero todas las cuestiones de gobierno afortunadamente,
no están encajadas en este rigor, sino que depende de la
presteza del entendimiento y de la ligereza de la mano para
administrar la realidad actual. (Muy bien, muy bien.) Tratar
desigualmente a los desiguales, porque no teniendo nosotros un
principio eterno de justicia irrevocable que oponer a las
Órdenes religiosas, tenemos que detenernos en la campaña de
reforma de la organización religiosa española allí donde nuestra
intervención quirúrgica fuese dañosa o peligrosa. Pensad,
señores Diputados, que vamos a realizar una operación quirúrgica
sobre un enfermo que no está anestesiado y que en los debates
propios de su dolor puede complicar la operación y hacerla
mortal, no sé para quien, pero mortal para alguien. (Muy bien,
muy bien.)
Y como no tenemos frente a las Órdenes religiosas ese principio
eterno de justicia, detrás del cual debiéramos ir como
hipnotizados, sin rectificar nunca nuestra línea de conducta, y
como todo queda encomendado a la prudencia, a la habilidad del
gobernante, yo digo: las Órdenes religiosas tenemos que
proscribirlas en razón de su temerosidad para la República. ¿El
rigor de la ley debe ser proporcionado a la temerosidad
(digámoslo así, yo no sé siquiera si éste es un vocablo
castellano) de cada una de estas Órdenes, una por una? No; no es
menester. Por eso me parece bien la redacción de este dictamen;
aquí se empieza por hablar de una Orden que no se nombra.
“Disolución de aquellas Órdenes en las que, además de los tres
votos canónicos, se preste otro especial de obediencia a
autoridad distinta de la legítima del Estado”. Estos son los
jesuitas. (Risas.)
Pero yo añado a esto una observación, que,
lo confieso, no se me ha ocurrido a mí; me la acaba de
sugerir un eminente compañero. Aquí se dice: “Las Órdenes
religiosas se sujetarán a una ley especial ajustada a las
siguientes bases”. Es decir, que la disolución definitiva,
irrevocable, contenida en este primer párrafo, queda
pendiente de lo que haga una ley especial mañana; y a mí
esto no me parece bien; creo que esta disolución debe quedar
decretada en la Constitución (Muy bien.), no sólo porque es
leal, franco y noble decirlo, puesto que pensamos hacerlo,
sino porque, si no lo hacemos, es posible que no lo podamos
hacer mañana; porque si nosotros dejamos en la Constitución
el encargo al legislador de mañana, que incluso podréis ser
vosotros mismos, de hacer una ley con arreglo a estas
normas, fijaos bien lo que significa dejar pendiente esta
espada sobre una institución tan poderosa, que trabajará
todo lo posible para que estas Cortes no puedan legislar
más. Por consiguiente, yo estimo que en la redacción actual
del dictamen debiera introducirse una modificación, según la
cual este primer párrafo no fuese suspensivo, pensando en
una ley futura, sino desde ahora terminante y ejecutivo.
Respecto a las otras Órdenes, yo encuentro en esta redacción del
dictamen una amplitud que pensándolo bien, no puede ser mayor;
porque dice: “Disolución de las que en su actividad constituyan
un peligro para la seguridad del Estado”. ¿Y quiénes son éstas?
Todas o ninguna; según quieran las Cortes. De manera que este
párrafo deja a la soberanía de las Cortes la existencia o la
destrucción de todas las Órdenes religiosas que ellas estimen
peligrosas para el Estado. Ahora bien; en razón de ese principio
de prudencia gubernamental, de estilo de gobernar, yo me digo:
¿es que para mí son lo mismo las monjas que están en Cebreros, o
las bernardas de Talavera, o las clarisas de Sevilla,
entretenidas en bordar acericos y en hacer dulces para los
amigos, que los jesuitas? ¿Es que yo voy a caer en el ridículo
de enviar los agentes de la República a que clausuren los
conventos de estas pobres mujeres, para que en torno de ellas se
forme una leyenda de falso martirio, y que la República gaste su
prestigio en una empresa repugnante, que estaría mejor empleado
en una operación de mayor fuste? Yo no puedo aconsejar eso a
nadie.
