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Carmen Polo de Franco


L. Carrero Blanco


José Calvo Sotelo


F. Vizcaíno Casas



Lo que escribieron y dijeron aquel 20 de noviembre de 1.975.

Eduardo Palomar Baró.
  24 de noviembre de 1.975.

Luto en el balcón de España. Impresionante despedida al féretro de Franco en la Plaza de Oriente


Juan Segura Palomares. “EL NOTICIERO UNIVERSAL”. Lunes, 24 noviembre 1975.


Madrid ha sido durante tres días y tres noches un inmenso templo abierto, en el que toda España ha llorado por la muerte de Franco y ha rezado por el eterno descanso de su alma. Ni siquiera durante las horas en que el luto oficial fue dejado en suspenso para dar paso al histórico acto de la proclamación del Rey, cesaron las impresionantes colas para llegar hasta el féretro del Caudillo desaparecido.

Como destacó certeramente un periódico, el centro de la capital ha estado permanentemente lleno y vacío el resto, porque no es exagerado decir que las gentes han permanecido en casa, frente al televisor, saliendo solamente para hacer acto de presencia física en el inolvidable adiós colectivo a Franco, o expresar su jubilosa esperanza en el sucesor.

Por ello nada tiene de extraño que la plaza de Oriente, tantas veces meridiano del país, apareciese llena de público desde las primeras horas del domingo. Así, más de una hora antes de la indicada, a pesar del helor que todavía no había sido vencido por el sol otoñal, el gentío ya era enorme en la plaza, y a lo largo de todo el itinerario previsto: Bailén, España, Rosales y Moncloa, en cuyo lugar, al pie del arco de triunfo dedicado a Franco, debía despedir Madrid el duelo, antes de que el cortejo fúnebre siguiera hacia Santa María de Cuelgamuros en el Valle de los Caídos.

Miles de colgaduras con los colores nacionales y crespones negros, banderas a media asta, hombres, mujeres y niños, repicando el suelo para sacudirse el frío de los pies, mientras los soldados y oficiales que cubrían la carrera aguantaban con marcial firmeza.

El Palacio de Oriente ofrecía un aspecto imponente. Todos los balcones lucían colgaduras con los escudos de cada una de las provincias españolas –el de Barcelona en la última ventana de la derecha, mirando desde la estatua ecuestre de Felipe IV- y en el balcón central, silencioso, cerrado, tres grandes tapices: uno con el guión del Caudillo y dos que le flanqueaban con el Víctor, todos ellos con grandes lazos negros. Había luto en el balcón de España. Cuántas cosas sugería la balaustrada vacía, en la que, inconscientemente, confluían todas las miradas. Con aquellos postigos se cerraba casi medio siglo de historia de España que, como diría después en su homilía el cardenal primado, no es ni tan extraña como quieren hacernos creer, ni tan simple como otros pretenden.

Debajo, un gran cortinaje de terciopelo negro cubría la puerta principal, delante de la cual estaba el túmulo sobre el cual debía colocarse el féretro. A la derecha, un dosel rojo con los reclinatorios para SS.MM. y a la izquierda, por primera vez, un solo reclinatorio para doña Carmen Polo de Franco. A uno y otro costado, espacios reservados para las distintas representaciones que iban acudiendo.

Magnífica parada militar

La calzada de la calle Bailén se había dejado libre. Frente al catafalco y tribunas formaba un batallón de la Guardia de Palacio, de gran gala, con uniforme azul, correajes blancos y casco de acero. A continuación, en dirección al viaducto, lo hacían tropas de los ejércitos de Tierra, Mar y Aire, que rendirían el último homenaje a su Generalísimo, al hombre que supo conducirlas a la victoria cuando la guerra fue inevitable, y que las reforzó manteniéndolas en la paz, cuando el mundo se encendía en el más trágico de los enfrentamientos. Era el ejército de Franco, el ejército de España, herencia de responsabilidad que recibe el Rey.

Siempre le bastó con el pueblo

Cientos de periodistas, fotógrafos y cámaras de cine y televisión de toda España y de los más diversos países, formaban un apretado bloque, distribuido en diversas baterías estratégicas. Cabe destacar la matemática, rígida y perfecta organización del acto.

