Miguel Maura Gamazo, hijo del político monárquico 
							Antonio Maura Montaner, nació en Madrid el 13 de 
							diciembre de 1887. Fue elegido diputado en 1916. 
							Partidario primero y luego detractor de la dictadura 
							de Miguel Primo de Rivera evolucionó desde 
							posiciones monárquicas hacia un republicanismo 
							moderado. Perteneció, junto a Niceto Alcalá Zamora a 
							la Derecha Liberal Republicana, uno de los partidos 
							republicanos firmantes del Pacto de San Sebastián, 
							que más adelante se transformaría en Partido 
							Republicano Conservador. Llegó a ser Ministro de la 
							Gobernación durante el Gobierno Provisional 
							–abril-octubre de 1931–, produciéndose durante su 
							mandato los episodios de la “quema de los 
							conventos”. Dimitió en octubre de 1931 por la 
							aprobación de los artículos de la Constitución 
							contrarios a la Iglesia católica, ya que no se 
							aprobó un texto alternativo respetuoso con los 
							derechos de la mayoría católica del país. Siguió al 
							frente del grupo republicano conservador enfrentado 
							a la política radical de Azaña.
							
							
							En la primavera de 1936 alcanzaron fuerte eco, 
							aunque ninguna consecuencia práctica, sus artículos 
							periodísticos reclamando la instauración de una 
							“dictadura republicana” como medida para salir de la 
							caótica situación político-social reinante desde la 
							llegada al poder del Frente Popular.
							
							
							Al iniciarse la Guerra Civil se encontraba de 
							veraneo en La Granja. Sabedor que los anarquistas le 
							buscaban para ejecutarle, pidió ayuda a Indalecio 
							Prieto quien le procuró un avión militar con el que 
							se trasladó a Toulouse (Francia), consiguiendo así 
							salvar la vida, a diferencia de su hermano Honorio 
							Maura Gamazo, ejecutado por las milicias anarquistas 
							y comunistas en el fuerte de Guadalupe en Irán en el 
							verano de 1936.
							
							
							Miguel Maura regresó a España en 1953, donde 
							permaneció hasta su muerte, ocurrida en Zaragoza en 
							el año 1971.
							
							
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							La firma del Pacto de San Sebastián entre 
							republicanos, socialistas y catalanistas de 
							izquierdas, en agosto de 1930, preveía atender las 
							reivindicaciones nacionalistas, pero sin proponer un 
							calendario concreto. Tras la huida del rey Alfonso 
							XIII, en abril de 1931, Ezquerra Republicana, 
							dirigida por Francesc Macià, proclamó la República 
							Catalana, el 15 de abril de 1931. El jefe del 
							Gobierno provisional, Niceto Alcalá Zamora, acudió a 
							Barcelona y consiguió que Macià reconsiderase la 
							proclamación, a la espera de la aprobación de la 
							Constitución. Mientras tanto, se recuperó el viejo 
							nombre de Generalitat, para designar el sistema 
							institucional autónomo catalán. Sin embargo, la 
							Generalitat preparó un proyecto de Estatuto, el 
							conocido como “Estatuto de Nuria”, que fue 
							plebiscitado por los ciudadanos catalanes el 2 de 
							agosto de 1931. Con un 70% de participación, el 
							proyecto de estatuto obtuvo una aprobación del 90% 
							de los votantes.
							
							
							El proyecto fue discutido en las Cortes en mayo de 
							1932. El fallido golpe de estado protagonizado por 
							el general Sanjurjo aceleró el debate y la 
							aprobación del proyecto el 9 de septiembre de 1932. 
							Tras la aplicación de una serie de enmiendas, que 
							dejaron los 52 artículos originarios en 18, el 
							Estatuto de Cataluña fue aprobado por amplia 
							mayoría: 314 votos afirmativos frente a 24 
							negativos. 
							
							
							El Estatuto aprobado rebajaba las pretensiones 
							originales del proyecto. Mientras en el proyecto se 
							afirmaba que «Cataluña era un Estado autónomo dentro 
							de la República española», el texto final fijaba –de 
							acuerdo con la Constitución Republicana que definía 
							a España como «un Estado integral, compatible con la 
							autonomía de los municipios y las regiones»– que 
							«Cataluña se constituye en región autónoma dentro 
							del Estado español». También fue modificada de la 
							propuesta oficialidad única del catalán se pasó a la 
							cooficialidad de catalán y castellano. Sin embargo, 
							a pesar de los recortes, el Estatuto confería una 
							sustancial autonomía a Cataluña: la Generalitat 
							pasaba a estar compuesta de un Parlamento, un 
							Presidente y un Consejo Ejecutivo. También obtenía 
							competencias en ámbitos como orden público y 
							justicia.
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					Diario de Sesiones de 6 de mayo de 1932
					
					
					«Me levanto, señores diputados, con plena conciencia de la 
					responsabilidad que sobre todos pesa al tiempo de empezar el 
					debate del Estatuto de Cataluña. No creo que haga falta 
					esforzarse en demostrar la importancia del tema que vamos a 
					debatir. Desde el comienzo del siglo 
					
					-me 
					parece que fue el año 1901 cuando se debatió por primera vez 
					en esta Cámara alrededor de las bases de Manresa el tema 
					catalán- 
					viene este problema pesando sobre la vida pública española y 
					viene perturbando toda la política nacional. Puede que no 
					haya pasado una sola legislatura que no haya dedicado largos 
					debates al tema catalán; pero siempre lo hacía alrededor de 
					documentos que no tenían estado parlamentario o de 
					manifestaciones de los diputados en la Cámara. Es ésta la 
					primera vez que el Parlamento español delibera sobre este 
					tema con un texto concreto, articulado, para votarlo y 
					resolverlo. Y lo primero que se advierte es la necesidad de 
					considerar brevemente las posiciones que fuera de esta 
					Cámara adopta el país alrededor del tema. Hay tres 
					posiciones bien definidas con respecto al Estatuto catalán 
					fuera de la Cámara: los intransigente, centralistas sin 
					paliativos, los que afirman que éste no es un problema 
					nacional, que es una cosa inventada y que no hay que hablar 
					de ella 
					