Donde un Gobierno con autoridad y una Cámara con autoridad me
diga que una Orden religiosa es peligrosa para la República, yo
lo acepto y lo firmo sin vacilar; pero guardémonos de extremar
la situación aparentando una persecución que no está en nuestro
ánimo ni en nuestras leyes para acreditar una leyenda que no
puede por menos de perjudicarnos.
Tengo que hacer aquí dos salvedades muy
importantes: una suspensiva y otra irrevocable y terminante.
Sé que voy a disgustar a los liberales. La primera se
refiere a la acción benéfica de las Órdenes religiosas. El
señor Ministro de Justicia -y él me perdonará si tantas
veces insisto en aludirle; pero la importancia de su
discurso es tal, que no hay más remedio que referirse a él-,
el señor Ministro de Justicia trazó aquí en el aire una
figura aérea de la hermana de la Caridad, a la que él
prestó, indudablemente, las fuentes de su propio corazón. Yo
no quiero hacer aquí el antropófago y, por lo tanto, me
abstengo de refutar a fondo esta opinión del Sr. De los
Ríos; pero apele S.S. a los que tienen experiencia de estas
cosas, a los médicos que dirigen hospitales, a las gentes
que visitan las Casas de Beneficencia, y aun a los propios
pobres enfermos y asilados en estos hospitales y
establecimientos, y sabrá que debajo de la aspiración
caritativa, que doctrinalmente es irreprochable y admirable,
hay, sobre todo, un vehículo de proselitismo que nosotros no
podemos tolerar. (Muy bien.) Pues qué, ¿no sabemos todos que
al pobre enfermo hospitalizado se le hace objeto de trato
preferente según cumple o no los preceptos de la religión
católica? ¿Y esto quién lo hace, sino esta figura ideal,
propia para una tarjeta postal, pero que en la realidad se
da pocas veces?
La otra salvedad terminante, que va a disgustar a los liberales,
es ésta: en ningún momento, bajo ninguna condición, en ningún
tiempo, ni mi partido ni yo en su nombre, suscribiremos una
cláusula legislativa en virtud de la cual siga entregado a las
Órdenes religiosas el servicio de la enseñanza. Eso, jamás. Yo
lo siento mucho; pero ésta es la verdadera defensa de la
República. La agitación más o menos clandestina de la Compañía
de Jesús o de ésta o de la de más allá, podrá ser cierta, podrá
ser grave, podrá ser en ocasiones risible, pero esta acción
continua de las Órdenes religiosas sobre las conciencias
juveniles es cabalmente el secreto de la situación política por
que España transcurre y que está en nuestra obligación de
republicanos, y no de republicanos, de españoles, impedir a todo
trance. (Muy bien.) A mí que no me vengan a decir que esto es
contrario a la libertad, porque esto es una cuestión de salud
pública. ¿Permitiríais vosotros, los que, a nombre de liberales,
os oponéis a esta doctrina, permitiríais vosotros que un
catedrático en la Universidad explicase la Astronomía de
Aristóteles y que dijese que el cielo se compone de varias
esferas a las cuales están atornilladas las estrellas?
¿Permitiríais que se propagase en la cátedra de la Universidad
española la Medicina del siglo XVI? No lo permitiríais; a pesar
del derecho de enseñanza del catedrático y de su libertad de
conciencia, no se permitiría. Pues yo digo que en el orden de
las ciencias morales y políticas, la obligación de las Órdenes
religiosas católicas, en virtud de su dogma, es enseñar todo lo
que es contrario a los principios en que se funda el Estado
moderno. Quien no tenga la experiencia de estas cosas no puede
hablar, y yo, que he comprobado en tantos y tantos compañeros de
mi juventud que se encontraban en la robustez de su vida ante la
tragedia de que se le derrumbaban los principios básicos de su
cultura intelectual y moral, os he de decir que ése es un drama
que yo con mi voto no consentiré que se reproduzca jamás.
(Grandes aplausos.)