A las 9:30 llegó el presidente Arias, recogiendo muestras de afecto del público, que ya era una masa compacta. El Consejo del Reino, las Cortes, los jefes de Estado extranjeros, rey Hussein de Jordania, general Pinochet de Chile y Raniero de Mónaco, el presidente de la Orden de Malta, el vicepresidente de los Estados Unidos, el hermano del sha del Irán, el del ex rey de Arabia Saudita, la esposa del presidente de Filipinas y demás representaciones extranjeras, así como las personalidades españolas invitadas al acto, se hallaban ya en sus lugares, al igual que el cardenal Tarancón, demás cardenales y obispos. En el silencio respetuoso, sobresalía el colorido de uniformes y vestidos talares, de tapices y banderas con el contrapunto del severo negro de los lutos.

Las lágrimas de la viuda

A las 9:40 horas, apareció doña Carmen Polo de Franco, ocupando su sitial. Detrás, los marqueses de Villaverde, los duques de Cádiz, la familia. El público, al apercibirse de la presencia de la viuda del Caudillo, prorrumpió en un clamor, que estremecía el alma: ¡Franco! ¡Franco! ¡Franco!...

La egregia dama, digna en su luto y dolor, trató de mantenerse serena, pero el pueblo seguía gritando: ¡Franco! ¡Franco! ¡Franco!, y tuvo que levantarse el velo para llevarse el pañuelo a los ojos. Eran las suyas, las lágrimas de la mayoría de los españoles.

Llegan los Reyes

Casi coincidiendo con la llegada de doña Carmen, hicieron su aparición los lanceros a caballo que indicaban la presencia de los Reyes de España. Los acordes del Himno Nacional, se confundieron con el nombre del Caudillo muerto, que seguía en las gargantas de los miles de hombres, mujeres y niños –una vez más es de justicia señalar la presencia masiva de jóvenes de ambos sexos- y con los vivas a los monarcas. Momentos de gran emoción.

Don Juan Carlos I pasó lentamente revista al batallón de la Guardia de Palacio que rendía honores. Después, pausadamente, sereno, con visible emoción en el rostro, subió al estrado junto con la reina. Ambos se acercaron a saludar a doña Carmen, que se inclinó, haciendo una genuflexión ante el Rey que le besó la mano. Doña Sofía le besó en la mejilla. En ese momento estalló de nuevo el fervor popular, entremezclándose los nombres de Franco y de su sucesor, el Rey.

Un instante inolvidable 

A las 9:53 horas el cornetín rasgó el aire con un toque de atención general. Las tropas presentaron armas y fue imposible escuchar las notas del Himno Nacional. Como movidas por un resorte todas las gargantas prorrumpieron en un continuado, denso y entrañable clamor: ¡Franco! ¡Franco! ¡Franco!...

Creo que ha sido el instante más impresionante que he vivido. Por la puerta principal de Palacio asomó el féretro del Caudillo, cubierto con la bandera española, portado a hombros por miembros de su guardia personal. Millares de pañuelos tremolaron agitándose sobre las cabezas de la muchedumbre, mientras el Rey saludaba militarmente y las fuerzas presentaban armas. Por años que viva me parece que difícilmente podré olvidar la imagen del féretro recortándose sobre el fondo negro de la gran puerta de Palacio, mientras el gentío, consciente de que aquella era la última salida de Franco, desbordaba sus sentimientos. Al filo de ese instante, daba un giro la historia de España. Y yo estaba allí, para ser notario en nombre de mis lectores.

La homilía de don Marcelo

Depositado el féretro en el centro del estrado, se instaló el altar, en el cual ofició la santa misa el cardenal primado de España, don Marcelo González. El primado pronunció una sentida homilía cuyo texto íntegro ofrecemos en estas mismas páginas.

El inmenso gentío escuchó, con un silencio absoluto, la homilía. Las palabras del primado de España, inundaban de serenidad, de amor y de reconciliación la mañana. Eran, ni más ni menos, que la síntesis de todos los corazones presentes y de los millones que latían al mismo ritmo en todos los rincones de España. Inevitablemente en aquel momento tuve la evidencia de que, en adelante todo ha de ser igual, pero a la vez, diferente. Esta es la hermosa tarea que tenemos ante nosotros los españoles, con el Rey al frente.