					-tengo 
					la seguridad de que dentro de esta Cámara no se alzará una 
					sola voz sosteniendo eso-; 
					los que de la acera de enfrente, en Cataluña, mantienen el 
					principio del “tot o res”, que suponiendo que el Estatuto 
					votado en Cataluña, plebiscitado en Cataluña, es una cosa 
					intangible y sagrada y dando por supuesto que las Cortes no 
					tienen ni siquiera la facultad de enmendarle, de corregirle
					
					
					-supongo 
					que tampoco tendrá esta postura aquí representación 
					autorizada de nadie-, 
					y luego, la tercera posición, la que yo creo que representa 
					el común sentir de toda la Cámara, que consiste en esto: el 
					pleito de Cataluña es un pleito que heredó la República de 
					la monarquía envenenado, y hasta podrido, y es menester que 
					lo resuelva y que lo haga de una vez, y para eso estamos 
					aquí nosotros, para no levantar mano hasta resolverlo.
					
					
					De modo que la esencia de la posición, yo 
					creo que de la mayoría de la Cámara, desde luego de la mía, 
					es ésta; yo no vengo aquí a hacer el juego a ningún 
					extremismo de la calle, dando por supuesto que el 
					centralismo abusivo de que había hecho alarde el Estado 
					español ha de continuar bajo el régimen republicano; vengo a 
					estudiar, serenamente, a conciencia y con espíritu 
					francamente cordial, el Estatuto de Cataluña, para oponerme 
					a lo que no me parece justo y para aceptar lo demás. 
					
					Pero las discusiones que hasta ahora se han 
					sucedido en esta Cámara sobre el tema catalán no han sido 
					baldías, porque, además de haber formado la conciencia 
					pública, han ido dejando de lado, apartando del debate, 
					algunos temas en torno a los cuales se explayaban largamente 
					los oradores y hasta se enconaban las pasiones. Por ejemplo, 
					el principio autonómico; la necesidad, más que la necesidad, 
					la urgencia de que el Estado segregue funciones y servicios 
					traspasándolos a las regiones, siempre que esas funciones y 
					esos servicios no afecten a la unidad nacional y a la 
					soberanía. Por ejemplo, también el famoso hecho diferencial, 
					en torno al cual se agotaban todas las sutilezas del ingenio 
					y de la polémica en los anteriores debates. Hoy nadie 
					discute eso: lo primero, porque está en la Constitución y es 
					preceptivo y está regulado, y lo segundo, porque para todos 
					los republicanos la causa del hecho diferencial no estriba 
					en la lengua, la cultura, las costumbres, la historia, las 
					diferencias etnográficas o geográficas o todas esas causas 
					juntas, eso no nos importa; lo que nos importa es que 
					existe, y esto es notorio, un estado de conciencia colectiva 
					en Cataluña que ansía un régimen autonómico, y que cuantos 
					no ansían ese régimen autonómico dentro de Cataluña, callan, 
					prudentes o cobardes. Y para nosotros ésa es la voluntad de 
					Cataluña. Y siendo así, en un régimen democrático, no hay 
					más que poner de nuestra parte cuanto esté a nuestro alcance 
					para servirla, siempre que queden a salvo, como es natural, 
					los intereses primordiales del Estado. Por consiguiente, han 
					quedado despejados estos temas. Y supongo yo que en el curso 
					de este debate no volverán ellos a surgir, porque no sirven 
					más que para enconar las pasiones. 
					
					Además, a nosotros nos obligaba y nos obliga 
					el famoso Pacto de San Sebastián; nos obligaba a traer aquí 
					el Estatuto y discutirlo serenamente. 
					
					Y ya que hablo de esto, permitidme que abra 
					un pequeño paréntesis, porque creo que va siendo hora de que 
					de una vez para siempre deje de servir de arma de combate, 
					casi siempre contra el régimen, el famoso Pacto de San 
					Sebastián. 
					
					Creo que están aquí presentes todos o casi 
					todos los que concurrieron al Pacto de San Sebastián. Pues 
					bien; yo afirmo (sin temor a que nadie pueda contradecirme) 
					en el Parlamento español, delante de los que concurrieron al 
					Pacto de San Sebastián, que el compromiso contraído en ese 
					Pacto se cifraba en esto: primero, en que Cataluña, una vez 
					proclamada la República, no tomaría nada por su mano; 
					segundo, que la Asamblea de Ayuntamientos de Cataluña 
					confeccionaría un Estatuto; que ese Estatuto pasaría por el 
					plebiscito de Cataluña, sería traído a las Cortes y el 
					Gobierno –el Gobierno que hubiera– se comprometía a traerlo 
					a las Cortes, para que las Cortes, libérrimamente, sin 
					ninguna traba, que ni siquiera podía alcanzar a los que 
					estaban presentes en el Pacto de San Sebastián, que no 
					podían comprometer absolutamente nada, lo discutieran, 
					votaran y aprobaran. Y, por último, que Cataluña 
					-mejor 
					dicho-, 
					los que asistían al Pacto de San Sebastián en nombre de 
					partidos catalanes, se comprometían a aceptar lo que las 
					Cortes resolvieran. ¿Hay alguien que tenga que decir más 
					sobre esto? (Pausa.) ¿No? Pues de una vez para 
					siempre quede claro que el suponer que nosotros estamos 
					inventando un problema, por virtud de compromisos contraídos 
					por cuatro señores en San Sebastián, que esto es una 
					ficción, y que comprometemos la salud de España y la vida de 
					España nada más que parar cumplir compromisos políticos 
					contraídos anteriormente, no se puede volver a repetir con 
					razón, porque en pleno Parlamento, a la faz del país, queda 
					de una vez para siempre despejado este tema. (Muy bien. 
					Muy bien.) 
					
