El Valle de los Caídos

Lugar de reconciliación y de paz.

 


 Los Poetas


Brazos abiertos los de la cruz, para todos aquellos a quienes iguala la tierra.

En las estribaciones de la sierra de Guadarrama, allí donde un día del año 1936 las juventudes españolas se enfrentaron buscando una solución para aquélla España rota, descristianizada y fratricida que habían recibido de las generaciones anteriores, ordenó el General Franco, levantar este santuario sobre el que una cruz, de impresionantes dimensiones, recordase a los españoles de todos los tiempos la necesidad de permanecer unidos, con los brazos abiertos a todos y la mirada alzada hacia los cielos. En este recinto, excavado en la roca, tendrían su sepultura todos los caídos en la guerra de 1936 a 1939 en los dos bandos combatientes, porque los que están ya en la presencia de Dios no pueden mantener rencores ni venganzas. Allí no hay vencedores ni vencidos. Hay sólo muertos por España. No es la tumba del soldado desconocido de los campos de la Europa ensangrentada por dos guerras en las que sólo imperaban los intereses económicos e imperialistas; es el sepulcro cristiano de los que entregaron su vida en una lucha apasionada en la que, por encima de cualquier interés material, estaba en juego la salvación de España. 

El poeta José María Pemán había escrito, años antes, el dístico trágico que parece estar simbolizado en los brazos de esta cruz:

«¡Y como iguala la tierra
los rojos y los azules!»

El propio Franco, acompañado del héroe del Alcázar de Toledo, General Moscardó, que tanto supo de muertes heroicas, eligió el lugar donde había de ser erigido el santuario. La cruz, gigantesca, se divisaría desde la capital de España para que, en el futuro, nadie olvidase lo que le había costado ala Patria el olvido de sus tradiciones y la entronización del odio.

Sobre la construcción de la Basílica se ha pretendido crear una leyenda de esclavitud y torturas. Todo es una falsedad. Los presos que trabajaron en la colosal obra, lo hicieron de forma absolutamente voluntaria y su trabajo fue remunerado con la redención de años de condena. Pero no sólo fueron presos los que intervinieron en los trabajos. Obreros contratados, artistas y especialistas de todo orden, contribuyeron al levantamiento de la colosal Basílica.

Los cuatro «juanalos», gigantescas columnas de histórico pasado, abre calle a los que ven allí «El valle de todos».

En otro lugar se exponen las características técnicas de su arquitectura. Aquí queremos señalar la belleza y simbolismo de este Valle al que se entra por una puerta que presiden los «juanelos»; gigantescas columnas que preparó en los días imperiales de Carlos V el ingeniero Juanelo Turriano para sustentar un artificio que serviría para llevar el agua a la imperial Toledo. Estas columnas habían ya viajado de la sierra a la llanura en tiempos de su inventor y el viaje debió tener tales dificultades que aún se canta por tierras de Toledo:

«Los postes de Juanelo
ya están andando,
llegarán a su sitio
Dios sabe cuando.»

Tampoco fue fácil el traslado de los «juanelos» otra vez a la sierra; lo cierto es que allí quedaron presidiendo con su altura la entrada a este Valle, al que el poeta Julio Alfredo Egeallamó «El Valle de todos», lo que hizo exclamar a Fray Justo Pérezde Urbel

«Sí de todos, de todos los españoles y de todos los pueblos, porque de todas parte llegan los hombres a deleitar su espíritu y a encender su esperanza en el mañana...».

El lugar donde se decidió la construcción de la Basílica se llamaba Cuelgamuros. Jugando con su nombre, Egea terminaba un soneto diciendo:

«Grito de piedra, llanto derramado

y recogido en alas de querubes. 

No vale decir guerra ni victoria.

Oración de granito incorporado.

España en cruz limita con las nubes.

Cuelgamuros. Cuelgaalmas. Cuelgagloria.»