El penúltimo párrafo

Terminada la santa misa, entre el incesante clamoreo de la gente, que cantaba el “Cara al sol” y lo repetía una y otra vez, el féretro fue trasladado al armón (un camión todo terreno, Pegaso 30/40). Una vez instalado, la banda militar interpretó el toque de oración. De verdad que sobrecogía escuchar aquellas notas, bajo el cielo azul de la limpia mañana. Oración por el mejor soldado muerto.

Después desfilaron ante el féretro representaciones de los tres ejércitos. Al paso marcial de los soldados el Rey permanecía firmes, detrás del armón. Sin duda sentía la emoción y la responsabilidad de aquella herencia que Franco le había dejado con la responsabilidad de toda la nación. Un ejército hecho día a día, con sacrificio de sus propias exigencias para atender a otros capítulos de la vida española. Un ejército que es pueblo como nunca en la historia lo fue.

Terminado el desfile, aparecieron los lanceros a caballo. Uno llevando el guión del Generalísimo, que fue a situarse detrás, a la derecha del armón; otro llevando el de S.M. el Rey, que se situó idénticamente detrás del coche descubierto en el que, en pie, en postura de firmes, con el rostro serio, don Juan Carlos I, presidía el duelo.

En atención a los más de cincuenta mil ex combatientes, militantes del Movimiento, y gentes de toda condición que estaban desde primeras horas de la mañana aguardando en el Valle de los Caídos, a una temperatura glacial. Los ex combatientes de Barcelona habían sido citados a las seis de la mañana, en el kilómetro 21 de la carretera de Madrid a Guadalajara, para desde allí reunidos los que ya estaban en la capital y los que llegaban en autocares desde el Mediterráneo, marchar juntos, se decidió, a propuesta del presidente del Gobierno y con autorización del Rey, sustituir el cortejo fúnebre a pie, según tradición, por un cortejo motorizado, con el fin de ganar tiempo y llegar cuanto antes a Cuelgamuros.

La caravana se puso en marcha, y calle Bailén abajo, se fue extendiendo el clamor: ¡Franco! ¡Franco! ¡Franco!... Era el último adiós de Madrid, en nombre de todos los pueblos españoles a quien durante casi cuarenta años -¡cuántas generaciones surgidas en estas décadas!- convivió horas amargas, emotivas y felices, asumiendo todas las responsabilidades individuales y colectivas. Aquel ¡Franco lo arreglará! Entre cómodo y confiado, es ya irrepetible.

En la plaza de la Moncloa, atestada de público bajo el arco de la Victoria, se despidió el duelo. A lo lejos, por entre las frondas de la Ciudad Universitaria, se perdió el cortejo.

Mientras las lanzas de la escolta se iban convirtiendo en minúsculos puntitos de luz en el horizonte, mirando el arco de Triunfo, se oía la llamada del futuro.

Madrid acababa de escribir el penúltimo párrafo de la historia de casi medio siglo español. El último lo escribirían en Cuelgamuros, hombres llegados de todos los confines de España, los antiguos soldados de Franco y los hijos de aquellos y de otros que tal vez estuvieron en frente, pero que juntos son el mañana, ese que acabamos de estrenar. Franco ha muerto. Pero su obra se hace fecunda en el grito que ya inunda el país: ¡Viva el Rey!


  Homilía del Primado de España.


Durante los funerales celebrados en la Plaza de Oriente por el alma del fallecido Jefe del Estado, el cardenal primado de España, don Marcelo González Martín, pronunció la siguiente homilía:

“Hoy celebra la Iglesia la solemnidad de Jesucristo, Rey del Universo. Rey de la vida y de la muerte. De la vida porque Él, como de Dios, la hemos recibido. De la muerte, porque con su resurrección la ha vencido en su cuerpo glorioso, y ha asegurado la misma victoria a los que creen en Él. “Yo soy la resurrección y la vida, quien cree en mí, aunque haya muerto, vivirá, y todo aquel que vive y cree en mi no morirá para siempre”.

