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Actualizada: 25 de Abril de 2012.    

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 Lo que nos dice Mohamed Merah desde el Más Allá


   Por Pablo Gasco de la Rocha.


El amor a la patria no es respetar el conjunto de reglas, leyes y normas que regulan el orden político, y aseguran la convivencia de los distintos individuos en paz merced a un acuerdo de voluntad que traduce un pacto de simple utilidad práctica. Eso es la nación política de la que deriva el "patriotismo constitucional". La Patria no se reduce a su nivel de bienestar material o a sus posibilidades económicas. Ni es sólo sus monumentos, por grandiosos que sean, ni su gastronomía o sus éxitos deportivos. La Patria es la memoria ancestral de un destino único en cuanto diferente al de las demás, que tuvo su origen y su razón de ser, y que tiene su proyección de destino hacia lo universal. La Patria es el recuerdo ancestral a una memoria siempre presente. A nuestros antepasados, a nuestras raíces, a lo que somos y nos constituye, a lo que no son los demás. Por eso la Patria es más que la nación política, es lo inexplicable, que no obstante se explica y se siente como propio. El alma, la memoria y la sangre de quienes nacieron y murieron en ella, y de quienes provenimos porque nos conformaron como lo que somos.

Criado en un barrio humilde, en realidad un gueto tomado por la inmigración árabe de los años 70-80, y en el seno de una familia desestructurada de cinco hermanos, sus padres se separaron y los hijos quedaron al cuidado de la madre, que sin recursos suficiente empezaron a vivir del Auxilio Social como les ocurre a millones de inmigrantes en toda Europa. Mohamed Merah comenzó pronto a frecuentar malas compañías y a cometer robos, y otros delitos como les ocurre a tantos jóvenes de su condición étnica y social, y hasta estuvo en la cárcel. Redimida su pena y  decidido a cambiar de vida, con 21 años se presentó en las oficinas de la Legión Extranjera en Toulouse, pero fue rechazado por sus numerosos antecedentes penales.

Resentido con el país donde había nacido, que a su juicio no le quería, y le discriminaba por su procedencia, color de piel y religión, en 2010 emprendió un viaje a Afganistán y Pakistán porque quería hacer algo contra Francia. A su regreso ya no era el mismo joven gamberro, comenzó a trabajar en un taller mecánico, al tiempo que se cambió de barrio, en esta ocasión a uno de clase media, para cuyos vecinos era "un chico serio, agradable, gentil y muy educado" y para nada hacía ver que fuera un seguidor radical del Islam, salvo durante el mes del Ramadán. Pero a sus 23 años tenía una misión que cumplir.

Hasta aquí la biografía, la corta biografía de este joven que fue Mohamed Merah, un producto y consecuencia fatal de las propias contradicciones que ha creado el mundialismo, hacer que Europa abra sus puertas de par en par a una inmigración sin control y a la deriva, que ni puede asumir ni controlar su capacidad de respuesta.

Y es que Mohamed Merah, como tantos millones de inmigrantes, nacidos o no en Europa, era un extranjero. Más concretamente, un joven sin patria. Un individuo que ni estaba ni se relacionaba plenamente en el país donde circunstancialmente había nacido y vivía, y con el que sólo tenía un pacto de utilidad. Por eso el joven Mohamed, como les ocurre a muchos hijos de inmigrantes nacidos en Europa, no percibía a Francia como a su patria, el lugar de sus ancestros, el medio de entender el mundo. De ahí que muchas veces su rebeldía fuera una forma de discrepar de un mundo que no era el suyo, el instrumento de exploración que le acercaba a las cuestiones fundamentales de su ser.

Biografía que nos obliga a que nos hagamos muchas preguntas y alguna reflexión. Preguntas y reflexión porque la primera sensación que se tiene en los países europeos es que los extranjeros constituyen ya un peligro para la propia supervivencia de los nacionales, que se traduce en un rechazó visible que naturalmente ellos sienten y perciben, pese a las leyes antirracismo que tratan de controlar el sentimiento patriótico. Un sentimiento de rechazo que es recíproco, y que a ellos les hace adoptar una actitud de repliegue y auto-afirmación de sus propios valores, apenas estudiados y en contradicción con el mundo en el que viven.

Así, la primera sensación que se tiene al recorrer las calles de nuestros países europeos es la de contemplar un mundo fragmentado, cual puzle en el que las piezas no terminan de encajar. De esta forma el conjunto es un sin fin de razas, credos, culturas y procedencias; un laberinto de especies al que se ha llegado y que prolonga la imagen de un relato racial que no se relaciona. Ni siquiera semejante crisol puede ser visto como un conjunto de paisajes, pues este contexto se explica ya como pugna, división y enfrentamiento. Y es que se ha dictado una representación fabulada. Una representación de la que sólo falta saber si terminará en drama, comedia o tragedia.

De esta forma los extranjeros son seres extraños, exiliados de sus patrias, signos sin significante en el nuestro. Por eso la inmigración sólo revela un espacio de silencio, de vacío, de ausencia de ese puente que une al hombre son su patria. Porque si descuidamos nuestras raíces, lo que somos y nos configura, perdemos la capacidad de asimilar el mundo. Justo lo que le ha ocurrido al joven Mohamed Merah, a quien, pese a lo que hizo, deseo un eterno descanso en el Más Allá.

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