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Correspondencia entre don Juan y Franco.


 
Franco contesta mediante un duro y fuerte escrito a don Juan el 21 de mayo de 1943. Las relaciones entre los dos están llegando a una gran tensión, aunque no llega aún la ruptura.

21 de mayo de 1943.

Alteza:

He recibido oportunamente vuestra carta de marzo, que por su sinceridad contribuirá a aclarar nuestra relación al servicio de nuestra Patria; pero antes de entrar en su análisis, creo conveniente fijar nuestras respectivas posiciones para reforzar la autoridad y responsabilidad de mis palabras y prevenir la contrariedad que pudiera causaros.

Otras personas pueden hablaros con la sumisión que su celo dinástico o su conveniencia cortesana les dicte; yo cuando le escribo no puedo prescindir de hacerlo como jefe del Estado de la nación española, que se dirige al pretendiente al trono de la misma nación; y considero necesario recordar esta situación, por veros desviado de la posición que corresponde a un príncipe que aspira por la vía natural (semejante a la del príncipe heredero), de acuerdo con la voluntad del que ejerce la autoridad actualmente y en continuación de la gran obra política que nuestra cruzada hizo posible.

Yo comprendo las dificultades que se presentan para poder exigiros una fe ciega en nuestra obra, ya que tendría que ser resultado de un conocimiento de la situación de España, así como de mi persona y de mi historia, desfigurado todo ello en vuestro ánimo por las informaciones maliciosas o erróneas de elementos fracasados, extranjerizados o disidentes, apartados de la comunidad política nacional; pero a lo que se debe aspirar es a que los enemigos y disidentes de la situación no polaricen alrededor del Príncipe y a que el pensamiento político de éste se subordine, de buena voluntad, a las directrices de nuestro Movimiento, fundamentadas en verdades eternas e incontrovertibles. Con lo demás nada puede ganar el servicio de España, ni el crédito personal del propio príncipe.

He aquí las razones de la inquietud hondísima que hubo de producirme vuestra carta, al coincidir con la desdichada y torpe petición que en España realizan algunos de los que se titulan vuestros amigos.

Yo me permitiría el recordaros la conveniencia de que antes de recibir presentaciones comprobéis la personalidad moral, política y financiera de quienes os visitan, que aparte de serviros para formar un justo juicio sobre sus intenciones os alejarían del descrédito que a dichas personas acompaña.

Yo no puedo ocultar la preocupación que muchos buenos españoles sienten por vuestra formación. La preparación de un Rey no es la de un ciudadano cualquiera. Necesita crearse una capacidad de mando y una serenidad de juicio difíciles de obtener en una edad temprana.

Los reyes mejor formados se educaron en una disciplina severa, al lado de varones doctos, que, totalmente apartados de todo interés terrenal, sólo pensaban en el servicio de Dios, en el bien de su patria y en el juicio que la Historia formase de un príncipe. A esta formación contribuía la indispensable autoridad y vigilancia del rey sobre el llamado a sucederle, que impedía su desvío.

La Historia ofrece numerosos ejemplos de las intrigas que, a pesar de todo ello, los cortesanos solían promover para, en servicio de sus propios intereses, desviar al príncipe de su recto camino. Y esto sucedía en tiempos en que no existían los gravísimos problemas exteriores, políticos, económicos y sociales que la vida actual de las naciones encierra, ni se desenvolverían éstas bajo la crisis de un sistema y el despertar de una nueva era, en medio de la más dilatada y compleja de las guerras que registra la Historia.

Yo quiero situaros ante la gravedad de que os presenten a nuestro Régimen como “provisional y aleatorio” y que esta idea pueda prender en vuestro ánimo.

¿No os dice nada el que su doctrina nazca con nuestra gloriosa cruzada, que bajo su signo hayamos ganado la guerra más difícil que conoce la Historia, construyendo una economía sin oro, divisas ni ayudas extrañas, y que lográsemos firmar con el extranjero tratados ventajosos en los que el honor y el prestigio de España brillan a una altura como hacía más de dos siglos España no lograba?

