El Cuartel de la Montaña

Caídos por Dios y por España.

 


Malestar e inquietud en el Cuartel de la Montaña.


Desde que los cadetes regresaron de misa, en el Cuartel de la Montaña no hay sino malestar e inquietud. Se ha sabido lo que ocurrió a primera hora en el Campamento de Carabanchel. La noticia ha producido una impresión considerable. De los demás cuarteles, en cambio, nada se sabe. Y poco a poco, por los contornos de la Montaña, en las bocacalles contiguas y hacia el fondo de la explanada, por la parte de la plaza de España, se van acumulando, de acuerdo con un plan sigiloso y metódico, las fuerzas gubernamentales en actitud de vigilancia hostil. No son milicianos, sino guardias de Asalto, que, sin el menor recato, instalan ametralladoras. como mastines en acecho, apuntando al Cuartel. El aire se va enrareciendo misteriosamente en torno a la Montaña y, a compás, aumenta la excitación de los acuartelados.

Otra vez renace la impaciencia insufrible de ayer, la corazonada por salir a la calle. Un oscuro instinto parece advertir, incluso a los más calmosos, que esta situación no pueda sostenerse indefinidamente. Algunos oficiales protestan y hay que contenerlos. Se da la orden terminante de desalojar por completo la explanada exterior. Nadie podrá salir sino por motivo apremiante y con el debido permiso.

En este ambiente de malestar y recelo, el comandante don Gonzalo Méndez Parada solicita del coronel Serra que le dé licencia para llegarse hasta la División. Al menos así podrá saberse qué pasa en concreto. He aquí sus propias palabras:

«Solicité autorización del Coronel para ir a la División y a la calle de Ayala, donde encerraba mi coche. Accedió gustosísimo, poniendo a mi disposición un coche ligero que había en el Cuartel y una escolta de cuatro individuos armados. Llegué a la División, y allí me encontré al capitán Jover, al de igual empleo López Muñoz y al comandante Oret; no recuerdo si también estaba allí el comandante Padilla. Dije que quería ver al jefe de Estado Mayor, y la verdad es que no sé. si no me quiso recibir o que no estaba. La realidad es que no pude verle, no obstante insistir con el comandante Osset, que creo estaba de servicio. Entonces dije que iba a recoger el coche al barrio de Salamanca, y me tacharon de loco. Me contaron que un jefe de Estado Mayor, al volver de Campamento esta mañana, había tenido que abandonar el coche en el puente de Segovia y salir corriendo; que, además, las entradas del barrio estaban tomadas por milicias armadas al mando de un expulsado de la Escuela de Guerra, comandante Sánchez Aparicio, y que no podía yo pasar de ningún modo, pues me conocía y había dicho que de la Escuela de Guerra no se salvaría nadie. En vista de esto y ante el temor de no poder volver a la Montaña, salí precipitadamente y pude llegar al Cuartel. Di cuenta al Coronel de mi infructuosa gestión y ya permanecí a su lado.»

Por primera vez se tiene en la Montaña la sensación exacta de que circular por Madrid con el traje militar es peligroso y de que los reunidos en el Cuartel se hallan como sitiados. Así han cambiado las cosas en el curso de veinticuatro horas.

El capitán Jordán de Urríes se ofrece entonces para ir al Cuartel del 14.º Tercio de la Guardia civil. La impresión o que de estas fuerzas había ayer tarde era favorable al Alzamiento. ¿Se mantendrían igual?

Vestidos de paisano, el capitán Urríes y otro oficial se encaminan al citado Cuartel de la Benemérita, donde solicitan ser recibidos por alguno de los jefes. No lo consiguen.  Insisten, revelan su identidad, aseguran que el motivo que allí los lleva es grave y urgente. Todo inútil. En vista de que no se los quiere recibir, se dirigen seguidamente al Cuartel del Hipódromo, donde hay también importantes fuerzas de la misma Guardia y varios comandantes que simpatizan, al parecer, con el Movimiento. El trayecto es largo; la zona, poblada de milicianos. Tampoco consiguen los emisarios en esta nueva gestión el menor resultado.

Cuando esos redoblados fracasos son conocidos en la Montaña, donde los vigías continúan observando los movimientos de las fuerzas del Gobierno en los alrededores, la gravedad de la situación se hace a todos patente. Los oficiales se reúnen y consideran urgentes dos importantes medidas: ante el cariz que van tomando las cosas, es necesario que el mando de todas las fuerzas adictas al Alzamiento lo asuma un general, y luego se hace indispensable que este jefe adopte medidas prontas y enérgicas. La unanimidad es perfecta.

