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Actualizada: 16 de Julio de 2.009.  

 
 
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 Alzamiento o Cruzada.

Por Luis Suárez, en Razón Española, número 104.




El golpe de Estado de 1936, dirigido por Mola, que reconocía la suprema jefatura de Sanjurjo, no consiguió los objetivos propuestos, como ya Franco sospechara en conversación con algunos de los suyos, aunque tampoco fracasó. España quedó dividida en dos partes desiguales, la mayor en obediencia al Frente Popular y la menor sometida a mandos militares entre los que, muerto accidentalmente Sanjurjo, se produjo una especie de división: Mola en el norte, Queipo de Llano en Andalucía, Franco en Africa y Canarias. Los dos primeros eran confesadamente republicanos mientras que Franco era monárquico. Al fracasar la sublevación en Madrid, lo mismo que en las principales ciudades, y continuar funcionando un Gobierno de la República, aunque cambiando sus miembros sin que en ello intervinieran las Cortes, se hizo preciso para los militares establecer un organismo que sustituyera la jefatura de Sanjurjo y ejerciera la legalidad. En la zona republicana, que sus protagonistas preferían entonces llamar «roja», cesó toda vida religiosa, mientras que en la que a sí misma comenzó a llamarse «nacional» se produjo una exaltación de la religiosidad: todos los actos se revestían de este carácter. Sin embargo, la Junta de Defensa que los militares crearon estaba presidida por Miguel Cabanellas, que había sido masón. El Partido Nacionalista Vasco, que se presentaba a sí mismo como católico, se dividió en dos: la parte mayoritaria, residente en Vizcaya y Guipúzcoa, declaró que se colocaba al lado de la «ciudadanía» contra el «fascismo» y de la República contra la Monarquía; la minoritaria, en Alava y Navarra, publicó un comunicado (19 de julio) sobre su «ferviente catolicismo» y contra el Frente Popular.

El Alzamiento militar, que se justificaba a sí mismo como lucha contra el socialismo y el comunismo, no se planteó de inmediato la cuestión de la forma de Estado, pero sí, en cambio, la de la religión. Todos los combatientes en sus filas alardeaban de catolicismo. Las noticias que llegaban de la otra zona y de la persecución implacable afirmaron ese hecho religioso proyectándolo al primer plano. Los tradicionalistas lanzaron la consigna de que luchaban por Dios y por España, que todos los demás aceptaron. El cardenal primado, Isidoro Gomá, que carecía de noticias previas acerca del Alzamiento, salvó su vida por coincidir aquellas fechas con sus vacaciones estivales en Tarazona. El clero de su diócesis fue uno de los más terriblemente castigados. Se trasladó a Pamplona, cuyo obispo, Marcelino Olaechea, se convirtió en su principal mentor. A ellos se sumó también en esta primera etapa el de Vitoria, Mateo Múgica, cuya diócesis abarcaba las tres provincias vascongadas.

Fue Olaechea el primero en definir la situación con estas palabras: «No es una guerra la que se esta librando sino una cruzada» (1). También los rojos recurrían al término «cruzada» contra el fascismo. Los tres prelados aceptaron la Junta de Defensa sin hacer declaración expresa. Franco admitió también su legitimidad y fue incorporado a ella como uno de sus miembros, algunas semanas después de haberse constituido. Aunque Portugal, Italia y Alemania mostraron simpatía por el Alzamiento, la Junta no recibió reconocimiento diplomático alguno. Tampoco por parte de la Santa Sede. El Frente Popular, tras su victoria en las elecciones, había designado embajador en el Vaticano a Luis de Zulueta que, aunque afín a sus doctrinas políticas, era considerado condescendiente y hábil para mantener relaciones. Sin embargo, en la presentación de credenciales, el 9 de mayo de 1936, Pío XI se había referido en términos muy duros a «las tribulaciones de la Iglesia en España y no por culpa nuestra». Eugenio Pacelli, Secretario de Estado, en conversación posterior, se mostró más explícito: la República española estaba persiguiendo al catolicismo (2).

Años antes, el primer Gobierno republicano suspendió unilateralmente la vigencia del Concordato de 1851 por el que se regulaban las relaciones entre Iglesia y Estado, muy favorable a la Monarquía, que, ejerciendo derecho «de presentación», prácticamente nombraba los obispos. Se pasaba, pues, al sistema ordinario de comunicación previa del candidato por parte de Roma. La Santa Sede consideró esto como buena solución y decidió prescindir para siempre de aquel documento. Con el Frente Popular en el poder surgió el conflicto: el 22 de mayo de 1936 el Papa comunicó el nombre de Víctor Pildain Zapiain como obispo de Las Palmas de Gran Canaria: era canónigo de Vitoria y había sido diputado del PNV. El Gobierno rechazó el nombramiento, interpretando el derecho ordinario como una especie de prerrogativa de veto: la Santa Sede sólo podría nombrar obispos que fuesen para él aceptables. Pildain no podría tomar posesión hasta que Franco dispusiese que así se hiciera. La Secretaría de Estado recomendó entonces la vía indirecta de los obispos auxiliares o coadjutores, para los que no era necesario comunicar el nombre.

