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Actualizada: 05 de Febrero de 2.006.  

 
 
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Recuerdos del terror rojo.


Asistencia del Capellán castrense a los que iban a ser fusilados en el Castillo de Montjuich.


Eduardo Palomar Baró.


Se encuentra situado en la cima de la montaña de Montjuic en Barcelona y asentado sobre el solar de la antigua torre del Farrell que a su vez lo estaba sobre el  Castell del Port erigido en el año 1022. A principios del siglo XI se construyó el llamado Castell del Port del que inicialmente era propiedad de la familia vizcondada de Barcelona. El paso de los años propició que fuera del dominio de Berenguer Bernat (1119), Guillem de Torrelles (1265) y Bernat de Sarriá (1329). Se sabe que había llegado a convertirse en un castillo ruinoso durante los años próximos a 1460 debido a la pérdida de su valor político. La Torre del Farrell, que en realidad era una atalaya, disponía de vigilancia propia mantenida por el Consell de Cent.

Castillo de Montjuich

 Tuvo significativa decisión en la resistencia contra Barcelona por parte de Joan II en 1472 y en la Guerra dels Segadors. Tras una gran ampliación en 1694 ocupó la práctica totalidad de la cima de la montaña. En 1706 fue destruida por Felipe V. En 1751 Juan Martín Cermeño, siguiendo los planos del francés Vauban, especialista en fortificaciones, llevó a cabo la reconstrucción del castillo. Durante 1808 se establecieron las tropas napoleónicas y dos años después empezó a destinarse como prisión.

 La forma del castillo es la clásica estrellada con diferentes fosos y fortines capaces de resistir cualquier ataque. El acceso, tras sobrepasar la puerta principal, se divide en dos rampas en forma de ‘V’ muy pronunciadas para llegar a la explanada principal.

 El Castillo de Montjuich tiene un valor simbólico para los barceloneses, pues tanto Espartero como el General Prim, bombardearon la ciudad de Barcelona cada vez que se producían desórdenes durante las revoluciones burguesas y obreras del siglo XIX.

 Parece que el nombre de Montjuich procede de Mont Jueu, o sea Monte Judío, ya que según la tradición, se encontraba en este lugar un cementerio judío.

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Número 7 lugar de la fosa de Santa Elena. (pinchar sobre el mapa para ampliar)

Desde el inicio de la guerra civil, los frentepopulistas lo utilizaron como prisión y lugar de fusilamientos, haciéndose tristemente famoso el Foso de Santa Elena, donde fueron asesinados militares, curas, gente de orden, conservadores, jóvenes falangistas, estudiantes, empresarios, requetés, etc.

El 26 de agosto de 1936 tuvieron lugar en el Castillo de Montjuich, los fusilamientos del capitán del Arma de Artillería Luis López Varela, el comandante del Arma de Infantería José López Amor Jiménez, el capitán del Arma de Infantería Enrique López Belda y el capitán del Arma de Infantería Fernando Lizcano de la Rosa, este último había sido jefe de los Mozos de Escuadra tras el 6 de octubre de 1934, sustituyendo al comandante del Arma de Artillería Enrique Pérez Farrás, sublevado entonces contra la legalidad y que por aquellas fechas actuaba como mandamás de las milicias.

 Al día siguiente los periódicos publicaron: 

«Ayer, a las seis y diecisiete minutos de la mañana, fueron pasados por las armas, en los glacis de Santa Elena, del castillo de Montjuich, el ex comandante López Amor y los ex capitanes López Varela, López Belda y Lizcano de la Rosa en cumplimiento de la sentencia dictada por el tribunal que los juzgó en consejo de guerra sumarísimo, celebrado el domingo último, a bordo del vapor Uruguay». 

 Después de la ejecución, fue formalizada el acta siguiente: 

«Cumpliendo el acuerdo del Comité Central de las Milicias Antifascistas de Cataluña sobre la sentencia recaída en el consejo de guerra celebrado en el vapor Uruguay contra los militares rebeldes López Varela, López Belda, López Amor y Lizcano de la Rosa, ha sido ejecutada la sentencia a las seis de la mañana del día de hoy en el castillo de Montjuich. Barcelona, 26 de agosto de 1936. Firmado: Juan Pons, Tomás Fábregas, D. A. Santillán, Aurelio Fernández, S. González, José Torrents, Carlos Caballero, Miguel Albert, Manuel Díaz, Rafael Grau y Jaime Miratvilles».

