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Actualizada: 13 de Agosto de 2.011.  

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  La única miliciana con grado de capitán


 Mika Etchebéhère: una argentina militante del POUM, combatiente en la Guerra Civil española


  Por Eduardo Palomar Baró.


 



El 14 de marzo de 1902 nace Mika Feldman en la colonia judía Moisés Ville, en la provincia de Santa Fe, Argentina. Sus padres eran rusos judíos que huyeron de los pogromos y el terror zarista, años antes de su nacimiento. Su progenitor enseña idish en la colonia que había contribuido a formar el Barón Hirsh. Años más tarde la familia se traslada a Rosario, instalando un pequeño restaurante.

Mika crece en la ciudad de Rosario, donde escucha relatos de los revolucionarios fugados de Siberia o de las cárceles rusas. A los catorce años, mientras cursaba el secundario en el Colegio Nacional, conoce a un grupo anarquista. Más tarde junto a Eva Vivé, Juana Pauna y otras militantes libertarias, integra la Agrupación Femenina Luisa Michel.

En 1920 llega a Buenos Aires donde estudia la carrera de Odontología. Se une al Grupo Universitario Insurrexit que edita una revista que, aunque informa y fija posición ante los conflictos estudiantiles, tiene como principal objetivo la lucha por la “unidad obrero-estudiantil”. La revista Insurrexit, fiel a su programa no tiene director, advirtiendo que “se responsabilizan absolutamente de ella a cada uno y todos los del grupo”.

Allí conoce a Hipólito Etchebéhère, su compañero de vida y de militancia durante su juventud. Este grupo comienza siendo anarquista; pero, bajo la influencia de la Revolución Rusa, va girando hacia el marxismo. En el número cuatro de la revista, Mika polemiza con las sufragistas porque no comprenden que sin revolución social no habrá emancipación de la mujer y que los derechos políticos, el voto y el parlamento no conducen a la libertad anunciada. Al poco tiempo ingresan en el Partido Comunista Argentino (PCA). Ella forma grupos de mujeres comunistas, colaborando en la organización de los trabajadores agrícolas, y se destaca como oradora en las puertas de fábricas o en la calle, durante las campañas electorales.

Luego del VIIº Congreso del Partido Comunista, en diciembre de 1925, un grupo es expulsado por cuestionar la política de la Internacional Comunista: Mika está entre ellos. A principios de 1926, fundan el Partido Comunista Obrero, siendo Mika encargada de la Comisión de Propaganda entre las mujeres. Editan el periódico La Chispa.

 

 

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Según testimonio de Mika a un corresponsal argentino, conocemos la biografía de Hipólito Etchebéhère.

“Estamos en septiembre de 1920. Dos rosarinos como yo, Francisco Rinesi y Francisco Piñero, que conocen mis ideas por haberlas yo manifestado siendo estudiante en el Colegio Nacional, vienen a verme para informarme de la fundación de Insurrexit y pedir mi adhesión. Por ser ambos hijos de familias burguesas, no di crédito inmediato a la seriedad de la empresa, reservando mi respuesta hasta saber mejor las finalidades del grupo. Al cabo de una semana volvieron los dos jóvenes en compañía de Hipólito Etchebéhère, cuya imagen, ese día, nunca se me borró de la memoria. Alto, delgado, de tez muy clara, ojos de un raro color gris azulado que le iluminaban extrañamente el rostro, llevaba un chamberguito de alas redondeadas vueltas hacia arriba, plantado en mitad de la cabeza como una aureola. Habló largo rato, sin énfasis, exponiendo sus ideas con una claridad ejemplar, una fuerza –y una convicción que hacían difícil– no creer en lo que él creía. Jamás he vuelto a ver en la vida un ser tan luminoso. Y no me ciega el amor que nos unió durante dieciséis años, hasta la hora de su muerte. Todos aquellos que lo conocieron dicen como yo”.

Mika relata la biografía de Hipólito.