Dejad que estas palabras crucen los cielos de la Plaza de Oriente y lleguen al corazón entristecido de los españoles. Trasmitídselas, y vosotros mismos, los que con el más vivo dolor podéis repetirlas porque creéis en Jesucristo, y por lo mismo, podéis demostrar que vuestra esperanza es al menos tan grande como vuestro dolor.

Vosotros, excelentísima señora y familiares de Francisco Franco, Reyes de España, Gobierno e instituciones de la nación. Su eco os será devuelto inmediatamente por un pueblo inmenso cuyo rumor se extiende sobre todas las tierras de España.

Estamos celebrando el Santo Sacrificio de la Misa y elevamos nuestras plegarias a Dios por el alma del que hasta ahora ha sido nuestro Jefe de Estado. He ahí sus restos, ya sin otra grandeza que la del recuerdo que aún puede ofrecernos de la persona a quien pertenecieron mientras vivió en este mundo. Frente a ellos nuestra fe nos habla, no del destino inmediato que les espera al ser depositados en un sepulcro, sino de la eternidad del misterio de Dios Salvador en que su alma será acogida, como lo será también ese mismo cuerpo en el día de la resurrección final. ¡Oh cristianos, niños y adultos, mujeres y hombres creyentes, hermanos míos en la fe de Jesucristo! Que vuestro espíritu responda en este momento a las convicciones que nacen de nuestra conciencia religiosa. Ante ese cadáver han desfilado tantos que necesariamente han tenido que ser pocos, en comparación con los muchos más que hubieran querido poder hacerlo, para dar testimonio de su amor al padre de la Patria, que con tan perseverante desvelo se entregó a su servicio.

Presentaremos a la adoración de todos ellos la Hostia Santa y pura de la Eucaristía, nos sentiremos incorporados a la oblación del Señor con la nuestra, podremos ceder, en beneficio de aquel a quien amábamos, los méritos que por nuestra participación pudiera correspondernos, y juntos rezaremos el Padrenuestro de la reconciliación y la obediencia amorosa a la voluntad de Dios, que está en los Cielos.

La espada de Franco

Ese hombre llevó una espada que le fue ofrecida en 1926 y un día entregó al cardenal Gomá, en el templo de Santa Bárbara de Madrid, para que la depositara en la catedral de Toledo, donde ahora se guarda. Desde hoy sólo tendrá sobre su tumba la compañía de la Cruz. En esos dos símbolos se encierra medio siglo de la historia de nuestra Patria, que ni es tan extraña como algunos quieren decirnos, ni tan simple como quieren señalar otros. Ojalá esa espada –él mismo lo dijo- no hubiera sido nunca necesaria; ojalá esa Cruz hubiera sido siempre dulce cobijo y estímulo apremiante para la justicia y el amor entre los españoles.

En este momento en que hablan las lágrimas y brotan incontenibles las esperanzas y los anhelos de toda España, el patriotismo como virtud religiosa, no como exaltación apasionada, pide de nosotros que levantemos nuestra mirada precisamente hacia la Cruz bendita para renovar ante ella propósitos individuales y colectivos que nos ayuden a vivir en la verdad, la justicia, el amor y la paz, exigencias del Reino de Cristo en el mundo.

Brille la luz del agradecimiento por el inmenso legado de realidades positivas que nos deja ese hombre excepcional. Gratitud que está expresando el pueblo y que le debemos todos, la sociedad civil y la Iglesia, la juventud y los adultos, la justicia social y la cultura extendida a todos los sectores. Recordar y agradecer no será nunca inmovilismo rechazable, sino fidelidad estimulante, sencillamente porque las patrias no se hacen en un día, y todo cuanto mañana pueda ser perfeccionado encontrará las raíces de su desarrollo en lo que se ha estado haciendo ayer y hoy, en medio de tantas dificultades.