Con la guerra vino la persecución sistemática, sangrienta e implacable. Se trata de un dato objetivo y no de un juicio de valor. La Iglesia, que nada había tenido que ver con el Alzamiento, no podía ser indiferente (3) porque era víctima de aquella profunda revolución que había destruido también la legalidad republicana sustituyéndola por otra. El representante español en el Congreso General del Ateísmo, celebrado en Moscú en agosto de 1936, informó de que «la Iglesia ha sido completamente aniquilada» porque «hemos suprimido sus sacerdotes, las iglesias y el culto» (4). Para usar de mayor precisión deberíamos decir que el catolicismo fue sujeto pasivo en una situación en la que no se le consentía elegir.

 

ARRIBA    



Con la llegada del primado, Pamplona se convirtió en centro eclesiástico para toda la zona nacional. En aquellos momentos el arzobispo de Toledo era cabeza de la Iglesia en España, ejerciendo una especie de coordinación de los metropolitanos. En la capital navarra se vivía muy cerca el problema que significaba la existencia de un Gobierno vasco cuyos miembros se declaraban católicos -lo que no impedía detenciones y asesinatos de sacerdotes y laicos católicos no nacionalistas- pero que estaba aliado con quienes de este modo anunciaban el aniquilamiento de la Iglesia. El 6 de agosto de 1936 Mateo Múgica y Marcelino Olaechea publicaron una carta pastoral conjunta para oponerse a las afirmaciones de J. A. Aguirre, el lehendakari, miembro de la ACNP, que sostenía que aquella no era una guerra religiosa sino simplemente política y social. En esa carta se advertía a la población de ambas diócesis, Vitoria y Pamplona, que era ilícita la colaboración con los más crueles perseguidores de la Iglesia. Los medios de comunicación del Gobierno vasco se apresuraron a decir que la carta era falsa, pero Múgica se acercó a los micrófonos de Radio Vitoria para confirmar: «Nos, con la autoridad de que nos hallamos investido, en la forma categórica de un precepto que deriva de la doctrina clara e ineludible de la Iglesia, os decimos: non licet».

Es bastante probable que Gomá haya intervenido en la redacción de dicha carta. Por aquellos días preparaba el que habría de ser su primer informe al Vaticano, que no fue despachado hasta el 13 de agosto (5). Partiendo de la tesis de que el catolicismo era víctima pasiva, llegaba a la conclusión de que de no haberse producido el Alzamiento se habría implantado en España una dictadura comunista y extinguido la Iglesia en el caso de que triunfase el Frente Popular. Este sería el previsible resultado. Gomá evitaba incurrir en excesos radicales: aparte de reconocer que también había violencias en la zona nacional, le embargaban tres preocupaciones fundamentales:

- En primer término, el separatismo vasco. Era contrario a la doctrina de la Iglesia de anteponer los intereses nacionales a los del catolicismo y, sin embargo, ésta era la actitud adoptada por Aguirre y una parte del clero de aquellas provincias.

- Tras la ola persecutoria y de desmantelamiento iniciada en 1931, de cuya responsabilidad nadie podía declararse absolutamente inocente, la Iglesia, aun en el caso de victoria del bando que la protegía, iba a encontrarse ante una formidable tarea de reconstrucción difícil de llevar a cabo.

- Por último, detectaba influencias exteriores que calificaba de «paganizantes» en el bando nacional. Advertía la existencia de un sector que preconizaba una especie de laicismo del Estado, tendencia que juzgaba poco conveniente. «Falta ver el alcance que se dará a esta proposición».

Las preocupaciones del cardenal irían creciendo en las semanas siguientes: la Junta de Defensa se irritaba contra el clero vasco y, al tiempo que llegaba el material de guerra alemán e italiano, crecían las influencias políticas nazis o fascistas. En Roma nadie se engañaba ya acerca de lo que significaba el nacional-socialismo.

 

ARRIBA     



Desde el 1 de octubre de 1936, la Junta de Defensa cesó en sus funciones: Franco fue elegido por sus compañeros de armas, especialmente por Mola y los monárquicos, Generalísimo, Jefe de Estado y Jefe de Gobierno, acumulando en su persona poderes como nadie ha tenido nunca en España. Gomá se sintió favorablemente impresionado por este nombramiento -un Jefe de Estado de misa diaria-, pero no dejó de anotar una frase en el discurso de toma de posesión definiendo el Estado como «sin ser confesional» lo que entendía era una concesión al laicismo. Resulta significativo que esta frase se suprimiera en el texto publicado: bastaba, pues, una indicación eclesiástica para que Franco rectificase.

Sobre la mesa, el nuevo Generalísimo se encontraba con el difícil problema vasco. Mientras que el objetivo de la Lliga seguía siendo «catalanizar España» --por eso Cambó y los suyos se habían colocado al lado del Alzamiento-, el PNV, que comenzara siendo «autonomista, cristiano y popular» (6), había invertido los términos poniendo independencia por encima de España y nacionalismo delante del catolicismo. La guerra civil tenía su matiz vascongado de vascos contra vascos: gudaris frente a brigadas de Navarra. Esto hacía difícil cualquier entendimiento. La habilidad de Prieto, sacrificando la unidad (Estatuto de Guernica del mismo día 1 octubre 1936) a cambio de colaboración, había hecho el resto.

