Persecuciones y represalias.

    Una vez establecido el volumen de las pérdidas causadas por la acción militar, entramos en el terreno más polémico, controvertido y desagradable. Resulta muy difícil todavía tratar este tema sin apasionamiento. Al hablar de él, no es fácil que españoles de mi generación nos veamos libres de la influencia que en nuestra carne y en nuestro espíritu dejaron heridas, tal vez mal cicatrizadas, que nos han marcado de forma indeleble. Los extranjeros, según sus preferencias, dirigen su mirada al espacio que desean iluminar, y dejan en penumbra, o en total oscuridad, lo que han decidido deliberadamente que quedara fuera de su punto de observación. 

    La única forma sensata de no caer en la tentación de dar una visión de los hechos acomodada a nuestras particularidades preferencias, es la de dejar éstos reducidos a su esqueleto, desposeyéndolos de todo ropaje adjetivo; de esta forma, sin el menor juicio de valor, evaluaremos lo que fue y significó el terror, la coacción moral y física o la violencia desatada.


    En sendos cuadros recogemos todas las defunciones registradas hasta 1950 como ejecuciones, homicidios y muertes violentas de causa desconocida. con deducción. en estos dos últimos casos. del número de las que pudiéramos considerar como habituales si la cifra de éstas se hubiera mantenido idéntica a la de 1935. Los vencidos. los hombres del frente popular. redujeron forzosamente sus operaciones de acoso y hostigamiento de la población que les era hostil. a la fracción que habitaba en la parte del territorio que dominaron de forma más o menos durable; sus oponentes. por el contrario pudieron extender sus represalias a la totalidad del país. y sólo escaparon a sus iras aquellos de sus enemigos que eligieron el camino del exilio. Ello explica suficientemente el que fueran varias las provincias a cubierto de la vesania revolucionaria y ninguna las libres del furor o ansia del desquite de los vencedores. 

    La extensión del mal fue inundatoria, y su volumen, estremecedor, aunque muy inferior al que habitualmente se maneja con una contumacia rayana en la necedad. Los cuadros en los que desglosarnos por separado las víctimas de uno y otro bando son un reflejo de lo que sucedió en España. Madrid se destaca, ocupando, una vez más, un primer puesto, que sólo le fue arrebatado, en el índice ponderado de los caídos en operaciones, por Teruel, que también en esta ocasión figuró a su costado con un segundo puesto, que indica bien a las claras lo terrible que fue la guerra en las frías y dramáticas tierras turolenses.
 

    La guerra incide en las conductas, obnubilando las mentes por el miedo; «en el grupo amenazado, en la ciudad sitiada, en la confusión del pavor, donde- quiera que se dé, y sea fundado o no, atemoriza el que está atemorizado, persigue el que se cree perseguido, mata el que teme morir». Este exacto diagnóstico de Jesús Pabón cuadra perfectamente tanto a Madrid como a Teruel, provincias ambas en las que el clima descrito como desencadenante de la dialéctica del terror se adueñó muy pronto del ambiente. El temor a lo que hicieran los demás, la obsesión de que necesariamente se comportarían de esta u otra manera, hace que «todos comiencen a darse muerte unos a otros». El caso de Madrid es particularmente ejemplar. Al miedo de los primeros días sucedió la ola de terror que se inició antes del asalto al cuartel de la Montaña. Al desasosiego que produjo la marcha fulminante de las tropas africanas por Extremadura respondieron las matanzas de agosto; a la caída de Talavera y Maqueda, la oleada de septiembre; a la pérdida de Illescas y Navalcarnero, las de octubre, y a la llegada de las columnas de Varela a los arrabales de Madrid, las terribles represalias de noviembre. El aumento es continuo, y las muertes, que se cuentan por centenares en julio, superan ampliamente el millar en agosto, alcanzan los dos millares en septiembre, se aproximan a los tres millares en octubre y es muy fácil que sobrepasaran los siete en noviembre. El total de los asesinatos en la capital de la nación osciló entre un mínimo de 16.449, que es el que aceptamos, y un máximo superior a los 18.000, lo que supone 1.189 personas por cada 100.000 habitantes, cifra total y porcentaje muy superiores a los alcanzados por cualquiera otra provincia de no importa qué zona.