     

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A los pocos día de la Liberación de Barcelona (26 de enero de 1939) por las heroicas Tropas del Generalísimo Franco, el capellán castrense José María Vives publicó un interesante artículo el jueves 9 de febrero de 1939 titulado: “Recuerdos del terror. Yo asistí en los últimos momentos de la vida a los fusilados de Montjuich.”

  «Barcelona, debe rendir homenaje de admiración y gratitud a los Oficiales y Soldados, Requetés y Falangistas, que en los días 19 y 20 de julio, sucumbieron en las calles de la ciudad, luchando al grito de ¡Viva España! Y también a aquellos que en días sucesivos cayeron fusilados en el Campo de la Bota, en los fosos de Montjuich o cobardemente asesinados en los alrededores de la ciudad.

En la empresa gigantesca de la liberación de España a las órdenes del Caudillo Nacional, le tocó a la guarnición de Barcelona, una parte tan difícil, que solamente podían emprenderla, los que temían su fracaso personal, con tal de que triunfara España. La guarnición de Barcelona y los que a ella se unieron, conocían la fuerza revolucionaria de esta ciudad, aumentada aquellos días, con la ayuda del marxismo internacional, introducido en la capital, con el pretexto de la Olimpiada Popular, sabían que algunos de sus compañeros, obcecados o malvados, obedeciendo órdenes de la masonería, habían pactado con el enemigo y les haría traición; sabían también que no podían contar con las clases adineradas o burguesas de Cataluña, que desde mucho tiempo venían animando al Ejército Español con indiferencia, cuando no con animadversión, y mucho menos podían contar con la clase obrera, a la que habían hecho creer que el Ejército era su mayor enemigo, y no obstante tantas razones para hacerlos desistir, cuando la voz de la Patria llamó a las armas, salieron con ellas en la mano, por las calles de Barcelona, que regaron con su sangre y muchos dieron sus vidas y para los que no cayeron empezó entonces un calvario tan doloroso y amargo que jamás podrá comprenderlo el que no lo haya pasado.

Dios quiso que yo, el más humilde de los Sacerdotes Castrenses del Ejército, tuviera el honor y el consuelo de acompañar a aquellos oficiales y soldados, requetés y falangistas en sus cárceles, primero en Gobernación, después en el «Uruguay» y más tarde en Montjuich. He sido testigo excepcional y a veces único de las virtudes religiosas y patrióticas de aquellas víctimas predilectas de la revolución y creo un deber sagrado dar público y solemne testimonio, como tributo de justicia y para ejemplo y estímulo de sus compañeros y de todos los españoles.

Llegué detenido a Gobernación el mismo día 19, a las tres de la tarde, cuando solamente se encontraban allí como tales un capitán de Estado Mayor y un teniente de Artillería herido. Pero muy pronto fue preciso habilitar varias habitaciones, para contener a todos los oficiales detenidos. Durante la noche del 19 y los días 20 y 21, la chusma capitaneada por los pistoleros de la F.A.I. pedía nuestras cabezas; la oíamos rugir constantemente a las puertas del edificio y aún dentro del mismo patio. De cuando en cuando se asomaba al departamento que ocupábamos algún esbirro, que además de insultarnos, nos amenazaba con su pistola. Por fin, con gran exposición para nuestras vidas, se nos trasladó al “Uruguay” a primeras horas de la madrugada del 23.

Quedamos incomunicados, pero veíamos las hogueras de la ciudad y llegaban hasta nosotros, exagerados, los horrores de los primeros días de revolución. Comprendíamos que estábamos destinados a la muerte, sin esperanza de que nadie, ni nada pudiera salvarnos. Llegaban barcos de guerra extranjeros, que hacían fondo frente a nuestro barco y que parecía contemplaban indiferentes o impotentes nuestra tragedia.

En trances semejantes, el espíritu se eleva hacia lo alto, hacia Dios, y muy pronto, mientras Barcelona sacrílega quemaba sus iglesias, el “Uruguay” y más tarde Montjuich se convirtieron en dos templos desde los cuales incesantemente subía hacia el Altísimo, la oración fervorosa de aquellos corazones varoniles. Nos reuníamos por grupos para rezar y salíamos de nuestra oración más fuertes; sin temor a los que podían torturar nuestros cuerpos, pero no podrían doblegar jamás nuestro espíritu. Y el día que en el “Uruguay”, de una manera prodigiosa, el aire nos trajo unas Formas y pudimos celebrar la Santa Misa, los que pudieron asistir y comulgaron y los que no pudiendo asistir supieron que nuestra cárcel flotante había sido santificada con el Augusto Sacrificio, recibieron la fortaleza para confesar a Cristo y a España Católica.