Ambos bandos contribuyeron a envenenar una situación difícil. Es natural que así fuera, pues se trataba de una guerra civil. Los militares, que esperaban una colaboración vasca que se les había ofrecido, se acostumbraron a llamar provincias traidoras a Vizcaya y Guipúzcoa, en contraste con las leales Álava y Navarra. Los nacionalistas «se comportaron como si gobernaran un Estado independiente» (Olabarri). Cuando comenzaron a ser capturados eclesiásticos que figuraban en los batallones de gudaris, los mandos militares no dudaron en someterlos a consejos de guerra y mandarles fusilar. Dieciséis sacerdotes serían muertos de este modo. Podría establecerse una comparación: bajo el gobierno de Aguirre en Vizcaya fueron asesinados cuarenta y siete. Para el Vaticano, un tremendo conflicto.

Vayamos por partes. Hasta el 8 de septiembre de 1936 el obispo de Vitoria se había mantenido en línea con Olaechea y Gomá, pidiendo oraciones por el triunfo de los nacionales y advirtiendo a sus súbditos que no podían figurar en el mismo bando de los asesinos de la Iglesia. El PNV y los sacerdotes que le apoyaban se negaron a obedecer. Alberto Onaindía, canónigo que haría famoso más tarde su seudónimo de P. Olaso, redactó un documento que envió al Vaticano presentando la cuestión como legítima defensa de las libertades políticas vascas y rehuyendo comentar los aspectos religiosos. «No creemos que los vascos hayan de ir unidos con quienes pretenden privarles de sus derechos y conculcar sus tradicionales costumbres y tradiciones». Cabanellas, en nombre de la Junta -estamos aún en septiembre de 1936-, apeló también al Vaticano reclamando una sentencia canónica de excomunión y entredicho contra quienes de este modo ayudaban a los enemigos de Dios y de la Iglesia. Pero esto era algo que ni la Secretaría de Estado podía recomendar ni el obispo de Vitoria llevar a cabo.

Múgica, por consiguiente, se negó: no era lícito aplicar penas espirituales a unos súbditos que, a lo sumo, eran culpables de un error político. Podía decirles que estaban equivocados y que no era lícito colaborar, pero en modo alguno dejar de considerarles parte de su Iglesia. Entonces la Junta de Defensa reclamó la expulsión del obispo. Muchos términos inconvenientes se utilizaron por una y otra parte. Las cosas que se dijeron con posterioridad, especialmente por parte del prelado, que ya había sido expulsado anteriormente por el Gobierno de la República que le tenía por radical tradicionalista, han contribuido mucho a enturbiar el asunto que, sin embargo, en términos de derecho, se presentaba con claridad. Cumpliendo sus deberes de obispo, Múgica tuvo que desobedecer la demanda.

En medio del debate, el Papa Pío XI hizo un gesto clarificador. El 14 de septiembre de 1936, recibió a peregrinos españoles en Castelgandolfo y, en el discurso público, llamó a los rojos españoles «fuerzas salvajes y crueles» desprovistas de «la misma naturaleza humana, aun la más miserable». De este modo desvirtuaba la propaganda que algunos sectores del clero francés estaban haciendo para evitar que asomase, descarnada, la gravísima persecución religiosa en España. Este clero también se movía a impulsos del sentimiento nacional, pues pensaba que una victoria de los militares prestaría en España apoyo a Alemania e Italia, enemigos de Francia. Por su parte, Gomá estaba seguro de que, en aquellos momentos, la falta de entendimiento con los «militares en campaña» no podía conducir más que a un desastre: de no acudir a los mandos nacionales, la Iglesia, en España, se encontraría sin amparo. Para evitar la expulsión del prelado, el cardenal, que ningún contacto tuviera con la Junta, acudió a ella proponiendo una fórmula: ganar tiempo, que Múgica viajara a Roma para explicar la situación, y que los ánimos en el intermedio se calmasen.

El primado fracasó. La Junta no quiso atenderle y mantuvo su exigencia. Múgica, por su parte, se negaba a tomar en consideración cuanto no fuera el asunto concreto de su persona y de su diócesis, como si no le importase la situación global. Su pensamiento estaba evolucionando hacia una nueva postura: aquel problema surgía porque Euzkadi seguía siendo parte de España. Se volcó en favor de la separación. Cuando el Vaticano le invitó a abandonar el territorio español para evitar el indeseable conflicto, volvió sus rencores contra Gomá, diciendo que no le había defendido, esto es, no había sostenido sus propias ideas. El 14 de octubre, según el mandato del Papa, Múgica cruzó la frontera y no regresó; conservaría su titularidad.