Todos piensan en el general Villegas, a quien le creen designado de antemano para dirigir el Movimiento en Madrid. El comandante Castillo se ofrece para ir en su busca y llevarlo al edificio de la División. Pero ante el aspecto alarmante que presentan las calles y las dificultades de la circulación se estima que ese traslado del general Villegas debería hacerse con la protección de la Guardia civil. Aceptada la idea, se solicita del Parque Móvil el envío de dos camiones con guardias para que sirvan de garantía, y de escolta al circular entre las patrullas callejeras armadas. Mas el Parque Móvil se niega a desempeñar ese servicio, sin alegar razón ni pretexto para la negativa. Entonces, contra viento y marea, en la Montaña deciden ir en busca del general Fanjul, de quien también se sabe que está comprometido en el Movimiento y cuyo traslado al Cuartel se juzga más fácil. El comandante Castillo y algunos oficiales se encargan de ello.

A la misma hora -las once de la mañana-, el general don Joaquín Fanjul Goñi, que al abandonar anteayer su domicilio se refugió en casa de unos parientes, en el número 82 de la calle Mayor, está preparando su maletín de viaje. Quiere salir de Madrid sigilosamente y cuanto antes, cansado de la inacción e impaciente ya por la ignorancia de noticias en que vive. Fanjul es alavés, de Vitoria, nacido de padre asturiano y de madre Navarra. Ha peleado en África como militar; ha peleado en las Cortes como diputado. Y hasta en las lides parlamentarias está acostumbrado a cortar las discusiones estériles con gestos rotundos. Hace muchos años ya -porque el General tiene hoy el cabello y la barba completamente blancos-, en tiempos de don Antonio Maura y siendo diputado de su mayoría, Fanjul levantó en el Parlamento una tempestad de indignación liberal porque cerró la boca de un orador sindicalista que insultaba al Ejército, apostrofándole con estas palabras:

«Todos los Parlamentos del mundo no valen lo que un solo soldado español.»

Y ya en plena República, en 1933, cuando fué elegido por Cuenca, el general Fanjul salió otra vez en defensa de la institución militar, abofeteando en los pasillos del Congreso al diputado socialista Álvarez Angulo, que pretendía infamarla.

Ha sido, a pesar de sus años, uno de los primeros y más resueltos partidarios del Alzamiento. Siendo el señor Gil Robles ministro de la Guerra, Fanjul desempeñó la Subsecretaría, y allí se fortificó en la necesidad absoluta de apelar al golpe de Estado para desembarazarse del régimen que hundía a España. Desde entonces, y en especial durante los últimos tiempos, ha mantenido estrecho contacto con el general Mola, a quien visitó pocos días antes, buscando en las fiestas de San Fermín una justificación para emprender su viaje a Pamplona. De regreso, siguió trabajando en Madrid con los jefes más directamente responsables del Alzamiento, a quienes se había ofrecido incondicionalmente. «Cualquier puesto -decía- me parecerá bueno para servir a España contra esta tiranía insufrible.»

Conforme pasan los días, la situación se va haciendo más crítica. Fanjul ha debido ocultarse y aguardar noche y día las órdenes para salir a ocupar la División, según se le había propuesto, a la vez que el general Villegas se apoderaba del Ministerio de la Guerra.

Mas pasan las horas -tremendas, eternas y abrasadas horas del 18 y 19 de julio-, y el general Fanjul advierte que el Alzamiento no cuaja en Madrid. El Gobierno tiene aquí las manos libres y puede actuar a su antojo. La calle es ya de ellos, de los marxistas. Unas horas más y toda tentativa será inútil. Fanjul se ve condenado a la impotencia, reducido a permanecer oculto, inactivo e inútil hasta sólo Dios sabe cuándo. No. En vez de quedar escondido en Madrid, se trasladará a Burgos, donde podrá actuar con aquella actividad que su espíritu y su patriotismo le piden.

En este momento, cuando el General va a cerrar su maletín de viaje, llaman a la puerta. ¿Quién será? Cada llamada, en tales circunstancias, es un sobresalto. Se abre con tiento y se presenta un enviado del general Villegas: su propio sobrino. Parece cosa de magia. El emisario le trae a Fanjul la orden de tomar el mando de la División de Madrid y de dirigirse a ella inmediatamente.


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