 “Hipólito Etchebéhère –su nombre era Luis Hipólito Ernesto– nació el 8 de marzo de 1900 en Sa Pereira, Provincia de Santa Fe, de padre vasco y madre oriunda de Burdeos. El padre vino a la Argentina en calidad de técnico y se ocupó de la instalación del teléfono en la provincia de Tucumán. Familia de clase media, los dos hermanos mayores de Hipólito se ocuparon de cine en los albores de este arte en la Argentina... Hipólito siguió estudios en la Escuela Industrial de la Nación logrando el título de Técnico Mecánico. Su paso por algunas fábricas lo puso en contacto con la condición obrera y así nacieron los primeros elementos de una opción que habría de marcar para siempre su existencia.

“Llega así el año 1919 con su ‘Semana Trágica’ del mes de enero. La huelga de la importante empresa Pedro Vasena e Hijos Ltda., de 2.500 obreros, paraliza la metalurgia. La revolución rusa exaspera el antisemitismo de los reaccionarios. Por entonces todavía se llamaba rusos a los judíos. Entre Paso y Junín, de Corrientes a Tucumán, vive ‘la rusada’. La gentuza responsable de los disturbios obreros, causante de la lucha que llevan los obreros de Vasena en una huelga que por su magnitud y firmeza hace temblar a la burguesía y desata el frenesí argentinista de la Liga Patriótica de Carlés. Detrás de los niños bien que forman la tropa de la Liga Patriótica, entra al barrio de los rusos el Escuadrón de Seguridad. Para escarmiento de esos bolcheviques subversivos que venden arenques salados y pepinos, son sastres o carpinteros, los jinetes del Escuadrón arrastran entre sus caballos, atados por la barba a los viejos, uncidos a las monturas de los jóvenes. Las calles se manchan de sangre. Teníamos entonces de presidente a Hipólito Irigoyen.

“Hipólito Etchebéhère vive con su familia en un gran edificio que creo existe aún en la esquina de Corrientes y Pueyrredón. Desde el balcón ve pasar a los ‘cosacos’ haciendo marchar a sablazos a los crucificantes... En esa ‘semana trágica’ de enero que quedó en los anales de la represión argentina como un hito sangriento, Hipólito Etchebéhère entró en la revolución como otros entran en una orden religiosa: por siempre, hasta el último latido de su corazón, con un odio lúcido y razonado, alerta siempre, afilado cada día, tenso como la cuerda de un arco listo para disparar contra ese orden social absurdo, rapaz y asesino.

“Sus primeros pasos de militante fueron anarquistas. En los días que siguieron a la ‘semana trágica’ escribió afiebradamente un folleto dedicado a los vigilantes, que tenía por título ‘Escucha la verdad’ y lo fue repartiendo a los policías que hacían guardia en las calles. Pocas horas después estaba en la cárcel por delito contra la seguridad del Estado. Por ser hijo de una familia bien considerada, tuvo el honor de escuchar los consejos del jefe de policía y la suerte de no ser mandado al presidio de Usuhaia.

“Cuando salió en libertad abandonó la casa familiar para no comprometer más a los suyos. Comienza entonces para él una vida difícil. Dura poco en los talleres donde entra a trabajar, a causa de la propaganda revolucionaria que difunde entre los obreros. Vive en altillos prestados, come algunas veces en casa de su madre, otras veces no come. Consigue dos o tres lecciones particulares que ni siquiera sabe hacerse pagar, pasa largas horas en la biblioteca del Partido Socialista leyendo a Kropotkine, Proudhon, la Historia de la Comuna de París por Lissagaray, con el afán de adquirir los elementos teóricos que habrán de cimentar su fe de revolucionario, buscando al mismo tiempo voluntarios para iniciar una acción colectiva”

El grupo se reúne en asamblea todos los sábados por la noche en el local de la Federación de Empleados de Comercio, Suipacha 74 de la Capital. En las reuniones se debaten cuestiones políticas, se organizan charlas y cursos para dictar en ateneos y sindicatos. Las principales demandas provienen de los anarquistas. Sin embargo, recuerda Mika: “La revolución rusa, catalizadora de rebeldías, nos planteaba la necesidad de abordar el marxismo”. Es así que los domingos un grupo de lectura vuelve a reunirse en Suipacha 74, ahora para leer colectivamente El origen de la familia de F. Engels.