ARRIBA     



El mismo día en que Franco tomaba posesión, en Burgos, de la Jefatura del Estado, el obispo de Salamanca, Enrique Plá y Deniel, catalán de nacimiento, publicaba una carta pastoral que titulaba Las dos ciudades. En línea con el de Olaechea y Múgica del 6 de agosto, este documento quería insistir en la obligación moral para los católicos de negar cualquier clase de ayuda a los perseguidores de la Iglesia. Tomando como base la doctrina agustiniana sobre las dos ciudades -la de aquellos que por amor a Dios llegan al menosprecio de sí mismos, y aquella otra que por amor a sí mismos desprecian a Dios-, llegaba a la conclusión de que aquella contienda era, en realidad, una cruzada, pues se estaba dirimiendo la supervivencia de la Iglesia en España. De esta idea se apoderaron luego otros eclesiásticos, incluyendo al Papa que, en más de una ocasión, se refirió a los sucesos de España con este nombre. La «cruzada» era, en sus intenciones, una exigencia: el Alzamiento tenía el deber ineludible de orientar su marcha hacia el restablecimiento de todas las condiciones indispensables para asegurar los derechos y la libertad de la Iglesia.

Franco también se apoderó de esta idea. Resolvía muchas de sus dudas y preocupaciones iniciales. Conviene recordar que él había «llegado» al Alzamiento que otros organizaran. Ahora veía que ninguna legitimidad puede aspirar a un origen más alto que aquel que procede de la defensa del honor de Dios. Como en el caso de los antiguos reyes, se dispuso que en algunos documentos y monedas se incluyese el título de «Caudillo de España por la gracia de Dios». Era, en cierto modo, un retorno a tiempos pasados, pero era, sobre todo, un compromiso, pues la expresión, lejos de ciertas exageraciones que se cometieron por amigos y enemigos, significaba que la autoridad de que se revestía dimanaba de una potestad divina a la que se sometía, a través de la Iglesia. Desde el materialismo positivo o dialéctico, esto no significa nada; puede tomarse, a lo sumo, como un disfraz. Pero desde la fe católica es una exigencia superior a cualquier otra.

El 6 de octubre, al prestar juramento como lehendakari -entonces se escribía así-, José A. Aguirre, que no se sentía ya parte de la República española, tomó una decisión semejante: incluyó en la fórmula un compromiso radical a someterse a la Santa Madre Iglesia Católica, Apostólica y Romana. El Vaticano iba a encontrarse en un muy serio compromiso: no podía tomar medidas contra quienes así se manifestaban. Eugenio Pacelli consultó el tema con el Papa, al que sugirió una línea de conducta. En el caso de los vascos -este hecho no se planteaba en Cataluña, donde el arzobispo cardenal Barraquer había salvado la vida en el último momento por intervención directa del Presidente de la Generalidad, que le envió embarcado a Italia- se podía intentar una mediación, negociando entre dos bandos que declaraban que el catolicismo era valor fundamental.

Durante el resto del año 1936 y los primeros meses de 1937 tal mediación resultaba impensable. Detenido Franco ante Madrid y cobrando fuerza cada día el separatismo de Euzkadi, Aguirre, autodenominado Generalísimo -lo que le permitía prescindir de los mandos enviados desde Madrid- se creía seguro de la victoria. Había perdido San Sebastián, pero contaba con respaldos británicos y preparaba ya su propia ofensiva. Pasaron, pues, meses vitales.

La declaración de «cruzada» por parte de los obispos españoles causó impacto en los ambientes católicos. Produjo en Francia una profunda división. Este país tenía intereses directos respecto a lo que estaba sucediendo en España: junto a las cuestiones religiosas estaban las consideraciones políticas, derechas frente a izquierdas y germanofilia. En consecuencia, los católicos se dividieron y Jacques Maritain, cuya influencia sobre los monseñores vaticanos era muy grande, se situó a la cabeza de un grupo de intelectuales católicos empeñados en demostrar que era falso el principio y que la República tenía razón. Para los católicos, que experimentaban la más cruel de las persecuciones, era un verdadero escándalo que pudieran colocarse al lado de los verdugos. Pero en realidad lo que a aquéllos importaba -todavía no había escrito Maritain El campesino del Garona- era que no triunfase en España la derecha (7).

 

ARRIBA    



Desde Pamplona, adonde iban llegando noticias, el cardenal primado informaba puntualmente a la Secretaría de Estado. Terminado el asedio del alcázar, decidió hacer una visita a su sede, con escolta de requetés, y comprobar sobre el terreno la realidad de los daños. Quedó desolado: asesinatos, ruina y desolación reinaban por doquier. Al mismo tiempo le llegaban las primeras indicaciones de los sucesos en el País Vasco: también aquí la Iglesia estaba siendo perseguida. Supo que algunos sacerdotes nacionalistas habían sido condenados y ejecutados; para uno de ellos había pedido a Dávila la conmutación de la pena y se le había negado. Informando de esto a Pacelli el 24 de octubre de 1936, le explicó que había tomado la decisión de entrevistarse con Franco, de quien ahora todo dependía. «Es católico práctico de toda la vida» y «en mi opinión personal... será un gran colaborador de la obra de la Iglesia». En este mismo informe el cardenal primado se expresaba en términos bastante preocupados respecto a Falange.