La ilusión creadora de paz

Con la gratitud por lo que hizo, y siguiendo el ejemplo que nos dio, es necesaria, mirando al futuro, no sólo la esperanza, irrenunciable en cualquier hipótesis mientras que el hombre es hombre, sino algo más, la ilusión creadora de paz y de progreso, que es una actitud menos conformista y más difícil, porque obliga a conciliar a todos los esfuerzos de la imaginación bien orientada con la bondad de corazón y la buena voluntad. Ardua tarea a la que hemos de entregarnos a través de las pequeñas cosas de cada día y con las decisiones importantes de la vida pública, para que la libertad sea eficiente y ordenada, el pluralismo nos enriquezca en lugar de disgregarnos, la comprensión facilite el análisis necesario de las situaciones, y toda la nación, jamás esclava de las ideologías que por su naturaleza tienden a destruirla, avance hacia una integración más serena de sus hijos, unidos en un abrazo como el que él ha querido darnos a todos a la hora de morir, invocando en la conciencia los nombres de Dios y de España.

Mas, ¡qué fácil es proclamar principios y manifestar deseos cuando no se tienen las responsabilidades que atan o abren las manos! Por eso, en este momento, todavía lleno de aflicción, pero ya abierto hacia los nuevos rumbos que se dibujan en el horizonte, incapaz yo de dar consejos y temeroso de que también los hombres de la Iglesia podemos excedernos, con nuestra mejor voluntad, me detengo con respeto ante vosotros, hijos de España, y apelo a vuestra conciencia de ciudadanos rectos, o a vuestra fe religiosa en los que la profesan, para que no os canséis nunca de ser sembradores de paz y de concordia al servicio de un orden justo. Dentro del cual, y sin tratar de imponer a nadie convicciones que pueda no compartir, habéis de permitir, a quien habla como obispo de la Iglesia, que afirme su fe en que siempre hay una voz que puede ser escuchada;  la voz de Dios, que en la vida y en la muerte nos llama sin cesar al perdón, al amor, a la justicia, y a las realizaciones prácticas con que esas actitudes tienen que manifestarse en la vida social de los pueblos. Estoy hablando de Dios porque creo muy poco en la eficacia duradera de los simples humanismos sociales. Jamás han existido tantos, y jamás han aparecido tantas incertidumbres en las conciencias de los hombres que se llaman libres.

Un pueblo que espera

Ese pueblo que sufre es también un pueblo que espera y sabe amar. Todos, desde el más alto al más bajo, en esta hora solemne en que se escriben capítulos tan importantes de nuestra historia, tenemos gravísimos deberes que cumplir; a todos se nos dice que si el grano de trigo no muere y se hunde en la tierra, queda infecundo. La civilización cristiana, a la que quiso servir Francisco Franco, y sin la cual la libertad es una quimera, nos habla de la necesidad de Dios en nuestras vidas. Sin Él  y sus leyes divinas, el hombre muere, ahogado por un materialismo que envilece.

Para vos, Majestad, que al día siguiente de ser proclamado Rey os toca presidir las exequias del hombre singular que os llamó a su lado cuando erais niño, pido al Señor que os dé sabiduría para ser Rey de todos los españoles, como tan noblemente habéis afirmado, y que el combate por la justicia y la paz dentro del sentido cristiano de la vida no cese nunca. Y pido, para el que os llamó, que el mismo Dios le acoja benigno en su misericordia infinita, tal como humildemente se lo suplicó cuando le llegaba la muerte.

Y que la Patria perdone también a sus hijos, a todos cuantos lo merezcan. Será el primer fruto de un amor que comienza, y el postrero de una vida que acaba de extinguirse. “Requiem aeternam dona ei, Domine, et lux perpetua luceat ei”.


  Franco fue enterrado en olor de multitudes. 70.000 personas se reunieron en el Valle de los Caídos. Se calcula en 300.000 las personas que han desfilado por la capilla ardiente.


José Antonio Flaquer. “EL NOTICIERO UNIVERSAL”. Lunes, 24 de noviembre 1975.


Alrededor de trescientas mil personas desfilaron durante el viernes y el sábado por la capilla ardiente en la que se encontraban los restos mortales de Francisco Franco. Llegar hasta ella costó horas, muchísimas horas de tremenda y fatigosa espera. Algunos invirtieron hasta quince. Pero dio lo mismo. Y conste que muchísimos no pudieron, por falta material de tiempo, dar su último y apretado adiós a Franco. Al final, por deseo expreso de su familia, y para ganar tiempo al tiempo, la capilla se trasladó –el sábado a última hora- desde el Salón de Columnas del Palacio –donde se encontraba desde las ocho de la mañana del viernes- a la puerta principal de la plaza de la Armería. A pesar de todo, infinidad de españoles se quedaron con las ganas.