 Hipólito en el año 1923 tuvo que pasar varios meses en el campo para reponerse de una tuberculosis incipiente cogida en ese período de vida azarosa. Esta temporada de reposo la aprovechó para intensificar sus estudios marxistas y militares.

Para conquistar una independencia económica, Hipólito aprendió prótesis dental.

Monta junto con Mika un consultorio ambulante y con lo que ganaron en una temporada de intenso trabajo, marcharon a Europa en busca de los movimientos obreros que tenían una larga tradición de organización y lucha.

Mika e Hipólito llegan a Madrid en el mes de junio de 1931. Según explica Mika: “Desembarcamos en España dos meses después de declarada la República. Nos calentamos el corazón al fuego de aquellas manifestaciones tumultuosas que reclamaban la separación de la Iglesia y el Estado, comprobamos que la Guardia de Asalto republicana ya sabía dar palos como cualquier policía veterana, aprendimos a querer el pueblo español y emprendimos viaje a Francia”.

En París pasaron la mayor parte de tiempo en la biblioteca Sainte Geneviève, leyendo las obras indispensables para su formación de militantes revolucionarios.

Al año de estar en la capital francesa surgió la revolución de Asturias de octubre de 1934. Mika e Hipólito no lo dudan: “Cuando estalló la lucha de los mineros asturianos, preparamos nuestros pasaportes, decididos a marchar a España. La represión sangrienta del movimiento cortó nuestro impulso, regresando a París”.

En el año 1935 la salud de Hipólito se agravó, por lo que tuvo que pasar seis meses en el sanatorio Labrouyére Liancort, en las afueras de la ciudad (Oise). Mientras Mika ganaba unos francos en París enseñando español.

Deciden trasladarse a Madrid pues el clima era mejor para Hipólito que el de París y también porque en España estaba subiendo la marea de la lucha proletaria. A comienzos de mayo de 1936 Etchebéhère llegó a Madrid. Mika se reunió con Hipólito el 12 de julio.

 

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“En la tarde del 18 de julio empezó nuestro andar en busca de armas y de alistamiento, de un sindicato de la UGT a otro de la CNT, entre grupos de jóvenes casi niños y hombres casi ancianos, entre rumores y discursos, entre canciones y consignas, mezcladas a la marea que subía de todos los barrios y se echaba sobre la Puerta del Sol. A todos nos temblaban las manos ansiosas de un arma. Nadie preguntaba a nadie a qué partido pertenecía. La voluntad de luchar había roto las barreras que todavía ayer separaban a los trabajadores. Los que aún marchábamos con las manos vacías mirábamos con ojos de mendigo a quienes ya llevaban un fusil, una escopeta, una pistola, un cinturón de cartuchos.

“–Dicen que hay armas en la Calle de la Flor, o en Cuatro Caminos, o en los locales de la JSU, o en la UGT...

“Con los pies hinchados de tanto caminar, los ojos enrojecidos de no dormir, el corazón apretado de tanto ansiar, vimos disolverse en la noche de ese 18 de julio y nacer el alba del 19. El 20 ya teníamos destino entre los compañeros del POUM, la organización política que estaba más cerca de nuestro grupo de oposición. Ya pertenecíamos a una formación de combate: la columna motorizada del POUM. Hipólito Etchebéhère era su jefe.

“A su mando salimos el 21 de julio, montados en tres coches de turismo y dos camiones, armados con treinta fusiles y una ametralladora sin trípode que quedaba muy bonita en lo alto de un camión... Al día siguiente, incorporados a la columna que mandaba un capitán de carrera llamado Martínez Vicente, leal a la República, tomamos un tren que resultó ir solamente a Guadalajara y no a Zaragoza como creían los milicianos. Durante el largo viaje se nos sumaron algunos hombres de otras organizaciones, atraídos por la convicción tranquila y la autoridad que emanaba de Etchebéhère.