La primera entrevista tuvo lugar en los últimos días de octubre. Franco dijo que carecía de noticias acerca de las ejecuciones de sacerdotes, todas las cuales eran anteriores a su nombramiento (lo que no puede considerarse como rigurosamente cierto, ya que uno de los fusilamientos se produjo después del 1 de octubre, aunque sin informarle) y prometió: «Tenga su eminencia la seguridad de que esto queda cortado inmediatamente» (8). La noticia había llegado antes al Vaticano, por vía de religiosos y clérigos nacionalistas y franceses, provocando amargos reproches de Pío XI al representante español, Magaz (9). Pasaron muy pocos días y Gomá recibió la visita de José Antonio Sangróniz, que le comunicaba que, tomadas las medidas pertinentes, el caso no se repetiría: en adelante, cuando hubiera que tomar alguna medida contra sacerdotes, ésta se acordaría con el ordinario de la diócesis, como tenía previsto el Concordato, y consistiría en su incardinación en diócesis distinta. Franco no pudo sin embargo evitar que los católicos de la izquierda dispusiesen de un argumento de peso en contra de sus pretensiones de acaudillar una cruzada. El 8 de noviembre, en nuevo informe, Gomá puso las cosas en claro y fue escuchado. Pero eran fuertes las presiones que se ejercían sobre el Vaticano con un argumento de tanto peso como era la presencia de alemanes e italianos en España, que parecían anunciar una inclinación política hacia fórmulas cuya condena estaba preparando el Papa. Faltaban menos de cuatro meses para la encíclica Mit brennender Sorge.

Durante cinco años vitales, Isidoro Gomá iba a desempeñar un papel de gran importancia, a veces mal entendido. Canonista y teólogo de gran formación, como acreditan los documentos pastorales por él redactados, respondía bien al modelo de obispo que Roma preconizaba, desvinculado de posturas políticas, realista en las relaciones con el Estado, abierto a la caridad y convencido de que en Roma, y únicamente en Roma, se hallaba el fundamento de la Verdad.

 

ARRIBA    



Las relaciones entre la Iglesia y el Régimen nacido el 18 de julio resultan a veces difíciles de entender porque nos empeñamos en contemplarlas desde una perspectiva posterior muy diferente de aquélla. Quienes asesoraban al Generalísimo en cuestiones religiosas, especialmente monárquicos y tradicionalistas, partían del hecho de que el Concordato de 1851 era justo y adecuado; suspendido por la «sectaria» República, debía considerarse vigente. Ya hemos visto cómo en el problema planteado por los clérigos nacionalistas se acudió a dicho documento. Por su parte, Franco deseaba -necesitaba más bien- un reconocimiento oficial del Vaticano que confirmase la postura confesional adoptada. Para ambas misiones fue enviado a Roma el marqués de Magaz, un convencido defensor del Concordato. Llegó en buen momento: Luis de Zulueta, sin dejar su título de embajador ante la Santa Sede, abandonó su residencia de la plaza de España, de la que tomó posesión Magaz el 12 de octubre, izando la bandera bicolor.

Pronto descubrió Magaz las dificultades. La Secretaría de Estado pensaba que un reconocimiento precipitado del Régimen podía perjudicar todavía más a los católicos residentes en zona roja y, sobre todo, impedir una mediación cerca del Gobierno vasco. Gomá no difería demasiado de esta postura. Pensaba que, tras los desastres causados por la República, era necesario contar con garantías de restauración de la Iglesia en todos los extremos que afectaban a su desenvolvimiento, sin precipitarse en el acto político del reconocimiento. Desde el 20 de septiembre de 1936 el cardenal venía indicando a Pacelli la conveniencia de que él viajara a Roma para informar directamente. El viaje se retrasó a causa del nombramiento de Franco y, después, de las negociaciones arriba explicadas. En noviembre de 1936 envió a su secretario, Luis Despujol, a Burgos y Salamanca, para sondear la opinión de las nuevas autoridades acerca de los tres asuntos que, sin duda, iban a surgir durante su estancia en la capital de la Iglesia: restablecimiento inmediato de la enseñanza católica en los dos ámbitos, religioso y civil, atención espiritual a las Fuerzas Armadas, y regreso a España del cardenal Vidal y Barraquer. La respuesta fue que en los dos primeros asuntos se daría toda clase de facilidades, pero en el caso del arzobispo de Tarragona tanto Sangróniz como Joaquín Bau matizaron: podía ser imprudente un regreso demasiado pronto de un prelado significativamente nacionalista y que tanto había trabajado en favor de la República (10).