Fue en aquellos días cuando pude comprobar, como no había comprobado hasta entonces, la eficacia sobrenatural de la Confesión y Comunión para tranquilizar las conciencias, aliviar los corazones, fortalecer los espíritus y transformar los hombres en héroes.

¡Qué noches tan inolvidables las pasadas con los condenados a muerte, encerrado con ellos en el tristemente célebre Guiñol del “Uruguay” o en la celda de Montjuich! ¡Qué momentos de emoción aquellos en que, después de haber confesado y muchas veces comulgado, me daban el último abrazo, el último beso, para sus madres, para sus esposas, para sus hijos! Ahora, al recordarlo se me caen las lágrimas; pero entonces no, ni ellos ni yo llorábamos. Dios nos daba tal serenidad y fortaleza, que los guardias y los de la F.A.I. que nos vigilaban y observaban, quedaban estupefactos.

Fui muchas veces el único que pude comunicar con los condenados después de dictada la sentencia. Fui casi siempre la última persona amiga que les abrazó antes de que partieran para la ejecución; cuando yo los dejaba, ya sólo verían a sus carceleros y verdugos; pues bien, doy mi palabra de sacerdote de que en aquella hora suprema de su vida, en aquellos momentos trascendentales de su existencia, conservaban más que nunca las virtudes de la raza: religiosidad profunda y sincera, patriotismo abnegado y heroico.

Tenían fe en Dios y en España, y esta fe que en aquellos momentos se manifestaba de manera admirable y sublime, les daba la fortaleza de los mártires. Los que antes parecían tibios en su religiosidad, se sentían entonces animados de un fervor extraordinario; con naturalidad, sin nerviosismo se les veía decididos a morir contentos por los dos grandes ideales: Dios y España.

Hechos los últimos encargos para sus familias, desaparecía toda preocupación de interés personal: ni egoísmo, ni rencor, ni odio, ni deseo de venganza; generosa magnanimidad para perdonar a todos sus enemigos, incluso a los que les habían insulta y a veces maltratado cobardemente; incluso a los jueces que les habían condenado.

Tenían la seguridad absoluta del triunfo de la España que ellos anhelaban y amaban y ofrecían generosamente sus vidas.

Los soldados nacionales, a las órdenes del Caudillo, han entrado triunfalmente en Barcelona; la ciudad ha sido liberada sin efusión de sangre; es que la sangre derramada entonces por Oficiales, Soldados, Requetés y Falangistas fue como semilla fecunda sembrada en las calles de la capital catalana y ahora se ha convertido en fruto magnífico: Barcelona Española».

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El presidente de la República, Manuel Azaña Díaz, en el año 1938 se trasladó con el Gobierno, primero a Valencia y luego a Barcelona, comenzó a pensar en la posibilidad de terminar con el cruel conflicto civil, manifestándose contrario a proseguir la guerra a cualquier coste, en contraste con lo que pensaba el entonces Presidente del Gobierno el doctor Juan Negrín.

 El 18 de julio de 1938, con motivo del segundo aniversario del inicio de la guerra, Azaña pronunció un discurso en el Salón de Cent del Ayuntamiento barcelonés, conocido como el de las “P” (Paz, Piedad y Perdón). Su intención básica era pedir el retorno a la concordia nacional bajo un contexto en el que la guerra estaba prácticamente perdida para la República, que contrastaba con el eslogan gubernamental de las tres “R” (Resistir, Resistir, Resistir).

 Pues bien, a los ocho días de hablar de piedad y perdón, Azaña reflejaba en sus Diarios, «que le habían refregado 58 muertos fusilados en Montjuich.»  

Manuscrito de la dimisión de Manuel Azaña (pinchar para ampliar)

 Para las alturas de 1938 era comprensible que Azaña pronunciara este discurso, ya que de hecho, el presidente de la Generalitat, Luis Companys, en conexión con Azaña, venía intentando un armisticio con Franco. La estrategia del Presidente de la República era clara: ya no se trataba de ganar una guerra, pues estaba perdida; era el momento de mirar hacia el porvenir solicitando de los vencedores “Paz, Piedad y Perdón”. La guerra, en efecto, terminaría pronto, el 1 de abril de 1939.