¿Ni que cuando terminada la cruzada todos consideraban a España aniquilada, supere las gravísimas situaciones monetarias, industriales, de transportes y financieras que el dominio rojo creó, con medidas justas, generosas y eficaces, salvando nuestra economía, las finanzas, la industria, la agricultura y los propios patrimonios de los particulares?

¿Es que no tiene trascendencia para V.A. la obra de liquidación del problema de la justicia, que da comienzo con más de cuatrocientos mil procesados para acabar, a fuerza de generosidad, pero sin claudicaciones ni mengua de ejemplaridad, reducido a menos de setenta mil presos, autores principales de crímenes o con gravísimas responsabilidades?

¿No apercibís el valor que encierra que en medio de tantas dificultades y desde el primer día de nuestro Movimiento vaya realizándose nuestra doctrina con una labor en el orden social exorbitante, que si no alcanza toda su virtualidad por las derivaciones de la guerra, constituye una justicia real para nuestras clases más numerosas y no sólo merece ser mirada con respeto en el extranjero, sino que incluso se la estudia y se la copia?

¿Ni tampoco os ilustran los avances que en el orden intelectual y en el científico ha habido bajo nuestro Movimiento, con la reorganización de nuestras universidades y la creación de colegios mayores y numerosos centros de cultura que tienen su más alta expresión en el Instituto de Investigaciones Científicas, que ha producido en tres años más obras científicas que las que España produjo en sus mejores épocas?

Cualquiera de éstas u otras de las muchas realizaciones bastarían para prestigiar y acreditar un régimen. Por ello, a un Estado que tanto ha rendido a la nación no puede sin injusticia ponérselo en interinidad ni en entredicho porque una docena de politicastros despechados o de capitalistas insaciables pretendan difamarlo.

Si tocamos los peligros que en vuestra carta me exponéis por lo que llamáis ‘vinculación exclusiva del poder en una sola persona’, no tengo más remedio que responderos que ésa es precisamente la característica del régimen monárquico, se titule o no rey quien ejerza la suprema potestad. Y en uno y otro la sucesión entraña problemas cuando al régimen le falta vigor.

Nuestra monarquía en esos períodos de decadencia es pródiga en esta clase de turbulencias. La guerra de sucesión primero y las luchas civiles que acompañaron a las sucesiones en el siglo XIX son, entre otras muchas, demostración harto elocuente de este aserto.

Mucho más importante que los problemas de la sucesión es para los españoles el asegurar que no puede torcerse o desvirtuarse la obra realizada a costa de tantos sacrificios, que el Régimen alcance fortaleza y plenitud, y que quien está llamado a regir los destinos de España no pueda equivocarse y sobre las dotes naturales de moralidad y patriotismo alcance aquella perfecta formación que le asegure capacidad de mando y serenidad de juicio.

La continuidad nos dará la unidad de los españoles y el vigor político de nuestro Régimen, independientemente de que haya o no un príncipe al frente de la jefatura del Estado.

Precisamente por esa responsabilidad histórica que sobre mí pesa, estoy obligado y resuelto a que no se malogre lo que se ha levantado con tantos sacrificios, cualquiera que fuese el tiempo y los medios que esto requiriese.

Os  confunden,  igualmente,  cuando  os  presentan  el Régimen como falto de estatutos

de base jurídica institucional, ocultandoos la existencia de unas leyes orgánicas sobre la organización del poder, del Consejo Nacional y las Cortes que forman un cuerpo de leyes básicas de nuestra revolución, que aunque no revistan la forma de las constituciones liberales, constituyen un estatuto permanente de base jurídica institucional.

Si de esto pasamos a los conceptos políticos que vuestra carta entraña, la disparidad es más evidente.

La Falange Española Tradicionalista y de las JONS es precisamente lo contrario de lo que suponéis. No es un partido, es un movimiento con una ideología en la que se funden los ideales de nuestra revolución, llenando de contenido la vida política de nuestra nación. Los pueblos no saben ni pueden vivir sin una política; han de tener un concepto sobre las leyes, sobre la moralidad, la justicia, la educación, la acción social y la cultura, y todo esto no es más que política. ¡Noble política!