 


En el Valle de los Caídos


A la 1,20 de la tarde de ayer llegó al Valle de los Caídos el cortejo fúnebre procedente de la plaza de Oriente. En la explanada lo recibió el abad mitrado de la comunidad benedictina. La explanada, y los lugares circundantes que ofrecían un aspecto impresionante, estaban ocupados por unas setenta mil personas enfervorizadas que habían llegado a ella de Madrid y de infinidad de puntos de España. Se advirtió repetidamente que los automovilistas que no tuviesen previa autorización no acudiesen al Valle. El orden fue total y absoluto. No así la emoción, que se desbordó a menudo. Abundaban las camisas azules. El público cantó diversas canciones e himnos patrióticos, entre ellos el “Cara al sol”, el “Oriamendi” y el Himno de la Legión. El féretro de Francisco Franco fue llevado hasta la misma puerta de la basílica por sus familiares más allegados. Detrás –visiblemente conmovido- avanzaba el Rey. En la puerta de la basílica se firmó el documento de entrega del cuerpo del Generalísimo al abad y a la orden benedictina. Seguidamente las personalidades asistentes ocuparon sus sitios en el interior.

Desde la puerta hasta el altar portaron el féretro miembros de la Guardia de S.E. El féretro fue colocado ante el altar mayor. A la izquierdas de éste se situó el Rey de España. A la derecha, la familia de Franco y sus Casas Militar y Civil. En el cruce de la nave, a la izquierda, la totalidad del Gobierno. Detrás, el Consejo del Reino, e inmediatamente después, las demás autoridades. A la derecha, los jefes de las misiones especiales desplazadas a Madrid para la ceremonia, cuerpo diplomático y acompañamiento. En el centro, los arzobispos y los obispos. Durante el acto, la escolanía de la basílica entonó diversos cantos.

 


La ceremonia religiosa


A las dos menos cinco de la tarde, se inició la admonición, seguida de un responso solemne llamado “libera me domine”, cantado en gregoriano y latín por la escolanía de la basílica.

El abad y otros oficiantes, bendijeron el túmulo donde se hallaba el féretro; primero, con el hisopo de agua bendita, y después con el incensario. Inmediatamente después, el abad mitrado inició la oración del responso en castellano.

A las dos, comenzó la “procesión del entierro”. Inmediatamente detrás de la cruz, acompañada del incensario y de dos filas de religiosos benedictinos, el féretro fue levantado del túmulo y llevado a hombros, con paso solemne, por miembros del regimiento de la guardia, hacia el lugar donde recibirían sepultura los restos de Francisco Franco.

Al pasar delante de Su Majestad el Rey, con gesto grave, inclinó la cabeza, permaneciendo en esta postura, y siempre en posición militar de firmes, hasta que el féretro había pasado.

Un minuto más tarde, el féretro quedó depositado ante un nuevo túmulo, que tenía en su cabecera la Corona Real, a la derecha las insignias de Capitán General, y a la izquierda el yugo y las flechas, ya inmediatamente delante del lugar de enterramiento, es decir, detrás del altar mayor.

Allí el ministro de Justicia y notario mayor del Reino, señor Sánchez Ventura, tomó juramento a los jefes de las Casas Militar y Civil de S.E., con estas palabras: 

“Excelentísimos señores don Ernesto Sánchez Galiano Fernández, don José Ramón Gavilán y Ponce de León y don Fernando Fuertes de Villavicencio, ¿juráis que el cuerpo que contiene la presente caja es el de S.E. el Jefe del Estado y Generalísimo de los Ejércitos, don Francisco Franco Bahamonde, el mismo que os fue entregado para su custodia en el Real Palacio de Oriente de Madrid a las seis horas y treinta minutos del pasado día 21?”. 

Los tres fueron contestando sucesivamente de este modo: 

“Sí, lo es. Lo juro”.