Uno de los dos ángeles de Carlos Ferreira. -Guarda de Dios que espera conmovida / un nuevo retornar hacia la vida ...

El escultor Juan de Avalos fue el encargado de realizar las grandes esculturas que rodean el pie de la cruz y presiden la entrada del templo. Fueron aquellas las de los cuatro evangelistas: San Lucas, San Mateo, San Marcos y San Juan, más la imagen de la Virgen de la Piedad que corona la gran puerta. Dentro del templo, distintos artistas, elegidos entre los mejores de España, colaboraron con su arte a la grandeza del esfuerzo. Destacan, por su majestuosidad, los dos ángeles de bronce que realizó el escultor Carlos Ferreira y que hacen guardia eterna a la entrada del templo. A estos ángeles dedicó Julio Alfredo Egea este soneto:  

«Como un silencio largo y vigilante

son pluma y bronce en la aridez del muro, 

para negar cualquier designio oscuro 

y dar eternidad a cada instante. 

De la nube a la piedra en vuelo amante, 

desde la gloria al pensamiento puro, 

cristalizado en éxtasis. Conjuro 

de nube y flor en un trenzar triunfante. 

Ala de viento y sombra levantada.

Cuatro manos de amor sobre la espada, 

velándole a la muerte su reposo. 

Guarda de Dios que espera conmovida 

un nuevo retornar hacia la vida 

de este polvo de España luminoso.»


El escudo de España -símbolo de capitanía- que figura sobre la lápida granítica que cubre la fosa en la tumba del Caudillo.

En la parte central del templo hay dos tumbas, distintas de las que guardan los restos de los españoles caídos. Una es la del fundador de la Falange, José Antonio Primo de Rivera, inmolado por la Patria en Alicante el 20 de noviembre de 1936. Esta tumba es el símbolo de una juventud que supo amar entrañablemente a España y que quería rescatarla de la opresión, injusticia y materialismo a que la habían conducido unos sistemas políticos nefastos y unas ideologías enemigas de lo que siempre representó el nombre de España.  

La otra, situada en la parte opuesta del Altar Mayor, es la del Generalísimo Francisco Franco. Todavía persiste en el recuerdo de todos los españoles el gigantesco desfile de quienes fueron a dar el último adiós a su Caudillo, los días que siguieron a su muerte. Todavía es incesante la visita de quienes van a su tumba a pedirle a Franco que ruegue a Dios por España, para que vuelva a ser lo que fue cuando él la dirigía. Bastaría todo lo que intentamos exponer en este libro para testimoniarle nuestro homenaje, pero es mejor que lo haga la voz de los poetas. Así vamos a «Oración ante la tumba del Caudillo»,que escribió el poeta Rafael Casas de la Vega:  


SEÑOR, Dios nuestro,
míranos aquí en la tumba
de nuestro Capitán.
Míranos humildes y emocionados,
como venimos,
en busca del camino honrado
de tu servicio.
Que sea nuestra veladora tu Madre,
Patrona nuestra,
y Santiago el Mayor,
y Bárbara,
y Fernando Tercero, Rey,
y Teresa de Ávila. Míranos aquí en la tumba
del mejor de nosotros,
del ,que encontró el camino que buscamos,
del que no descansó, del que se abstuvo,
del que venció.
Hoy, Señor, te rogamos.
Que nuestros ojos vean la verdad
como él vio la verdad de España y de sus gentes.
Como el vio la verdad de Ti y de tus obras.
Que nuestra voluntad se temple, 

como se templó la suya, 

en el trabajo, en el servicio, en el estudio.

Que nuestro corazón, en fin,
se abra a todas tus criaturas
y a Ti, Señor, Dios nuestro,
que llevaste a nuestro Capitán
a ser ejemplo en la obediencia y en el mando,
en la puntualidad y en el valor.
y le diste una vida difícil y honrosa.
y un duro final.
Que, como él, Señor, seamos buenos y fieles
siervos tuyos.