Si resulta, señores Diputados, que de esta redacción del
dictamen las Cortes pueden acordar la disolución de todas las
Órdenes religiosas que estime perjudiciales para el Estado, es
sobre la conciencia y la responsabilidad de las propias Cortes
sobre quien recae la mayor o menor extensión de esto que
llamamos el peligro monástico. Sois vosotros los jueces, no el
Gobierno ni éste ni otro. Y yo estimo que si unas instituciones,
si queda alguna, si las Cortes acuerdan que queda alguna a
quienes se les prohíbe adquirir y conservar bienes inmuebles, si
no es aquel en que habitan, a quienes se les prohíbe ejercer la
industria y el comercio, a quienes se les ha de prohibir la
enseñanza, a quienes se les ha de limitar la acción benéfica,
hasta que puedan ser sustituidas por otros organismos del
Estado, y a quienes se los obliga a dar anualmente cuenta al
Estado de la inversión de sus bienes, si son todavía peligrosos
para la República, será preciso reconocer que ni la República no
nosotros valemos gran cosa. (Risas.)
Y ahora, señores Diputados, llegamos a la
última parte de la cuestión. Ya he expuesto la posición
histórica y política tal como yo la veo; he penetrado en el
problema político tal como yo me lo describo y llegamos a la
situación parlamentaria. Si yo perteneciese a un partido que
tuviera en esta Cámara la mitad más uno de los diputados, la
mitad más uno de los votos, en ningún momento, ni ahora ni
desde que se discute la Constitución, habría vacilado en
echar sobre la votación el peso de mi partido para sacar una
Constitución hecha a su imagen y semejanza, porque a esto me
autorizaría el sufragio y el rigor del sistema de mayorías.
Pero con una condición: que al día siguiente de aprobarse la
Constitución, con los votos de este partido hipotético, este
mismo partido ocuparía el Poder. (Muy bien. Aplausos.) Ese
partido ocuparía el Poder para tomar sobre sí la
responsabilidad y la gloria de aplicar, desde el Gobierno,
lo que había tenido el lucimiento de votar en las Cortes.
Por desgracia, no existe este partido hipotético con que yo
sueño, ni ningún otro que esté en condiciones de ejercer aquí la
ley rigurosa de las mayorías. Por tanto, señores Diputados,
debiendo ser la Constitución, no obra de mi capricho personal,
ni del de sus señorías, ni de un grupo, tampoco de una
transacción en que se abandonen los principios de cada cual,
sino de un texto legislativo que permita gobernar a todos los
partidos que sostienen la República..., yo sostengo, señores
Diputados, que el peso de cada cual en el voto de la
Constitución debe ser correlativo a la responsabilidad en el
Gobierno de mañana. Yo planteo la cuestión con toda claridad:
aquí está el voto particular que sostienen nuestros amigos los
socialistas; y yo digo francamente: si el partido socialista va
a sumir mañana el Poder y me dice que necesita ese texto para
gobernar, yo se lo voto (Muy bien, muy bien. Aplausos.) Porque,
señores Diputados, no es mi partido el que haya de negar ni
ahora ni nunca al partido socialista las condiciones que crea
necesarias para gobernar la República. Pero si esto no es así
(yo no entiendo de estas cosas; estoy discutiendo en hipótesis),
veamos la manera de que el texto constitucional, sin impediros a
vosotros gobernar, no se lo impida a los demás que tienen
derecho a gobernar la República española, puesto que la han
traído, la gobiernan, la administran y la defienden. (Muy bien.)
Este es mi punto de vista, señores Diputados: mejor dicho, este
es el punto de vista de Acción Republicana, que no tiene por qué
disimular ni su laicismo ni su radicalismo constructor ni el
concepto moderno que tiene de la vida española, en la cual de
nada reniega, pero que está resuelta a contribuir a su
renovación desde la raíz hasta la fronda, y que además supone
para todos los republicanos de izquierda una base de
inteligencia y colaboración, no para hoy, porque hoy se acaba
pronto, sino para mañana, para el mañana de la República, que
todos queremos que sea tranquilo, fecundo y glorioso para los
que la administren y defiendan. (Grandes y prolongados
aplausos.)
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