 Juan Negrín, por todos los medios, intentaba prolongarla hasta introducirla en el conflicto bélico europeo, que parecía inminente, como así fue, con la invasión de Polonia por los Ejércitos alemanes el 1 de septiembre de 1939, dando comienzo con este hecho la II Guerra Mundial.         

 Ya al comienzo de la guerra civil, los asesinatos indiscriminados en Madrid, en un espacio que se suponía bajo el control del gobierno, como era la cárcel Modelo de Madrid, angustiaron al presidente de la República Manuel Azaña que, algunas veces, pudo oír directamente los disparos de algunas ejecuciones desde las ventanas del Palacio Real de la capital de España. Por eso, cuando se cumplía un año desde el inicio de la contienda, dijo en un discurso: 

«Ninguna política se puede fundar en la decisión de exterminar al adversario».

 El 7 de febrero de 1939, huyó de Cataluña exiliándose en la embajada de París, y el 27 de febrero de 1939, desde Callonges-sous-Salève dimitió como Presidente de la República, mediante una carta que envió a Diego Martínez Barrio, Presidente de las Cortes de la República Española, en estos términos:

«Excelentísimo señor: 

Desde que el general jefe del Estado Mayor Central, director responsable de las operaciones militares, me hizo saber, delante del Presidente del Consejo de Ministros, que la guerra estaba perdida para la República, sin remedio alguno, y antes de que, a consecuencia de la derrota, el Gobierno aconsejara y organizara mi salida de España, he cumplido el deber de recomendar y proponer al Gobierno, en la persona de su jefe, el inmediato ajuste de una paz en condiciones humanitarias, para ahorrar a los defensores del régimen y al país entero nuevos y estériles sacrificios. Personalmente he trabajado en ese sentido cuanto mis limitados medios de acción permiten. Nada de positivo he logrado. El reconocimiento de un Gobierno legal en Burgos por parte de las potencias, singularmente Francia e Inglaterra, me priva de la representación jurídica internacional necesaria para hacerme oír de los Gobiernos extranjeros, con la autoridad oficial de mi cargo, lo que es no solamente un dictado de mi conciencia de español, sino el anhelo profundo de la inmensa mayoría de nuestro pueblo. Desaparecido el aparato político del Estado: Parlamento, representaciones superiores de los partidos, etcétera, carezco, dentro y fuera de España, de los órganos de consejo y de acción indispensables para la función presidencial de encauzar la actividad de gobierno en la forma que las circunstancias exigen con imperio. En condiciones tales, me es imposible conservar, ni siquiera nominalmente, ese cargo a que no renuncié el mismo día en que salí de España, porque esperaba ver aprovechado este lapso de tiempo en bien de la paz.

Pongo, pues, en manos de V.E., como Presidente de las Cortes, mi dimisión de Presidente de la República, a fin de que vuestra excelencia se digne darle la tramitación que sea procedente. Manuel Azaña.»

 Después  de unos días de descanso en Callonges-sous-Salève, se fue a París a negociar la publicación de sus Memorias y su librito La velada en Benicarló.

 “La Nouvelle Revue” se encargó de la publicación en francés de La velada, y, al mismo tiempo que traducían su obra teatral La corona, se preparaba la edición española de La velada en Buenos Aires. Azaña convino también en París la publicación de once artículos sobre el tema de la guerra civil.

 Con la declaración de guerra entre Francia y Alemania, Azaña y su esposa Dolores Rivas Cherif, tuvieron que salir hacia el sur, encontrando una casa en Arcachón frente al mar y rodeada de árboles.

 A comienzos de febrero de 1940, Azaña experimentó dolores en la parte alta del pecho, cerca de la garganta, y una fatiga que iba en aumento. Los médicos le diagnosticaron la enfermedad que padecía de años atrás del corazón. Le vino a sumarse una afección renal y una pleuresía.

 En Pyla-sur-Mer, Manuel Azaña recibió la visita de Juan Negrín, dos hombres de género áspero que se habían enfrentado acremente y que se habían separado como enemigos, pero al conocer Negrín el mal que tenía Azaña, le ofreció llevárselo a Inglaterra en un barquito que estaba fondeado en Burdeos. Azaña rehusó, manifestando que con Negrín no iría a ninguna parte y menos a Inglaterra.

 A los pocos días, el comisario le hizo saber a Azaña que se encontraba en zona alemana, y que el prefecto le autorizaba para que se fuese a Montauban, donde falleció el 4 de noviembre de 1940.

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© Generalísimo Francisco Franco. Noviembre 2.003 - 2.006. - España -

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