Los muertos de la guerra -no un millón de muertos, como se dijo buscando una frase propagandística, pero sí los precisos para que todos los españoles se sientan solidarios del dolor de la Patria- descansan bajo los brazos abiertos de esta gigantesca cruz de piedra. No son héroes anónimos. No son soldados desconocidos. Son las víctimas de una historia desquiciada, de un pueblo al que intentaron ideas extrañas conducir a la vileza y a la esclavitud. Allí están enterrados, con sus nombres y apellidos, con su heroísmo y su grandeza, con sus odios y sus amores. Los poetas han sabido interpretar el simbolismo de esta cruz erigida en medio de una cordillera que es, en sí misma, un monumento al valor y al dolor de España. José María Alonso Gamo, premio Nacional de Literatura en 1952, lo vio así:

«Abierto en el rincón del Guadarrama,
donde España es más muerte y es más gloria,
donde España es más vida y más historia,
por su Escorial segundo te proclama.
Muros el tiempo cuelga y se encarama
sobre ellos la ilusión, sed perentoria
de decir a los hombres sin memoria
que la paz la consigue quien más ama.
De hermandad eres símbolo, y al verte
va cobrando otra vez peso y medida
el pasado, el futuro y nuestra suerte.
Con tu Cruz, que en el seco viento anida,
no eres tierra de ayer para la muerte,
eres tierra de hoy para la vida.»

Todo, en la Basílica, es representativo de lo que España tuvo de glorioso en todos sus tiempos. Un prodigioso mosaico sitúa en la cúpula, rodeando la grandeza de la Santísima Trinidad y de la Virgen María, las efigies de todos los santos españoles. Un Cristo yacente, con dramática expresión, resume en su divinidad la agonía de los héroes muertos. En distintas capillas, representaciones de la Virgen del Mar, de nuestra Señora del Pilar, de la Madre de todos los Cautivos y de la Virgen del Valle, proclaman el amor de España a María Santísima. Ante esta última advocación, Julio Alfredo Egea convoca a todas las madres de España -aquellas que silenciosamente lloraron a sus hijos en uno y otro bando, con dolorosa dignidad y sin utilizar su sacrificio en viles objetos de propaganda política- en el final de un bellísimo soneto:

«Venid, madres de España, con gozosa
andadura de fe, que está María
anunciando la ruta de la rosa.
Serenidad a punto de alegría.
El dolor lo hizo luz tu faz hermosa, 

Virgen del Valle, flor de serranía.»


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Sí. Este es el Valle de Todos, como lo llamó el poeta. No es el sepulcro de los rojos ni de los azules, ni, como algunos han pretendido, el faraónico monumento del Caudillo. Es la gran Cruz de una guerra que no desencadenaron ni unos militares ni una sola generación, sino las sucesivas generaciones que no supieron traer a España la justicia social, que dividieron a las clases, que cegaron a los poderosos y envenenaron a los humildes. Es el Valle de la gran Cruz que hay que evitar que vuelva a tener que alzarse sobre los hijos y los nietos de aquellos que descansan bajo sus brazos. Ante esta Basílica, ante estos muertos de la guerra de 1936, de la gran Cruzada de Liberación de todos los males de nuestra Patria, dejamos escritos estos versos:

«Aquí están. Eran hombres y tenían

la vida por delante y tan hermosa

que España era a sus pies como una rosa

o como un leño al fuego en el que ardían ...

 

Lucharon como torres que caían

para llegar al cielo y, poderosa,

la guerra les fue dando, fosa a fosa,

razón para saber por qué morían.

 

Y sucede que, al fin, todos iguales

están bajo esta roca, horizontales,

dándole peso y sombra a la montaña.

 

Y aquí, sobre el silencio de los muertos,

los brazos de la Cruz están abiertos

como clamando al cielo por España.»


Por Luis López Anglada.

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