					Se cumplió el Pacto de San Sebastián por 
					parte de los catalanes; los catalanes, al advenir la 
					República, redactaron su Estatuto; pasó por el plebiscito, y 
					aquí está el Estatuto. Yo no voy a entrar 
					-¡Dios 
					me libre!- 
					en ningún examen retrospectivo de cómo se han hecho las 
					cosas; eso no tiene hoy interés ninguno: el Estatuto está 
					ahí; ahí está el dictamen de la Comisión, y a eso hemos de 
					atenernos. Vosotros (dirigiéndose a los diputados 
					catalanes) habéis cumplido vuestra misión; vuestra 
					misión termina ahí, sin perjuicio, naturalmente, de que como 
					diputados discutáis; pero está cumplida vuestra misión 
					respecto al Pacto de San Sebastián y a lo que dice la 
					Constitución sobre este tema, y ahora nos toca a nosotros. 
					Nos toca a nosotros ¿qué? Acabáis de oír al presidente de la 
					Comisión, mi querido amigo D. Luis Bello, lo que vengo 
					oyendo todos estos días: que la posición del Parlamento ante 
					el dictamen del Estatuto es muy sencilla; lo que esté dentro 
					de la Constitución, pasa; lo que no esté dentro de la 
					Constitución, no puede pasar. Esta posición no es admisible, 
					no siquiera posible. ¿Por qué? Porque fijaos bien, señores 
					diputados, que lo que es fundamental, fundamentalísimo en el 
					dictamen de la Comisión y en el Estatuto son aquellas 
					atribuciones que se confieren a la Generalidad para legislar 
					y ejecutar; es decir, todo aquello que no está comprendido 
					en los artículos 14 y 15 del texto constitucional. Eso es lo 
					que es fundamental, sin perjuicio de que en lo otro haya 
					también temas o motivos de discusión, pero lo fundamental es 
					eso. 
					
					Pues bien; la Constitución, cuando trata de 
					este tema, dice en su artículo 16: “En las materias no 
					comprendidas en los dos artículos anteriores podrán 
					corresponder a la competencia de las regiones autónomas la 
					legislación exclusiva y la ejecución directa, conforme a lo 
					que dispongan los respectivos Estatutos aprobados por las 
					Cortes.” Es decir, que los Estatutos vienen a las Cortes 
					para su aprobación, y a nadie se le puede ocurrir 
					serenamente que lo que aquí venga, venga para que se apruebe 
					así. No. Tenemos no solamente plena facultad, sino 
					obligación ineludible, de analizarlo y de examinarlo 
					despacio. Esa es nuestra posición; la posición y obligación, 
					a mi juicio, de la Cámara es ésta: examinar el Estatuto con 
					un espíritu amplísimo, liberal, de extrema concordia, pero 
					al mismo tiempo sujetándose a un criterio o a una serie de 
					criterios cada cual que marquen la norma del estudio de cada 
					uno de los preceptos del dictamen. Y éste es el objeto del 
					debate de totalidad: fijar cada uno el criterio con arreglo 
					al cual va a examinar el Estatuto. 
					
					Me permito rogar sobre este punto a todos 
					los que tienen representación de fuerzas parlamentarias y a 
					todas las autoridades de la Cámara, que en este debate de 
					totalidad se sirvan exponer con claridad cuál es su 
					criterio, mejor dicho, con qué criterio van a abordar la 
					discusión del dictamen del Estatuto; y no hay que decir que 
					el mismo ruego dirijo al feje del Gobierno. Yo voy a 
					explicar modestamente al mío, y, para explicarlo, voy a 
					empezar por partir de algo que es absolutamente obligado, 
					ineludible, que es el artículo 1º de la Constitución. 
					
					El artículo 1º de la Constitución dice 
					textualmente: “La República constituye un Estado 
					integral, compatible con la autonomía de los Municipios y de 
					las Regiones”. Fijaos bien, señores diputados, que es el 
					Estado integral compatible; es decir, no formado desde el 
					principio por municipios y regiones autónomas, sino 
					compatible; lo fundamental es el Estado integral, y dentro 
					del Estado integral puede haber municipios y regiones; éste 
					es el texto del artículo 1.º Pues, partiendo de este hecho, 
					que nadie va a discutir, yo creo, señores diputados, que es 
					una obligación ineludible examinar todos y cada uno de los 
					preceptos del Estatuto a través de estas cuatro lentes, de 
					estas cuatro lupas, de las que nadie debe poder prescindir 
					para hacer una obra constructiva: primera, capacidad 
					de Cataluña para ejercer su función de región autonómica, 
					segunda, oportunidad de traspaso de cada uno de los 
					servicios a Cataluña; es decir, si el momento es oportuno o 
					no para hacer el traspaso de cada uno de los servicios; 
					tercera, el Estado español, el Estado integral, tiene 
					que conservar, a través de cada uno de los preceptos del 
					Estatuto, las facultades necesarias para cumplir la 
					elementalísima obligación de amparar el derecho de todos sus 
					ciudadanos sin distinción; cuarta, lo que representa 
					la unidad orgánica del Estado, del Estado integral, no puede 
					romperse; es decir, que todo lo que menoscabe y atente a esa 
					unidad es menester suprimirlo. 
					
