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Actualizada: 02 de Enero de 2.009.  

 
 
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 Memoria Histórica.


El trágico episodio del Cuartel de la Montaña de Madrid.

Por Eduardo Palomar Baró. 




Madrid, junto con Barcelona, eran las plazas que más interesaban obtener a los militares que preparaban el alzamiento de julio de 1936. Pero también eran los puntos más difíciles para hacer triunfar la sublevación. En sus Instrucciones reservadas, el general Emilio Mola Vidal ya lo había advertido y desde luego no se equivocó.

El Cuartel de la Montaña, –de la montaña del Príncipe Pío, donde se llevaron a cabo los fusilamientos del 3 de mayo de 1808, que inmortalizó Francisco de Goya y Lucientes– fue construido a partir de 1860. Se hallaba situado sobre un ligero promontorio existente a la entrada de la calle Ferraz. Se trataba de un edificio de grandes dimensiones de ladrillo y granito, que estaba estructurado en torno a una planta rectangular con dos grandes patios interiores. Sus dependencias albergaban cuadras, cuartos de bandera, cocinas y hasta una prisión. Podía llegar a albergar hasta 4.000 soldados.

En julio de 1936 se alojaba un regimiento de Infantería, otro de Zapadores Minadores y un grupo de Alumbrado e Iluminación. El 18 de julio de 1936 los partidos políticos y las organizaciones sindicales afiliadas al Frente Popular sospecharon que las tropas allí acuarteladas esperaban el momento oportuno para secundar el alzamiento militar.

Según los planes del general Mola, el golpe en Madrid debía encabezarlo el general de división Rafael Villegas Montesinos, pero por circunstancias que todavía no están muy claras, se encargó de sustituirle al también general de división Joaquín Fanjul Goñi, que carecía de instrucciones concretas al respecto, a pesar de lo cual, el 19 de julio, sobre las 12:30 de la mañana, acompañado del teniente médico José Ignacio Fanjul Sedeño, hijo suyo, se personó en el Cuartel de la Montaña.

El día 19, Madrid amaneció como una ciudad enfervorizada que esperaba una rebelión militar. Aquella misma mañana, el teniente coronel del Arma de Ingenieros Ernesto Carratalá Cernuda, jefe del Batallón 1ª de Zapadores, fue asesinado por sus oficiales cuando intentó dar armas al pueblo.

El nuevo Gobierno presidido José Giral Pereira decidió armar a las masas obreras y sindicales. En la noche del 19 al 20 de julio dirigió un telegrama al jefe del Gobierno francés en demanda de ayuda: “Sorprendido por un peligroso golpe militar le ruego nos ayude inmediatamente con armas y aviones. Fraternalmente. Giral”. Algún tiempo después recabó una ayuda semejante del Gobierno de la URSS.

Salvador Madariaga escribió en su libro España: “El gabinete Giral cesó de ejercer la menor autoridad efectiva en cuanto se armó a los sindicatos. Los ministros vivieron durante las primeras semanas de la guerra sitiados en el Ministerio de Marina. El país se entregó a las dos pasiones políticas del español: la dictadura y el separatismo. No hubo región, ciudad, provincia o aldea que no montase su propio gobierno, ni sindicato que no se erigiese en la práctica en Estado independiente. Alguna que otra vez todos estos Estados que pululaban en la España de izquierda consagraban cierta atención a la guerra civil, pero lo que más preocupaba a todo el mundo era cómo hacer la revolución proletaria. Planes para incautarse de tierras, fábricas, propiedades urbanas se discutían y ponían en práctica sin más espera, por decisión dictatorial, en cada uno de los mil y un Estados totalitarios en que España se había resquebrajado. Los hombres de más sentido y experiencia se daban cuenta del desastre al que iba España por aquel camino de anarquía, y a fin de disminuir la distancia entre el Gobierno y la revolución, se dio el poder precisamente al que había desencadenado el huracán”.

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La experiencia de la abortada revolución socialista de octubre de 1934 en Asturias, sirvió al teniente coronel de Artillería Rodrigo Gil Ruiz para preparar, a raíz del asesinato de Estado de José Calvo Sotelo, un arsenal en el Parque de Artillería con 300 proyectiles y 100.000 cartuchos de fusil. Además, a las 13:30 horas del día 18 de julio, consiguió la autorización para la entrega de 5.000 cerrojos de fusil, depositados en el Cuartel de la Montaña, destinados a completar otros tantos fusiles depositados en el Parque de Artillería, destinados a armar a 5.000 milicianos, civiles en definitiva.