“De Guadalajara pasamos a Sigüenza. La columna del POUM ya había ganado laureles de guerra por haber vencido a las tropas fascistas que se disponían a atacar Sigüenza. El ascendiente de Etchebéhère sobre sus hombres y sobre muchos otros de los que componían la guarnición de la zona crecía rápidamente.

“La hora del gran combate había llegado. La revolución estaba por fin al alcance de sus manos ávidas. Ya no se trataba más de lecturas, de tesis teóricas, ahora tocaba luchar con las armas por lo que había elegido a la edad de 19 años. Y luchó 29 días dichosos, alegre de exponer su vida a cada rato, burlón o serio cuando yo le pedía que no se hiciese matar antes de lo necesario.

“–Aquí el que manda no debe agacharse cuando silban las balas, me respondía. Ya sabes que el valor físico es la cualidad máxima en España. Para que los demás avancen, el jefe debe marchar el primero, aunque sepa que puede morir.

“Tenía como un poder mágico que aglutinaba a la gente a su alrededor. Promovió la formación de un tribunal revolucionario para juzgar a los fascistas que caían en manos de los milicianos o sobre los cuales pesaban denuncias de la población civil. Resistido al comienzo, poco a poco su prestigio fue ganando a las otras formaciones, mucho más importantes que nuestra pequeña columna de unos 150 hombres.

“Le vi por última vez ese amanecer que era casi noche todavía, del 16 de agosto de 1936, cuando nos acercábamos a Atienza. Cumpliendo sus órdenes, yo no iba con él sino con el médico, para organizar en la retaguardia un puesto de primeros auxilios. La larga capa negra de guardia civil que había ganado en un combate le caía hasta la media pierna. Llevaba la cabeza ceñida por su inseparable boina vasca. El áspero frío de la alborada alcarreña le había helado las manos, que apoyó en mis mejillas mientras me besaba.

“–¿Por qué no están contigo las muchachas? –me preguntó. No quiero mujeres en la línea de fuego. Ordené que se quedasen con el médico.

“Le contesté sonriendo que nuestras milicianas, menos disciplinadas que yo, estaban de seguro en alguno de los caminos que marchaban al frente de la columna. Nos abrazamos en silencio.

“Las primeras luces del día nos trajeron hasta los ojos el peñón bravío de ese castillo de Atienza que había que tomar a toda costa, a golpes de granadas que habrían de lanzar los guerrilleros del POUM, cuidadosamente adiestrados por Hipólito Etchebéhère. Él los guiaba entre las ráfagas de ametralladora que volaban de las torres. Una bala lo quebró como se quiebra un árbol herido por el rayo”.

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Muerto su compañero de vida, Mika decide continuar su lucha revolucionaria. De ocupar un lugar secundario en la milicia, comienza a dirigir la columna. Empuña un fusil, dirige la construcción de los refugios, distribuye las fuerzas, se ocupa de que sus compañeros tengan ropa de abrigo, una comida caliente al día y hasta les da jarabe para la tos todas las noches. Mantiene la moral de la tropa a toda costa y ejecuta las órdenes del mando, aún cuando no está de acuerdo con todas. La revolución española pone en cuestión el lugar de las mujeres en las milicias. La columna del POUM se destaca por su valentía y por la igualdad de tareas para los varones y mujeres y así lo testimonia Mika en palabras de uno de sus camaradas: “–Si no te quitas las botas y los calcetines, tú también pillarás una gorda– dice Ernesto tendiéndome un par de calcetines entibiados frente al fuego. Te los he lavado todos. Había un montón. Te los cambias, eso sí, pero un alma caritativa debe ocuparse de lavarlos y hasta remendarlos. Como el viejo Saturnino tiene con qué coser, es él quien ha hecho el trabajo. Una mujer manda la compañía y los milicianos le lavan los calcetines.