					Estas son las cuatro lentes a través de las 
					cuales voy a analizar brevísimamente, poniendo por cada una 
					de ellas, delante del Estatuto, el dictamen de la Comisión. 
					Ya veis, señores catalanes, que quedan eliminadas totalmente 
					todas aquellas cuestiones de carácter sentimental que podían 
					enconar el debate, no porque no tengan importancia, algunas 
					de ellas pueden tenerla; lo que hay es que yo creo que 
					cuando se está ante un problema vivo y ante un texto 
					concreto es inútil mezclar en ello cuestiones que no sirven 
					para nada prácticamente. 
					
					Y vamos a empezar por la capacidad. Ya 
					comprenderéis, señores diputados catalanes, que no voy a 
					cometer la torpeza de negar que Cataluña tenga capacidad 
					para erigirse en región autónoma; sinceramente creo que la 
					tiene; pero además, en todo caso, no me metería en eso. La 
					capacidad para nosotros, por lo menos para mí, no es tema de 
					discusión; os la concedo toda, absoluta. ¡Ah! Pero a 
					vosotros os interesa mucho más que a nosotros aquilatar bien 
					hasta dónde llega esta capacidad para toda la cantidad de 
					servicios que reclamáis y que el dictamen os concede, porque 
					un exceso de atribuciones tomadas a destiempo puede ser la 
					ruina de todo, el fracaso de todo, el descrédito de todo y 
					un gran mal para vosotros y otro grave mal para España. Y 
					yo, sin negaros la capacidad, me voy a permitir, si vosotros 
					me lo consentís, hacer algunas breves observaciones sobre el 
					particular. ¿En qué consiste la capacidad de una región? ¿En 
					que el caudal medio de cultura sea grande, sea extenso? ¿En 
					que el vigor ciudadano exista, en que la ciudadanía sea 
					activa, sea eficaz? Eso es una gran fuerza, pero no lo es 
					todo, porque una región es una cosa viva, integrada por una 
					serie de organismos que deben tener también realidad y vida 
					propia y que han de funcionar con arreglo a unas normas 
					determinadas; y si la región no es eso, es una ficción. Y 
					¿qué pasa hoy en Cataluña? Pues en Cataluña pasa que hay una 
					ciudad, que es Barcelona, donde todos los sentimientos 
					catalanistas tienen su asiento legítimo y, además, su 
					fomento constante y diario, y donde por ser la cultura más 
					extendida y los medios de difusión más fáciles, el ambiente 
					catalanista tiene una verdadera realidad; pero fuera de 
					Barcelona queda todo lo que es la provincia, más las otras 
					tres provincias, donde este fervor y este entusiasmo quedan, 
					como es lógico, muy atenuados; pero sobre todo –no voy a 
					discutirlo; si queréis que sea el mismo, os lo concedo, 
					porque lo esencial no es eso, sino esto otro–, sobre todo, 
					cuanto es organización municipal local vive, como en el 
					resto de España, regida por leyes arcaicas, que son las que 
					regulan toda la organización local de España, sometida al 
					influjo poderosísimo que irradia Barcelona, por sus hombres, 
					por su prestigio, por su actuación, por su dinero, por todo. 
					¡Ah! Pues pensad bien lo que representaría que cometiéramos 
					todos la ficción de traspasar una serie de funciones del 
					Estado a la Generalidad si eso fuera a perdurar, porque eso, 
					¿sabéis lo que empezaría por ser y lo que acabaría por 
					consagrarse como cosa definitiva? Pues una gigantesca 
					oligarquía de Barcelona sobre toda la región catalana, y eso 
					es muy peligroso para vosotros y para nosotros, porque hoy 
					sois vosotros los que manejáis la oligarquía, pero mañana 
					puede ser una extrema derecha, incomprensiva y absurda, o 
					una extrema izquierda, que sean totalmente incompatibles la 
					una o la otra con lo que es el Estado español. 
					
					Pues todo esto quiere decir que lo 
					fundamental es crear definitivamente el organismo. ¿Habéis 
					medido vosotros 
					-seguramente 
					lo habréis hecho-, 
					habéis medido la cantidad de leguas que os quedan por 
					recorrer hasta llegar a esa meta? ¿Habéis contado la serie 
					de jornadas por que tenéis que pasar? Pues nada menos que 
					éstas: el Parlamento, el Estatuto interior, el régimen 
					municipal, que no consiste sólo en dar un precepto o una 
					norma por virtud de la cual se hayan de regir los 
					Ayuntamientos, sino que eso encarne en la vida del pueblo; 
					que encarne en la vida de los Ayuntamientos; que los 
					Ayuntamientos sean de verdad autónomos, con su vida propia y 
					con su Hacienda propia, porque hasta ese instante no podréis 
					decir que la región está constituida, y después de todo eso 
					hecho, ir haciendo las normas esenciales para regular cada 
					uno de los servicios. Y yo os digo que para mí, que os 
					considero capaces, vuelvo a repetirlo, la prueba de 
					capacidad positiva no debería darse, no podría darse más que 
					da un modo: estableciendo que los servicios que hayan de 
					pasar a la Generalidad no fueran pasando hasta tanto que ese 
					Parlamento catalán, después de estar constituido, fuera 
					redactando los reglamentos o las normas que hayan de servir 
					para el funcionamiento de esos servicios. Esa sí que sería 
					una prueba de capacidad. Pero repito que en esto yo no hago 
					cuestión; os lo digo a vosotros, porque vosotros sois los 
					que tenéis que medir toda la cantidad de esfuerzo que tenéis 
					que hacer, y si estáis en condiciones de hacerlo para evitar 
					el fracaso, que sería para vosotros mucho más que la muerte, 
					porque sería el descrédito. 
					
					Y vamos a utilizar la segunda lente: la 
					oportunidad, la oportunidad mirada desde el punto de vista, 
					no de la declaración del derecho de Cataluña a erigirse en 
					región, sino la oportunidad de traspasar determinados 
					servicios. 
					