Cuando lleva la nación siglo y medio de envenenamiento, escindiéndose España bajo la pluralidad de los partidos y desmoralizándose con la siembra de ideas disolventes que la colocaron en el nivel más bajo a que los pueblos pueden llegar, no es posible abandonarla a su propio ser sin incurrir en gravísimas responsabilidades; hay que encuadrarla y educarla bajo unos principios morales, patrióticos y sociales que, haciendo fecunda la sangre derramada, garanticen su futuro.

Esto es lo que significa nuestro Movimiento. No es un partido que se aproveche de la revolución. Soy yo, su conductor, el que después de haber sacado a España de la sima donde aparecía hundida, interpretando el sentir general de cuantos participaban en el alzamiento y ante las necesidades imperiosas de la nación, le señalé en aquel momento histórico, cuando aún teníamos la guerra por delante, el rumbo político que había que seguir y que viene siguiéndose desde entonces, al tiempo que se depura nuestra doctrina, que es hoy la de toda la nación. Por ello no debería extrañaros el que se os pida que os identifiquéis con estos principios que son los comunes de nuestra juventud y sobre los que no cabe discusión.

Precisamente V.A. pareció comprender esta necesidad cuando, dejándose llevar de su hacer natural y siguiendo el impulso de la juventud española, se presentó a combatir en nuestras filas a raíz de nuestro alzamiento, vistiendo la camisa azul y tocándose con la boina roja, uniendo así, por primera vez, los símbolos políticos de lo que se asociaba para la gran empresa.

Mucha fue la sangre que se derramó sobre esa camisa y esas nobles boinas para que nadie pueda separar lo que tanto costó unir. Si en todos los momentos el príncipe está obligado a identificarse con los ideales de su pueblo, mucho más corresponde en esta ocasión, ya que se trata de los ideales de nuestra cruzada a quien debemos nuestro resurgir. Sólo bajo el régimen liberal pueden concebirse los reyes como árbitros de las luchas políticas.

Otro punto tocáis en vuestra carta, íntimamente ligado con esta tesis, que aunque hubiese deseado no tratar, no puedo dejar de abordar por la responsabilidad de abandonaros en el error del que otros deberían apartaros.

Se refiere a la salida de España del último de sus reyes, en lo que, salvando todo el respeto debido a su memoria y a su buena voluntad y deseos de acierto, su decisión en aquellos tristes momentos no puede constituir escuela a seguir por nuestros príncipes. En este juicio la unanimidad de todos los buenos españoles es completa. La Historia ha de ser en su juicio más rigurosa. Sus nobles palabras y su desinterés, apreciables como hombre, no le elevan en cambio como Rey. Mucha fue la sangre que se vertió luego como consecuencia de aquel acto. 

La marcha del Rey y la caída de la monarquía dimanan del momento en que por decisión real fue expulsado del poder el general Primo de Rivera, a cuya instauración como dictador tanto había contribuido la Corona. La colaboración del Rey con la dictadura fue uno de los actos más populares de su reinado, una de las etapas en la que el Rey estuvo más cerca de su pueblo.

El error de aquellos gobernantes de no haber formado en la nación una conciencia política que sustituyese a la derrocada hizo que los residuos de la vieja política se aprovechasen del desgaste natural del dictador para ocupar el hueco político que había dejado vacío.

Cuando el Rey, impresionado por la atmósfera capciosa que le habían formado viejos políticos y habilidosos cortesanos, despidió a don Miguel entregando el poder a los políticos profesionales, malogró su obra anterior y una triste realidad vino a demostrarle cuál era la fuerza de los que tanto alardeaban.

El pueblo, más justo y consciente, en el entierro del dictador exteriorizó su sentimiento, desbordando su enojo ante la estupefacción de los propios gobernantes. Alguien exclamó entonces: ‘Éste es el entierro de la monarquía’. Pocos meses después se cumplía el triste vaticinio, y los que habían empujado al Rey a tomar aquella decisión se apresuraban a subirse a la carroza del vencedor, titulándose ¡republicanos de toda la vida!