Se confía el mando de la compañía a Mika Etchebéhère, a la que se confiere el grado de capitán. La trinchera que ocupa esta unidad está en la Moncloa, a dos pasos del Hospital Clínico y de la fábrica Gal, en donde los milicianos se proveen de jabón en abundancia.

A fines de 1936, el de Madrid no es precisamente un frente de reposo. Los hombres que manda la capitana Etchebéhère resisten con tenacidad bombardeos y ataques repetidos. Llega un momento en que es forzoso relevarlos. Tras un breve descanso van a relevar, a su vez, a las fuerzas que ocupan las trincheras de la Pineda de Húmera. Más tarde, nombrada adjunto al comandante del batallón, la compañía que hasta entonces había mandado Mika es escogida, con otras unidades, para realizar una operación difícil: desalojar al enemigo del Cerro del Águila. En este ataque sucumben muchos de los hombres del POUM.

Los militares profesionales que mandan las grandes unidades aprecian la disciplina, la resistencia, el valor, de los hombres del POUM que combaten a las órdenes de Mika Etchebéhère y la valía de ésta. Cuando, con dos delegados del POUM, va a pedir que se releve a sus hombres, tras no pocos días de resistencia en la trinchera de la Moncloa, es recibida por el teniente coronel Ortega. “La acogida es calurosa –escribe Mika–. Se le había hablado muy bien de la columna del POUM, pero nuestro comportamiento supera sus esperanzas. Me encarga que felicitemos a los milicianos en su nombre, y espera poder hacerlo personalmente cuando dejemos nuestros puestos...”. “Que vuestros milicianos se detengan un momento aquí antes de entrar en la ciudad: quiero decirles cuánto he apreciado su valor”.

Este teniente coronel Ortega fue, pocos meses después, el director general de Seguridad que presidió en unos casos y encubrió en otros la represión contra el POUM. Él fue quien ordenó la detención del comité ejecutivo de este partido, el asalto al local del POUM de Valencia, el encarcelamiento de cuantos en él se hallaban y la detención del comandante de la XXIX División, José Rovira, a quien hubo de poner en libertad ante la tajante orden de Indalecio Prieto.

 

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El jefe del sector al cual pertenece la Pineda de Húmera es el teniente coronel Perea, uno de los mejores jefes del ejército frentepopulista y al que jamás pudieron conquistar los comunistas. Perea tiene de los milicianos del POUM y de Mika Etchebéhère, personalmente, inmejorable opinión. “Veo una vez más –le dice a Mika–, como lo ha dicho el general Kléber, que usted es el mejor oficial del sector y que logra mantener en su compañía una moral ejemplar. Nos ha impresionado, tanto al general KIéber como a mí, ver que, incluso enfermos, sus hombres no quieren abandonar el frente”.

Y esa elevada moral la consigue Mika Etchebéhère a pesar de que cree que las estrellas –todavía no se habían sustituido en las milicias por las barras– le vienen anchas por múltiples razones: “La primera –escribe– por mi falta de conocimientos militares y por mi escaso deseo de adquirirlos. Y después, por mi preocupación excesiva por la salud de mis hombres, por la responsabilidad que me abruma ante los heridos y los muertos y por esa necesidad enfermiza que experimento de sentirme aprobada en toda circunstancia”. No trata de ocultar, ni de disimular siquiera, su ignorancia del arte militar. “Ante el mapa del Estado Mayor, vuelvo a experimentar el viejo espanto ante mi ignorancia de las cosas militares. Si al general Kléber se le ocurre sondear mis conocimientos, quedará aterrado. Para no tener que enrojecer y para que no crean que me importan demasiado mis galones de capitán, les tomo la delantera: Que no vayan a pedirme detalles de táctica o de estrategia, porque no sé prácticamente nada. No sé tampoco mandar; mejor dicho, tampoco lo necesito, porque los hombres tienen confianza en mí. Cuando llega una orden la comunico a la compañía y la ejecutamos todos juntos. Hago todo lo posible para que no pasen hambre, y cuando no tienen nada que comer se aguantan, sin protestar, porque conocen mi monomanía por alimentarlos”.