					Señores, yo creo que no hace falta 
					esforzarse mucho para demostrar que el Estado español, el 
					Estado que la República heredó de la monarquía, es un Estado 
					totalmente por hacer. La prueba de que está por hacer es que 
					apenas hemos puesto la primera piedra. Todo lo que significa 
					organismos del Estado, hay que rehacerlo de arriba abajo. Y 
					tampoco será preciso esforzarse mucho para demostrar que en 
					este instante, y hablo de este instante poniéndolo sólo como 
					ejemplo, España atraviesa, como gran parte del mundo, una 
					crisis económica grave, y que la Hacienda española está 
					sufriendo las consecuencias de muchos años de despilfarros y 
					en plena contracción. Pues bien; cuando ésa es la situación 
					del Estado español, puede muy bien suceder, tiene que 
					suceder, que el traspaso de determinadas funciones del 
					Estado español a la Generalidad en este instante sea una 
					insigne torpeza para unos y para otros, porque a los 
					catalanes les interesa más o, por lo menos, tanto como a 
					nosotros, que el Estado español sea un Estado fuerte, porque 
					de él y sólo de él van a poder vivir. Por consiguiente, 
					pudiendo ser quizás constitucional, y hasta posible, y hasta 
					lícito, y hasta plausible el traspaso de determinadas 
					funciones, puede muy bien suceder que la oportunidad 
					aconseje que hoy no se traspasen. 
					
					Vais a ver un ejemplo. Es evidente que en 
					estos momentos está la República siendo acosada, hasta donde 
					puede serlo, por elementos de extrema derecha y de extrema 
					izquierda que pretenden todavía socavar los cimientos del 
					régimen, y es evidente que en estos instantes todo lo que 
					fuera intentar cercenar, cortar, partir las facultades del 
					Poder público para hacer frente a ese problema, que es común 
					a todos, sería una gran torpeza. Pues, sin embargo, ya veis 
					que en el proyecto, en el dictamen de la Comisión, en estos 
					momentos, se traspasan a la Generalidad de Cataluña la 
					policía y el orden interior. ¿Es que hay alguien que 
					sinceramente pueda creer que en estos instantes es, no ya 
					posible, no ya hábil, sino materialmente hacedero, el partir 
					en dos el régimen de policía y de orden público en España en 
					la situación en que se está? Pues imaginad el caso de que, 
					esto hecho, aprobado el dictamen, aprobado el Estatuto, un 
					buen día en el Gobierno de la Generalidad, porque se tratara
					-es 
					un caso muy hipotético- 
					de un Gobierno débil, de un Gobierno transigente, de un 
					Gobierno torpe, se intentara fraguar dentro de Cataluña un 
					movimiento revolucionario de extrema derecha, de reacción, o 
					de extrema izquierda, que no hubiera de desencadenarse en 
					Barcelona, en Cataluña, sino en otra parte de España. Pues 
					bien; si esto sucede aprobado el Estatuto, ¿me queréis decir 
					qué hace el Poder público? Porque vamos a estar de acuerdo 
					en esto: lo peor que nos podría pasar, lo peor que os podría 
					pasar, es que coexistieran en Barcelona, en Cataluña, dos 
					servicios: uno del Estado y otro de la Generalidad, enfrente 
					uno de otro, o parejos, que acabarían por estar enfrente 
					fatalmente, prestando la mismo función. Eso no puede ser. 
					Eso vosotros mismos reconoceréis que no puede ser. ¡Ah! Pues 
					el Estado está completamente apartado de la policía, del 
					orden público. Me diréis: el caso lo prevé la Constitución, 
					porque la Constitución dice que el Estado podrá intervenir 
					en casos de peligro cuando lo considere conveniente. ¡Ah!, 
					sí! Pero ¿es que todo el mecanismo policíaco y todo lo que 
					significa la red extendida de conocimiento de una región se 
					improvisa? ¿Es que con enviar una legión de policías o de 
					agentes a Cataluña ya se sabe lo que pasa, si no tiene 
					estado público el conflicto? ¿Es que, además, mantener una 
					política en materia de orden público distinto aquí que allí, 
					que puede ser diametralmente opuesta, no es un gravísimo 
					daño para todos, para la seguridad del Estado y para su vida 
					interior? Eso, en estos momentos, a mi juicio, sería una 
					locura. Por consiguiente, cuando se discuta el Estatuto 
					habremos de examinar en cada uno de los artículos si es o no 
					oportuno el traspaso de las funciones. 
					
					Y vamos ahora a lo que es más fundamental: a 
					la obligación ineludible que tiene el Estado de amparar a 
					todos sus ciudadanos en el ejercicio de sus derechos. 
					Supongo que este postulado nadie podrá discutirlo. Pues 
					bien; lo primero que yo me encuentro al examinar con esta 
					lupa el dictamen de la Comisión, es esto: si este dictamen 
					se aprueba, el Poder público como tal Poder público, el 
					Estado como Poder público, se retira íntegramente de 
					Cataluña; toda la representación del Poder público que 
					quedará allí consistirá en esto: el general de la división 
					con sus tropas, el comandante de Marina, los carabineros y 
					los fiscales; esto será lo que quede en Cataluña como 
					representación del Poder público. La genuina representación 
					de éste en el Gobierno, que es el Ministerio de la 
					Gobernación, no tendrá allí más que los policías encargados 
					de visar los pasaportes en las fronteras, nada más: todo lo 
					demás habrá desaparecido. Señores, sólo lo enunciado astuta. 
					