El 23 de noviembre, desde Pamplona -era imposible fijar su residencia en Toledo, frente de guerra-, Gomá publicó la carta pastoral titulada El caso de España, destinada especialmente a orientar a los católicos de otras naciones. Franco, que no conoció el texto hasta que estuvo impreso, la agradeció vivamente. Los argumentos eran los mismos que se proponía esgrimir ante la Secretaría de Estado: la Internacional comunista había puesto en marcha una operación destinada a implantar su dictadura en España destruyendo la República, pero el Alzamiento militar se le había adelantado; por esta razón la victoria de los nacionales, sin ignorar violencias y crueldades inherentes a toda guerra civil, era la única esperanza para la Iglesia. A sus hermanos del episcopado europeo dirigía una llamada de socorro para que comprendiesen que, en España, la fe católica estaba librando una batalla a vida o muerte.

El primado viajó de Pamplona a Roma los días 9 y 10 de diciembre: llevaba consigo una carpeta de documentos que debían permitir a la Secretaría de Estado disponer de testimonios de primera mano, más allá de las preocupaciones políticas. Gomá no era partidario de restablecer el Concordato, sino de negociar uno acorde con la realidad actual y más favorable para la Iglesia. A Pacelli le explicó que Franco era un gobernante católico en quien se podía confiar: rezaba cotidianamente el rosario y era «enemigo irreconciliable de la Masonería»; no estaba dispuesto a aceptar otra forma de legitimidad que la que procediera del catolicismo. Hablando de los falangistas señalaba que «tienen considerable fondo de fe cristiana y de sentido de Patria», pero le preocupaban dos cosas: el fuerte impacto que en algunos sectores estaba causando el «neopaganismo» nazi, que llegaba de la mano de instructores alemanes, y el gran número de antiguos socialistas y anarquistas que estaban llegando a sus filas, de modo que se debería establecer cuidadosa vigilancia. Era seguro el propósito de derogar las leyes antirreligiosas de la República y de devolver a la enseñanza religiosa su papel, incluyendo en éste a la Compañía de Jesús, llamada a desempeñar tarea esencial.

Magaz se disgustó con estas gestiones de Gomá, «demasiado eclesiásticas», poco congruentes con su tradicionalismo de alianza entre el Altar y el Trono. El primado no ocultaba tampoco que alguna parte de la responsabilidad en la tragedia desencadenada podía corresponder al clero, que, descuidando su atención a la religiosidad profunda del pueblo español, valor esencial, había prestado demasiada atención a cuestiones políticas. Esto, sin duda, podía considerarse indirecta censura a Múgica, Barraquer y el cardenal Segura, que preparaba sus maletas para el regreso. Cuando la guerra llegase a su fin -ésta era la tesis del primado- la Iglesia tendría que asumir una gigantesca tarea de reconstrucción: para ello resultaba imprescindible preparar mejores sacerdotes que los de antes y, sobre todo, masas de laicos encuadrados en la Acción Católica. Todavía se hallaban en embrión los grandes movimientos laicales que caracterizarían al siglo XX. A todo esto Pacelli asintió: era el discurso que quería oír.

El 12 de diciembre de 1936, sin haber sacudido apenas el polvo del viaje, Gomá fue recibido por el Papa. Captó inmediatamente las dificultades que tendría que vencer porque «en Roma predominan en este respecto las conveniencias de la diplomacia sobre las exigencias de esta expresión de fe y entusiasmo religioso que ha acompañado al estallido de la guerra». Eran varios los sectores que presionaban, usando como telón de fondo los tambores de guerra que volvían a sonar en Alemania. Múgica, vuelto al nacionalismo, esgrimía el asunto de los sacerdotes vascos, obligando a Gomá a explicar la diferencia esencial que existe entre desmanes de una columna en marcha sobre enemigos capturados con uniforme y el asesinato de unas monjas que no quieren renegar del nombre de Cristo. Vidal y Barraquer estaba en línea distinta: superando con gran nobleza los terrores por los que pasara, ya ante los verdugos encargados de fusilarle, volvía a su idea de una negociación que permitiese alcanzar la paz religiosa. El clero francés se negaba a ver en Franco otra cosa que un peligroso aliado de Hitler.

La audiencia fue, pues, sumamente difícil. Apenas regresado a su domicilio, el cardenal se puso a escribir un largo informe que el día 15 pondría en manos del Secretario de Estado. Con él ganó la más importante de las batallas. La Iglesia -tal era la tesis- no es una sociedad política sino una comunidad de fieles, Cuerpo místico de Cristo cuya cabeza es el Papa: no puede andar perdida por los pasillos de la diplomacia. No se juega en España una baza política ante la que pudiera permanecer indiferente: si no se hubiera producido el Alzamiento militar, ese «Gobierno legítimo» de que hablaban los franceses sería ahora una dictadura tan comunista como la de los soviets, y los católicos estarían muertos, prisioneros o sepultados en las catacumbas. ¿Era esto lo que deseaba la diplomacia vaticana? Pacelli, profundamente impresionado, conversó con el Papa y ambos decidieron que era preciso enviar a Franco un mensaje de aliento.