Mika y sus hombres comparten las penalidades de las trincheras y los riesgos del combate en estrecha camaradería. “Los protejo y me protegen –escribe–. Son mis hijos y al mismo tiempo son mi padre. Les preocupa lo poco que como y lo poco que duermo y, a la vez, encuentran milagroso que resista tanto o más que ellos los rigores de la guerra”.

Vive Mika pendiente de sus hombres. Lucha con tesón por conseguir que, al menos una vez al día, se les sirva una comida caliente. Reclama con insistencia para ellos ropas de abrigo. Cuando su compañía se halla en un sector relativamente tranquilo organiza una biblioteca: recorre 188 librerías de Madrid pidiendo libros, que los libreros ceden generosamente. Crea una escuela. Las bajas temperaturas de aquel primer invierno de guerra y el hielo de las trincheras, hacen estragos entre los combatientes: muchos sufren catarros y bronquitis. Mika se esfuerza en aliviar sus molestos efectos. “Frasco de jarabe y cuchara en la mano. Me acerco a cuatro patas a los hombres que tosen. Echan un poco la cabeza hacia atrás, abren la boca Y cuando han ingerido el jarabe, reímos un momento ante esta faceta bastante cómica de la guerra”. Pero, a su vez, cuando en el curso de un feroz bombardeo enemigo un proyectil derriba parte de la trinchera y queda Mika sepultada bajo un montón de tierra del que sólo queda al descubierto el talón de una de sus botas, todos los hombres corren a desenterrarla.

No hay en ella la menor vanidad. Cuando algunos de sus hombres, que se sienten orgullosos de estar bajo sus órdenes, la cubren de elogios, responde simplemente: “Lo que pasa es que soy mujer y que aquí, en España, llama la atención que una mujer pueda conducirse como un hombre en situaciones que son generalmente situaciones de hombres”.

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El 28 de marzo de 1939 las tropas nacionales entran en Madrid. Mika debe esconderse, pero continúa resistiendo. Detenida por una patrulla del ejército de Franco, se asila durante seis meses en un Liceo francés, pues poseía pasaporte de ese país por ser viuda de Etchebéhère. A causa de los reclamos interpuestos desde París por sus camaradas ante el Ministerio de Asuntos Extranjeros, un auto del Consulado francés en Madrid la deja, una vez traspuestos los Pirineos, en el puesto fronterizo de Irún y poco tiempo después logra llegar a París.

 

 

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En 1940 Mika vuelve a Buenos Aires. Se reencuentra con sus amigos insurrexistas y trotkistas. Escribe en un semanario antifascista llamado Argentina Libre. Pero a pesar de ser profundamente anti-peronista cuestiona la alianza de sectores de izquierda con sectores liberal-conservadores. En los años del antifascismo, sin renunciar a sus convicciones, Mika colabora con la revista Sur de Victoria Ocampo. Allí adelanta un fragmento de su libro Mi guerra de España.

En 1946 regresa al París devastado por la guerra y se vuelve a encontrar con algunos de sus amigos que también combatieron en la revolución española y con algunos oposicionistas. En el Mayo de 1968, a sus sesenta y seis años, ayuda a los estudiantes a levantar barricadas con adoquines en las calles de París. Pero una patrulla policial la detiene. En 1978 participa en una marcha contra la dictadura militar argentina que se realizó en París.

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Mika Feldman de Etchebéhère falleció en París el 7 de julio de 1992. En el diario Le Monde del 11 de julio, sus amigos íntimos la despedían así: “Mika fue la fidelidad, el coraje, la amistad, el rigor. Amaba París, los pájaros, los gatos y las peonías.” Sus cenizas fueron arrojadas al Sena...

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