					Pues bien; ¿qué pasaría si un buen día 
					hubiera en el Gobierno de la Generalidad un partido 
					político, un sector de opinión catalana que, por vehemencia, 
					por insensatez o por lo que fuera, intentara, y realizara, 
					una política de agresión, de molestia, de ofensa a lo que no 
					fuera de sentimiento genuinamente catalán dentro de 
					Cataluña, en esa forma, que se puede hacer casi impalpable, 
					de pequeñas vejaciones, pequeñas multas, trabas a los 
					negocios, registros domiciliarios? Los ciudadanos que no 
					fuesen catalanes que estuvieran sometidos a esta tortura, se 
					preguntarían: “Bueno, ¿y a quién nos dirigimos?” Dice el 
					artículo 14 que el representante del Gobierno es el 
					presidente de la Generalidad, la Generalidad, que es el 
					Poder más irresponsable, según el dictamen, que ha habido 
					nunca en el mundo, porque no responde de nada ni ante nadie; 
					pues esos ciudadanos se encontrarían con que tendrían que 
					acudir al general de la división o al comandante de Marina, 
					porque, claro, les queda el camino del recurso contencioso, 
					pero después de haber pasado por toda la gama del papel 
					sellado y de los Tribunales catalanes; y cuando todo eso 
					esté terminado, entonces podrán venir aquí, al Supremo, a 
					reclamar. 
					
					Esto es de tal magnitud, señores, que para 
					comprenderlo así no hay más que hacer esta consideración: si 
					esos ciudadanos vivieran, en vez de Cataluña, en cualquier 
					rincón del mundo, por apartado que fuera, tendrían un cónsul 
					español al que dirigirse, y en Cataluña no van a tener a 
					nadie. ¿Vosotros creéis que esto es posible? Diréis que esto 
					es una exageración y que estoy presentando las cosas a base 
					de una pugna, de una lucha entre dos instituciones. ¡Ah!, si 
					me lo dijerais (que no me lo diréis, porque creo que no 
					tenéis humor de pelea, ni yo tampoco), os contestaría que yo 
					no tengo la culpa, que nosotros no tenemos la culpa de que 
					haya un sector de la opinión catalana (ahí están los textos) 
					que diariamente haga alarde de su propósito de acabar, 
					dentro de Cataluña, con todo lo que no sea catalanista, y a 
					nosotros no nos garantiza absolutamente nadie que llegue un 
					día en que eso no prevalezca. Es difícil; pero también era 
					difícil que prevalecieran sus señorías el 11 de abril, y el 
					14 eran los dueños de Cataluña. Pues eso, ¿quién me 
					garantiza a mí que no se repetirá algún día con los 
					elementos extremistas? Aparte de que, sea lo que sea, el 
					Estado tiene la obligación ineludible de evitar que a sus 
					ciudadanos les pueda ocurrir un caso así. Esto se remedia de 
					alguna manera, y hay que remediarlo. 
					
					Además, para mayor prueba (vamos a dejar 
					estos ejemplos de carácter genérico y fijémonos 
					concretamente en el texto del Estatuto) tenemos el caso 
					específico de la enseñanza. Lo cito, porque sé que es uno de 
					los puntos neurálgicos del dictamen de la Comisión y acerca 
					del cual ha formulado su presidente un voto particular.
					 
					
					Yo no quiero entrar ahora a fondo en ninguno 
					de los temas (ya los discutiremos con toda calma), en un 
					análisis detenido, de lo que es el problema de la enseñanza, 
					y menos poniendo cosa alguna de mi cosecha, pues podría 
					parecer algo apasionado, algo buscado, fantástico, para 
					molestar o herir, no; me voy a atener a textos indiscutibles 
					para vosotros. (Dirigiéndose a la minoría catalana). 
					Supongo que ninguno de los señores de la minoría catalana 
					podrá oponer el menor reparo a la personalidad de Pompeyo 
					Fabra, una autoridad catalanista. Pompeyo Fabra, que es un 
					gran filólogo, no puede ser sospechoso para nadie de su 
					entusiasmo por la autonomía catalana o por algo más que la 
					autonomía catalana, puesto que es, me parece, el director de
					La Palestra. Vais a oír lo que dice Pompeyo Fabra y 
					cómo juzga en una conferencia pública, dada hace poco en 
					Barcelona, el problema de la enseñanza. Voy a leer solamente 
					la parte sustancial: “Respecto a los alumnos, dijo que 
					los hijos de catalanes irían seguramente a la Universidad 
					catalana, pues a la castellana sólo irían los castellanos 
					inadaptados. De la masa catalana, dijo que a ésta le daría 
					sensación de mayor estabilidad la Universidad española, por 
					lo menos hoy día. Añadió que tampoco tenía la seguridad de 
					que la mayoría de los catedráticos catalanes renunciasen a 
					sus cátedras para pasar a la Universidad catalana, y 
					entonces el problema sería la creación de un profesorado 
					numeroso, ya que la Universidad deseada ha de ser completa. 
					(Fijaos en este párrafo.) Se ocupó del aspecto de los 
					catalanes que han de llevar sus hijos a la Universidad, y 
					dijo que, recientemente, un literato, catalanista de toda la 
					vida, preguntado sobre el particular, dijo que vacilaría y 
					que quizás llevara sus hijos a la Universidad castellana, 
					por no querer arrostrar el peligro de que un día sus hijos 
					le pidieran cuenta de su decisión. De suceder esto así, el 
					fracaso sería grande. Añadió que cabía esperar que, 
					intensificándose la catalanidad, quizás con el tiempo se 
					llegara a lo anhelado; pero, entre tanto, la Universidad 
					catalana padecería por la falta de profesorado y de alumnos. 
					Dijo que la solución sería que la actual Universidad pasara 
					a la Generalidad para su catalanización. Expresó la 
					esperanza de que los catedráticos castellanos, una vez 
					aprobado el Estatuto, muchos pedirán el traslado y que los 
					alumnos castellanos que viven en Barcelona podrán fácilmente 
					acostumbrarse a recibir las enseñanzas en catalán”. 
					Señores, el texto es definitivo. Yo os pregunto: cuando éste 
					es el sentir de los grandes pedagogos catalanes, ¿cómo 
					queréis que el Estado abandone la misión elemental de 
					amparar a quien, siendo inadaptado, no quiera 
					adaptarse, en uso de un perfecto derecho? (Muy bien). 
					Esta es una función fundamental del Estado, y el Estado no 
					puede desprenderse de ella. 
					