Este mensaje fue doble. Por una parte contenía una petición de paciencia. Aunque la Iglesia «ha de estar al lado de la autoridad contra la anarquía y de la religión contra el ateísmo» y por consiguiente apoyaba sin reservas la obra de restauración religiosa por él emprendida, un reconocimiento oficial del Gobierno de Burgos podía tener consecuencias terribles para los católicos prisioneros o escondidos en la zona roja. El Papa enviaba al Generalísimo una bendición apostólica muy especial con indulgencia plenaria, como era norma otorgar a los antiguos cruzados. Y a Gomá, el 19 de diciembre, se hizo entrega de una credencial firmada y sellada en calidad de representante oficioso, lo que significaba que ningún asunto podía tratarse fuera de sus manos. Acompañaban a la credencial instrucciones que coincidían con la estrategia expuesta por el primado: negociar cada uno de los artículos del viejo Concordato de 1851 de tal modo que cuando dichas negociaciones hubiesen terminado, se dispusiera de un texto enteramente nuevo.

ARRIBA     



La figura del arzobispo de Toledo se realzaba. De hecho, e incluso después del establecimiento de relaciones normales, la influencia del primado de España, que se apoyaba en la conferencia de metropolitanos, sería muy grande. La obra de Gomá, hombre de paz -de vigorosa paz distinta del pacifismo- y obispo de plena vocación pastoral, dejó profunda huella en la vida española. Pero este éxito no podía dejar de molestar a Magaz, que se sentía desbordado y fracasado. Sus despachos dan evidencia de una creciente irritación. El 21 de diciembre, aun reconociendo que había conseguido despejar muchas difamaciones en torno a la causa nacional, denunciaba que el primado no iba por la línea que él consideraba única admisible, de la vigencia del Concordato. El 22, cuando supo que habría un representante oficioso -ignoraba quién era-, dijo que se trataba de una típica trampa vaticana, que seguía manteniendo en Madrid la nunciatura con un secretario, monseñor Sericano. Luis de Zulueta, instalado ahora en París, seguía titulándose embajador de España ante la Santa Sede. De modo que la Secretaría de Estado había conseguido aquello que más le complacía, disponer de observadores en ambas partes y no comprometerse con ninguna.

Para Magaz, que parece haber tenido en todo momento información deficiente, todo era consecuencia de «la política que ha desarrollado la Acción Católica, siguiendo las inspiraciones del Vaticano y del nuncio, monseñor Tedeschini, hoy cardenal, iniciada ya en los últimos tiempos de la Monarquía en España, la política en una palabra de la democracia cristiana que tanto ha contribuido al derrumbamiento de España». Para los monárquicos de tendencia tradicionalista cuanto no significara el retorno a la alianza entre el Altar y el Trono, era recusable. Había que exigir el restablecimiento del Concordato de 1851 y mostrarse inflexibles. Unos días después, al saber que el representante oficioso era Gomá, el diplomático tuvo que arrepentirse de algunos de sus juicios. Pero no se pudo ya conseguir que Pacelli modificara el deplorable concepto que Magaz le merecía.

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En estos breves apuntes, limitados estrictamente al año 1936, el mes de diciembre señaló un término de llegada: reconocimiento oficioso del Alzamiento. Tal situación se prolongaría hasta marzo de 1937, en que se hicieron públicas las dos encíclicas que condenaban los dos totalitarismos, el nazi y el soviético. Pío XI, en la bendición antes mencionada, usaba una frase -«a Franco lo mismo que a cuantos contribuyen a la obra de salvación del honor de Dios»- que permite referirnos a Santo Tomás Becket. No está de más recordar que en la catedral de Toledo, y por iniciativa de la reina Leonor, hija de Enrique II, se había edificado la primera capilla del mundo en honor de este santo. Tal indulgencia no mencionaba al Gobierno, pues en la mente del Papa seguían pesando los riesgos de una desviación. Había una especie de rumor que iba a persistir en los pasillos vaticanos. Gomá estaba convencido de que en Franco se podía confiar, pero ¿después?...

En su mensaje de Navidad, el Papa aprovechó muchos de los argumentos que le proporcionara el primado español: allí en donde el marxismo se impone, directa o indirectamente, el cristianismo, toda religión, son inmediatamente desarraigados. Un día antes, el 29 de diciembre, Franco había recibido a Gomá en su condición de «representante oficioso». El Generalísimo adquirió, en este encuentro, algunos compromisos muy serios de los que es preciso reconocer que no se apartó. Todas las libertades y prerrogativas tradicionalmente reconocidas a la Iglesia en España serían respetadas; para que no hubiera duda se ofreció a negociar con las autoridades eclesiásticas, en lo venidero, cualquier disposición gubernamental que de algún modo afectara a la Iglesia. Al tratar del tema de monseñor Pildain, vetado por el Gobierno del Frente Popular, dijo que «habida cuenta de que no aparecen contra él cargos probados de carácter político y haberse hecho el nombramiento con anterioridad al actual Movimiento Nacional», sería reconocido obispo de Las Palmas con todas sus consecuencias. Monseñor Pildain no se consideraría luego obligado a manifestar ninguna gratitud por este gesto. En relación con el clero vasco y el asunto de monseñor Múgica -cuestión que se revestiría de nueva virulencia al conocerse los asesinatos de sacerdotes no nacionalistas en Bilbao, el 4 de enero siguiente- recomendó Franco que se prolongara la ausencia del obispo; estaban demasiado exaltados los ánimos y no le era posible garantizar el debido respeto.