El Jefe de la Casa Militar de S.E., señor Sánchez Galiano, tras pronunciar su juramento, no pudo evitar el sollozo y las lágrimas acudieron a sus ojos, tapándose el rostro con las manos. En cierto momento, sufrió un desmayo una de las nietas del Caudillo, Mariola, a la que hubo que sentar en un lateral y prestarle cuidados.


La tumba


Mientras fuera sonaban las salvas de ordenanza, el Abad rezó un responso. Y a las 2:11 de la tarde de ayer fue enterrado Francisco Franco. La sepultura no puede ser más sencilla y modesta. La cubre una simple lápida. Una piedra de granito, gemela a la de José Antonio y labrada, al parecer, en la misma época que ésta. En ella se ha grabado una cruz y un nombre: “Francisco Franco”.

La tumba en que ha sido inhumado el general Franco tiene dos metros y catorce centímetros de longitud, un metro veinte de profundidad y un metro y cuatro centímetros de ancho. Toda ella es de piedra granítica, revestida de plomo.  

Los cuatro escudos grabados en su interior son de latón y corresponden al de España, guión del Caudillo, el yugo y las flechas con tres luceros (insignias de Jefe Nacional del Movimiento) y de capitán general.

La losa tiene un grosor de ocho centímetros y el paño que cubría la tumba antes de colocar el cadáver en ella, pertenece al Patrimonio Nacional. Fue confeccionada en el siglo XVIII, es toda ella negra y bordeada en oro y se guarda en el monasterio de las Descalzas Reales.

Eran las dos y cuarto cuando la losa, de 1.500 kilos de peso en la que únicamente figura una cruz grabada y el nombre de “Francisco Franco”, cubría el sepulcro.

El abad del monasterio leyó las preces. Mientras, el Rey permanecía en posición de firmes, con los ojos llenos de lágrimas, lo mismo que los miembros de la familia y demás personas asistentes.

El final de la ceremonia dio comienzo a las dos y dieciocho minutos de la tarde, con el rezo del Padrenuestro, mientras el oficio concluía con las palabras e invocación de: “Dale, Señor, el descanso eterno”. La escolanía, en canto gregoriano y en latín, interpretó en ese momento la antífona: “Yo soy la resurrección y la vida”.

A las dos y veinte, el Rey, colocado delante de la lápida, rindió su último homenaje a Franco inclinando la cabeza mientras oraba por espacio de unos segundos.

A continuación, la lápida fue asegurada y soldada, mientras que el Rey, la familia del Generalísimo y demás autoridades comenzaron a retirarse hacia la salida de la basílica. Su Majestad lo hizo por el pasillo central, recibiendo el saludo de todos los presentes. Mientras, la familia lo hacía por uno de los pasillos laterales, siendo objeto del pésame de multitud de personalidades que se hallaban en aquella zona. Había terminado la solemne ceremonia y se iniciaba una nueva etapa en la historia de España.


A través de los periódicos que se publicaron en aquel 20 de noviembre de 1975 y días siguientes, hemos trascrito las noticias, comentarios y manifestaciones que se publicaron en aquellas tristes efemérides. El historiador Ricardo de la Cierva, en la última entrevista que mantuvo con Franco en 1973, le pronosticó: “Cuando V.E. nos deje se suscitará contra su figura histórica una marea negra inevitable”. Esa “marea negra” no se produjo durante los primeros años que siguieron a su muerte. Las dos fechas claves, a partir de las cuales se empezaron a desatar furibundos ataques contra Franco y su régimen, fueron el 23 de febrero de 1981, con el golpe militar, y el 29 de octubre de 1982, cuando el PSOE ganó las elecciones y subió al poder. La “marea negra” contra la figura de Franco inició su ascenso y ahora, a los 30 años de su fallecimiento, se ha transformado en una violenta, feroz e implacable riada, organizada inmisericordemente por los socialistas y su gobierno, con su presidente por accidente, Rodríguez Zapatero al frente, los separatistas, comunistas, anarquistas, los llamados benévolamente republicanos, o sea rojos, los independentistas, los talibanes iconoclastas, los de la ‘memoria’ (desmemoriados) y en general por los ‘demócratas de toda la vida’...


 

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