					Con esta lupa hay que registrar hasta el 
					último escondrijo del dictamen. Pues ¿y la justicia? Pero 
					¿vosotros conocéis mayor sensación de desamparo que el que 
					puede tener un ciudadano en un país donde sabe que la 
					Justicia le es, si no hostil, por lo menos extraña? Pero 
					¡cómo es posible que el Estado dimita la función de 
					administrar Justicia! O no existe el Estado integral y no es 
					más que una sombra, o esa función es totalmente del Estado.
					(Muy bien). Bien está que vosotros tengáis 
					-si 
					queréis, yo llego a eso- 
					vuestro Derecho foral, todo lo que es genuinamente vuestro, 
					y vuestros Tribunales especiales; ¿por qué no? Pero, ¿y para 
					juzgar en materia civil, y para administrar Justicia en lo 
					civil y en lo mercantil? Pero ¿quién, del resto de España, 
					va a contratar con vosotros si tenéis vuestros Tribunales y 
					en materia mercantil sois los árbitros? ¿No comprendéis que 
					os hace más daño que provecho, que no habrá ningún ciudadano 
					de ningún pueblo español que no exija la condición previa de 
					que el fuero sea el propio y no el vuestro, cuando allí 
					acaba la última instancia, según el dictamen, en todos los 
					asuntos? No; ésa es una misión que tampoco puede delegar el 
					Estado. 
					
					Y vamos, señores diputados, con la última 
					lente. Unidad orgánica del Estado. No creo, señores, que 
					ofrezca a nadie duda la enorme complejidad del mecanismo de 
					un Estado moderno: un Estado moderno no es, en definitiva, 
					otra cosa que una gigantesca empresa de servicios públicos, 
					y en el Estado moderno todo lo que se refiera a la economía, 
					a todo lo económico, pasa por delante, tiene que pasar por 
					delante incluso de todo lo político, porque ésa es hoy la 
					médula misma de la vida del Estado. Pues bien, todo lo que 
					sea, en estos momentos en que se está organizando, 
					fraguando, el nuevo Estado español, partir esa unidad 
					orgánica del Estado y empezar a dividir todas las funciones 
					fundamentales entre las regiones y el Estado, es tanto como 
					retrasar y quizá condenar al fracaso la obra gigante de 
					hacer el nuevo Estado, y para que el Estado tenga en su mano 
					las riendas de una organización económica –y a todos 
					vosotros, señores ministros, os hemos oído decir desde aquí 
					que es aspiración fundamental la de organizarla en forma de 
					economía planificada o dirigida–, a mi juicio, hay dos 
					resortes, dos herramientas indispensables: una, la unidad 
					legislativa que somete a todos los ciudadanos a una misma 
					ley, y otra, la soberanía fiscal, porque si el Estado no 
					conserva la soberanía fiscal no puede hacer política social, 
					ni política económica, ni nada que se le parezca. 
					
					¿Qué hay en el Estatuto de todo esto? Pues 
					lo primero que se tropieza uno es con que se crea una 
					ciudadanía privilegiada, de ciudadanos de cuota; se crea la 
					ciudadanía catalana, y como son ciudadanos catalanes y 
					además son ciudadanos españoles, resulta que los ciudadanos 
					allí tienen el doble privilegio y el doble derecho, y cuando 
					vienen aquí siguen siendo ciudadanos españoles, y los 
					ciudadanos españoles llegan a Cataluña y no pasan de ser 
					ciudadanos españoles, no son ciudadanos catalanes. Esto ya 
					es un contrasentido lamentable, que produciría consecuencias 
					desastrosas para vosotros en el ánimo de todo el resto de 
					España. (Rumores). 
					
					Sigamos avanzando, y nos encontramos con que 
					se atribuye a la Generalidad la ordenación del Derecho 
					civil, salvo lo que dispone el artº. 15. Señores de la 
					minoría catalana: yo no puedo creer que a vosotros ni a 
					nadie en Cataluña interese tener la ordenación del Derecho 
					civil para todo aquello que no sea genuinamente el Derecho 
					foral catalán. Que en este momento y en pleno año 1932 
					aspire nadie a crear la enorme confusión de una legislación 
					civil distinta y separada de la del Estado en cosas en las 
					que nada os perjudica la legislación común, cuando todo 
					tiende hacia una unidad legislativa; que se intente poner 
					todavía barreras y agrandar distancias, ¿en beneficio de 
					quién va eso? Yo creo que el único modo de que se acabe de 
					una vez con las diferencias en todo lo que no sea 
					fundamental y tradicional, es que tengáis vosotros la 
					facultad legislativa de lo vuestro, de lo que es foral; 
					porque el grave error, hasta ahora, ha sido que el Derecho 
					civil español quedó petrificado y el Derecho foral también, 
					y como no han avanzado, no han podido juntarse; pero si 
					vosotros podéis avanzar, tengo la seguridad de que poco a 
					poco acabaréis por sumaros. Pero eso en lo vuestro. ¿Qué 
					necesidad tenéis de asumir también la legislación civil del 
					Estado español, en la que hay una unidad legislativa que no 
					tiene por qué romperse, y de privar, además, al Estado de 
					esta enorme herramienta? 
					