Cuando Gomá le comentó que el gobernador civil de Guipúzcoa, por su propia cuenta, estaba expulsando de aquella provincia a los sacerdotes tildados de separatistas, Franco, que comenzó negando los hechos, aceptó la fórmula propuesta por el propio cardenal: que él, en cuanto representante de la Santa Sede, junto con el ordinario, en este caso administrador, de la diócesis, estudiase qué casos debían ser objeto de excardinación. De nuevo, y con más énfasis que en la primera entrevista, repitió el Generalísimo que todas las leyes contrarias a la Iglesia iban a ser cambiadas y que se buscaría la orientación de la jerarquía en todas aquellas cuestiones que pudiesen afectar a la vida religiosa. Esto es lo que, en nuestros días, sin duda, se presenta como nacional catolicismo, sometimiento del orden jurídico a los principios defendidos y sostenidos por la Iglesia. Y se considera un mal. No corresponde al historiador formular, al respecto, ninguna clase de juicio de valor.

De esta gestión, primera toma de postura de la Iglesia en relación con el Alzamiento, dio cuenta Gomá a todos los obispos residentes en España o en el extranjero, en un despacho que rebosaba satisfacción y contenía también una advertencia: que nadie se engañara, pues el camino iba a ser largo y difícil. Entre las cartas de respuesta, todas positivas, me parece que es necesario destacar la del cardenal Vidal y Barraquer: rogaba al primado «se digne expresar, verbal y reservadamente, sólo a la persona cerca de la cual ejerce su misión altísima mis salutaciones y homenajes de simpatía y afecto y mis sinceros votos de que se logre cuanto antes alcanzar y establecer en nuestra España una paz sincera y perdurable». Y concluía: «Ruego a Dios por el triunfo de la causa de la Iglesia». Es importante destacar las frases. También el cardenal de Tarragona, en el exilio, era consciente de que se estaba librando la causa de la Iglesia.

Un Ejército que pretende luchar dentro de estas coordenadas necesitaba de asistencia religiosa. De modo que se dió prioridad al tema del apostolado castrense. El 3 de enero de 1937, al tiempo que encargaba esta tarea a don Gregorio Modrego que estaba actuando ya como una especie de obispo en la sombra de ese Madrid que alentaba en medio de las ruinas- nombrándole vicario general, Gomá advertía al Cuartel General que no tuviera prisa: era preciso hacer las cosas bien. Como explicaría directamente a Franco antes del 25 de febrero de 1937, ese hacerlo bien significaba, en su conciencia, reservar a Roma la última decisión en cuanto a seleccionar el clero castrense, porque tenía que ser de alta calidad. Y entonces la Junta Técnica se enfadó. Bajo el impacto de los despachos de Magaz quería que se mantuviera lo previsto en el Concordato. Gomá tuvo que acudir a Franco para que éste diera la orden. El 6 de mayo la Junta tendría que reconocer Vicario ad interin a Modrego.

No es necesario seguir. Interrumpo este relato en una fecha en que muchas cosas habían cambiado ya: la Iglesia no estaba únicamente en el espacio dominado por estos «cruzados de la Causa» como podría llamarlos Valle Inclán: en el silencio de la noche despertaba y en las grandes ciudades como Madrid y Barcelona se celebraban secretamente misas, se escuchaba la palabra de Dios, se impartían los sacramentos. Desde luego, no iba a ser vencida.

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1 De Lizarza, F.: «Cómo se instrumentó el alzamiento de 1936», en Navarra. Guerra y paz cincuenta años después, Madrid, 1986, págs. 151-163.

2 Seguimos constantemente el trabajo de G. Redondo, Historia de la Iglesia en España (1936-1939), II, Madrid, 1939.

3 Guerra Campos, J.: La Iglesia en España (1936-1939), págs. 440-441.

4 Montero, A.: Historia de la persecución religiosa en España, Madrid, 1961, pág. 55.

5 El texto íntegro publicado por M. Luisa Rodríguez Aisa, El cardenal Gomá y la guerra de España, Madrid, 1981, págs. 371-378.

6 Olábarri, I.: La cuestión regional en España (La España de las Autonomías, 1981).

7 No es esta cuestión que debamos tratar aquí. Quien desee conocer más detalles puede hallarlos en J. Tusell y G. GarcÍa Queipo de Llano, El catolicismo mundial y la guerra de España, Madrid, 1933, págs. 96-124.

8 Dos testimonios irrefutables recogidos por A. Granados en su biografía sobre Gomá y por L. Moreno Nieto, Franco y Toledo, Toledo, 1972, págs. 188 y ss.

9 Marquina, A.: La diplomacia vaticana y la España de Franco (1936-1945), Madrid, 1983, págs. 47-49.

10 Este artículo se apoya fundamentalmente en las obras mencionadas de Rodríguez Aisa y de Marquina, evitando repetir citas innecesarias.

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