Ésta es la historia que interesa no se repita. Ninguno de los que pretenden aleccionaros arrastra más que sus propias ambiciones: el puesto perdido, la embajada malograda, el condado frustrado o los intereses afectados. También entonces se hablaba de reconciliación de los españoles y de pacificación de los espíritus, olvidando que la vida es una continua batalla a la que no podemos desconocer. En ella, como en la guerra, los errores se pagan a precio de desastres.

Lo que interesa es estar en posesión de la verdad y cuando de ella nos sentimos seguros, la hemos de defender con tenacidad, distinguiendo lo que son principios, en los que no se puede ceder, de lo que es matiz, en lo que la política hace posible la benevolencia.

Y llegamos al último de los puntos, al internacional. La posición en este orden, mantenida por España, ha sido muy clara: de simple neutralidad ante los problemas que enfrentaron a las naciones civilizadas del centro o del norte europeo, más cuando la guerra llegó al Mediterráneo occidental amenazando nuestras fronteras y costas, la neutralidad de España se matizó con una situación tensa y vigilante. España no podrá ser jamás indiferente a lo que ocurra en ese espacio. Análoga consideración nos movió ante el problema comunista: no puede ser indiferente ante la posible bolchevización de Europa. La insensibilidad en este caso sería un síntoma claro de la propia agonía.

Esta postura seria y viril –respaldada por la totalidad del pueblo español- es comprendida en el extranjero, aunque en el interés momentáneo de los beligerantes pudiera agradar otra postura.

Una cosa es lo que dicen los irresponsables y otra la que piensan los elementos directivos. Las naciones en el exterior se guían por su propio interés y no por sentimentalismos, pesan las realidades y no las ficciones. La alianza de S.M. británica con Stalin es un ejemplo. Por eso en el orden internacional no existe nunca nada definitivo, las naciones son hoy amigas y mañana enemigas, según les dicte su propio interés. La mejor defensa de España descansa en su unión y en su fortaleza, traducida por el valor de sus hombres, el vigor de su política y su voluntad firme ante el peligro.

En esto la posición de nuestro Régimen no puede ser desfigurada, es españolísima, exclusivamente española; sin que por ello haga dejación de la hidalguía característica de nuestra raza. Y estas realidades españolas no se pueden alterar, quienquiera que sea la persona que rija sus destinos.

Por ello es criminal la labor de quienes, en su miseria intelectual, conciben una España subordinada al extranjero e intrigan en el exterior o en las cancillerías, ofreciéndoles los servicios de sus torpes pasiones, intentando comprometer en ello el nombre de V.A. con el que sin escrúpulos especulan.

En esto como en todo se equivocan; el pueblo español no se deja engañar, sabe que las naciones que noblemente estimen a España desearán su régimen fuerte y poderoso; las que en cambio aspiran a su sustitución sólo buscarían en el príncipe el antecedente inmediato de Prieto o de Negrín.

La guerra, por otra parte, salvo cambios siempre posibles o sucesos militares o políticos imprevistos que pertenecen a los designios de Dios, se presenta larga y en el mundo está produciendo tales estragos que para el futuro la unidad y la fortaleza de España serán no sólo gratas, sino para todos una necesidad.

Éste es mi pensamiento respecto a los distintos puntos que en vuestra carta me exponéis y que aspiro, en servicio de España, a aclararos una situación y descubriros el juego de los que, empequeñeciéndolo todo, intentan con su torpeza convertiros en jefe político de una facción.

La gravedad de los asuntos tratados justificará sin duda la claridad de mis palabras, que si por vuestra situación de ánimo no fuesen comprendidas, tengo la seguridad de que el tiempo las valorará.

De V.A. sincera y cordialmente, Francisco Franco. Madrid, 21 de mayo de 1943.

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© Generalísimo Francisco Franco. Noviembre 2.003 - 2.006. - España -

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