					Y vamos a Hacienda, a la soberanía fiscal. 
					No voy a entrar ahora, mucho menos después de lo que 
					acabamos de oír al presidente de la Comisión, en un análisis 
					detenido del problema de la Hacienda; todo llegará a su 
					hora; pero os voy a decir dos cosas: la primera, que 
					nosotros, cuando se trate de fijar la cuantía de los 
					servicios o el importe de los servicios que se os traspasen, 
					tenemos la obligación de no ser tacaños, ni siquiera 
					meticulosos con exceso. El importe, el costo de los 
					servicios, debe quedar compensado con generosidad con 
					largueza. 
					
					Además, es justo, es legítimo que vosotros 
					pidáis que lo que represente la compensación de los 
					servicios que asumís no se os dé un forma rígida, no se os 
					facilite en billetes de Banco, porque así no habría 
					prosperidad posible; pero de esto a traspasar la soberanía 
					fiscal, entregándoos nada menos que las dos columnas 
					principales de la soberanía fiscal por excelencia, que es el 
					impuesto directo, la contribución directa, porque es lo que 
					llega de verdad al individuo en relación con el Estado, hay 
					un abismo. 
					Espero demostrar, cuando llegue la ocasión, que lo peor que 
					os podía pasar a vosotros es que prevaleciera ese sistema, 
					porque fatalmente, ateniéndonos al texto del dictamen, que 
					prevé, como es lógico, el caso de que vaya avanzando el 
					impuesto sobre la renta como forma tributaria substituyendo 
					a los impuestos directos, fatalmente, cuando llegue el 
					Estado a entrar en vuestro terreno en las contribuciones 
					directas, aunque dice el dictamen que se os dará 
					compensación, ésta no podrá ser satisfecha más que en forma 
					rígida. Lo fundamental para vosotros es que esos dos 
					principios se salven, que los servicios estén ampliamente 
					retribuidos, todo lo ampliamente que sea posible, y que sea 
					flexible la compensación. Fórmulas hay; el propio presidente 
					de la Comisión afirma que el dictamen no es en esto 
					definitivo; ya se encontrarán. 
					
					Otro tema hay en la parte referente a la 
					Hacienda 
					-no quiero cansaros mucho-, 
					que es el de la recaudación de las contribuciones. El Estado 
					cede estatutariamente a Cataluña, a la región, la 
					recaudación de las contribuciones por cuenta del Estado, y 
					como eso es del Estatuto, es una facultad que no puede 
					retraer, y si la recaudación se hace mal, no se puede 
					enmendar. ¡Ah!, pues eso, señor ministro de Hacienda, tiene 
					una gravedad extraordinaria y habrá que ver el modo de 
					salvarla, porque ahí se enajenan muchas cosas; pero, por de 
					pronto, se enajena todo el porvenir de la Hacienda española. 
					
					Y, por último, señores, yo quisiera, como 
					resumen de cuanto llevo dicho, recordaros que este problema 
					del Estatuto catalán es un problema que ha llegado a la 
					entraña misma de la vida de España; que a estas horas España 
					entera está pendiente de los debates del Estatuto y que, 
					querámoslo o no, alrededor del problema del Estatuto que 
					aquí se vote ha de girar la vida política española, aun 
					después de votado, durante mucho tiempo, y que las 
					elecciones venideras, sean cundo sean, han de hacerse 
					pidiendo los electores cuenta a los diputados de cómo han 
					cumplido su obligación en este punto; y yo no tengo más que 
					decir sino que aspiro a presentarme 
					-y 
					creo que en eso coincido con todos o casi todos- 
					ante mis electores, cualesquiera que ellos sean, 
					diciéndoles: “Un problema que heredamos de la monarquía, 
					envenenado y sin resolver, lo hemos resuelto; el depósito 
					que nos entregasteis de una España unida, de un Estado unido 
					y organizado, lo hemos conservado y no lo hemos roto.”
					 
					
					Si no lo hiciera así; si yo contribuyera en 
					lo más mínimo a la disgregación del Estado español, me 
					consideraría tan fracasado que me retiraría definitivamente 
					de la vida pública. (Aplausos). 
					
					
					ARRIBA   
                   
                  
                   
                    
					Con la 
					llegada de los radicales al gobierno de la República en 
					1933, se originaron los primeros conflictos del gobierno con 
					la Generalitat catalana. La aprobación por parte de la 
					Generalitat de la Ley de Contratos de Cultivo, la cual 
					garantizaba a viticultores y arrendatarios catalanes –rabassaires–
					la 
					explotación de tierras durante un mínimo de seis años, llevó 
					a la derecha catalana a reclamar la declaración de 
					inconstitucionalidad de la ley, pidiéndole al Gobierno que 
					recurriese la ley ante el Tribunal de Garantías 
					Constitucionales. El tribunal declaró la 
					inconstitucionalidad de la ley el 8 de junio de 1934, siendo 
					considerado este hecho, por Ezquerra Republicana, como un 
					ataque a la autonomía catalana. Cuando el 6 de octubre de 
					1934 la Generalitat se alzó contra el Gobierno de coalición 
					derechista de los radicales y la CEDA, proclamando su 
					presidente Luis Companys «el estado de Cataluña dentro de la 
					República Federal de España», la derrota de la sublevación 
					trajo como consecuencia la suspensión de la autonomía. No 
					sería hasta 1936, tras la victoria del Frente Popular, que 
					el estatuto sería puesto en vigor de nuevo.  
					
					La 
					Generalitat fue restaurada, bajo la presidencia de Companys. 
					Durante la guerra civil, la autonomía vivió un periodo de 
					gran turbulencia, al que puso fin la entrada en enero de 
					1939 de las tropas de Franco en Cataluña, eliminándose de 
					nuevo la autonomía. 
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