    El promedio de muertes causadas por los nacionales fue de 245; y el del frente popular, de 307, que se eleva a 523 si limitamos la referencia al territorio sobre el que ejercieron jurisdicción. Los asesinatos de Madrid suponen, por tanto, una intensidad en la acción represiva superior al doble del promedio de la zona gubernamental, ya de por sí muy elevado, y ponen de manifiesto la extensión y alcance de la persecución. Hugh Thomas cree que esta sistemática, metódica y estudiada eliminación de la oposición se debió a las «imprudentes palabras que constituyeron la justificación de innumerables asesinatos en la capital», refiriéndose a la frase del general Mola de que contaba con una quinta columna para ocuparla, pero la realidad es que se trató de una operación de exterminio sin precedentes ni consecuentes en la guerra española. Koltsov, en su Diario de la guerra de España, ya apunta las razones que llevaron a esta decisión comunista, que no llegó hasta sus últimas consecuencias gracias a la valiente intervención de Melchor Rodríguez, que con e1 grave riesgo de su vida impidió su consumación. Ocupaba Melchor Rodríguez, desde el día 9 de noviembre, ti el puesto de inspector general de Prisiones y, alarmado por lo que ocurría en Madrid, lo puso en conocimiento de Juan Antonio Carnero, que tenía a su cargo la Dirección General, y de García Oliver, que  era ministro de Justicia. Melchor Rodríguez se dirigió a Madrid para intentar poner fin a la matanza, pero en Madrid no le permitieron actuar, pues consideraban que era un territorio exento en el que no había otra autoridad que la de la Junta de Defensa. Melchor Rodríguez regresó a Valencia y consiguió ser nombrado delegado especial de la Dirección General de Prisiones para el territorio de Madrid, y ya con este nombramiento, que recibió el día l de diciembre, pudo impedir el previsto asesinato de los presos de Alcalá de Henares, aunque no el que las cárceles de Guadalajara se vaciaran cinco días después.

  Eran los días en que García Oliver intentaba poner en práctica un nuevo concepto de la justicia partiendo de la liquidación del Registro de Antecedentes Penales. aunque esta medida. que todos le adjudican, no fue tomada por él. sino por su predecesor. el señor Ruiz Funes, por decreto del 2 de noviembre, anterior en tres fechas a la toma de posesión del dirigente anarquista, que no hizo otra cosa que poner en práctica esa medida, a la vez que dejaba en suspenso el derecho de los ciudadanos a recurrir contra los actos administrativos o judiciales posteriores al 17 de febrero de 1936. fecha de posesión del gobierno Azaña del triunfante Frente Popular.


   
En todas partes, los adversarios políticos, enemigos en potencia, fueron eliminados sin piedad, y las operaciones de limpieza se intensificaban cuando las tropas enemigas se iban acercando. Los ejecutores, en general, fueron los miembros de las fuerzas parapoliciales organizadas por partidos y sindicales con el nombre de Milicias de Retaguardia o Patrullas de Vigilancia o Control, fuerzas que fueron reconocidas como oficia- les en octubre del 36, tal vez con ánimo de someterlas a control, y más tarde integradas en la policía oficial como «premio a sus méritos».

  A las partidas responsables de la limpieza en nombre de partidos y sindicales. sustituyeron, «con carácter transitorio», las milicias de vigilancia de retaguardia, que no eran otra cosa que aquellas legalizadas por decreto del 16 de octubre (G. M. del 19 de octubre). en el que se decía: «Con el deseo de colaborar en la labor de retaguardia. uno de cuyos principales problemas es el de descubrir a las personas desafectas al régimen, han surgido en Madrid y provincias grupos de leales ciudadanos que. llenos de entusiasmo. colaboran al indicado fin.» Estas milicias fueron disueltas en Madrid a mediados de diciembre. y en toda España poco después, al crearse el nuevo Cuerpo de Seguridad, en el que se integraron.

 

    Los hechos parecen desmentir el que la responsabilidad cayera preferentemente, como se ha dicho, del lado de los libertarios. El cuadro demuestra que las zonas en que predominaron no fueron aquellas en que los excesos fueron mayores. En Madrid, que aporta el 22,71 por 100 de todos los asesinatos cometidos en zona republicana, la influencia anarquista fue la que moderó la violencia marxista. Sin la presencia de Melchor Rodríguez, las matanzas hubieran alcanzado niveles insospechados.


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