En el Cuartel de la Montaña había más cerrojos, entre 40.000 y 65.000, y el coronel Serra, Primer Jefe del Regimiento Covadonga 31, que los custodiaba, se negó a entregarlos, manifestando “que el Cuartel de la Montaña morirá en su puesto antes de entregar uno sólo de los cerrojos de fusil allí depositados”.

Miles de millares de personas vociferaban: “¡Armas! ¡Armas! ¡Armas!” La Puerta del Sol rebosaba también de madrileños apostados delante del Ministerio del Interior, gritando la misma consigna guerrera: “¡Armas! ¡Armas!” Muchos guardias de asalto del cuartel de Pontejos vestían aquel atuendo azul llamado mono que se convertiría en el uniforme provisional de la milicia republicana.

El teniente del ejército Paulino García Puente, que más tarde llegaría a ser uno de los más relevantes jefes republicanos, comentó que no todos los cerrojos estaban en la Montaña, sino que había unos cinco mil en el Parque de Artillería. En compañía con el teniente Maximino Moreno llegaron hasta El Parque, donde se encontraba el teniente coronel Gil, al que amenazaron con una pistola, ordenándole Moreno que le entregará los cerrojos, a lo cual Gil contestó que todos los cerrojos estaban en el Cuartel de la Montaña.

Sabemos que tiene algunos aquí –dijo Moreno–. Acompáñenos. Tal vez consiga recordar donde están.

En una habitación al fondo del pasillo, vieron pilas de fusiles en el suelo, sin cerrojos. García Puente descubrió entonces montones de cajas de munición y los cerrojos, empezando los soldados a encajarlos en los fusiles. El comandante Luis Barceló –ayudante de Santiago Casares Quiroga jefe del Gobierno de la República, cargo que simultaneó con la cartera de Guerra– entró y vio lo que estaba ocurriendo.

– No van a repartirse armas, a menos que lo ordene el ministro. Moreno le contestó con virulencia, blandiendo su pistola:

– ¡No sea idiota! ¡Vamos a coger estos fusiles ahora mismo, y no se entrometa o le volaré los sesos! Los hombres empezaron a cargar los en los camiones unos cuatro mil fusiles equipados con cerrojos. Cuando los camiones se marcharon llegó el capitán Orad de la Torre, asimismo en busca de armas. Gil le entregó quinientos de los mil fusiles que quedaban. Los milicianos ya habían comenzado a armarse masivamente.

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El general Joaquín Fanjul Goñi se encontraba en un dilema desde su regreso de Pamplona, donde había pasado los sanfermines con el general Mola. Este le había dado a entender que el viejo e indeciso general Montesinos Villegas era el líder del alzamiento en Madrid gracias a su condición de veterano, pero poco más que nominalmente; que él, Fanjul, era el auténtico jefe. Pero sin embargo, Mola no se había puesto en contacto con ninguno de los dos, a pesar de que las guarniciones marroquíes ya se estaban sublevando.

El 16 de julio de 1936, Fanjul envió un mensajero a Pamplona, con una nota para “El Director” (como también se le conocía a Mola): “Es imposible esperar más”. Mola le hizo llegar esta escueta respuesta: “Las órdenes ya han sido cursadas a Madrid”. A medida que pasaban las horas, Fanjul estaba cada vez más inquieto, más pesimista, más solo cuando escuchaba los noticiarios de la radio, que no mencionaban ningún avance rebelde desde el norte. A todo ello, se vino a sumar el vehemente llamamiento a las armas formulado por Dolores Ibárruri, “La Pasionaria”:

“Antifascistas. Españoles patriotas. Frente a la sublevación militar fascista ¡todos en pie, a defender la República, a defender las libertades populares y las conquistas democráticas del pueblo!...Los comunistas, los socialistas y anarquistas, los republicanos demócratas, los soldados y las fuerzas fieles a la República han infligido las primeras derrotas a los facciosos que arrastran por el fango de la traición el honor militar de que tantas veces han alardeado… Todo el país vibra de indignación ante esos desalmados que quieren hundir la España democrática y popular en un infierno de terror y de muerte. Pero ¡no pasarán!”

La cuñada de Fanjul, viendo su angustia y estado de ánimo, le sugirió que tomara una decisión por su cuenta y llevarla a cabo, pero el general replicó con firmeza: “No puedo hacer nada. Tengo que esperar. He recibido órdenes categóricas de no actuar hasta que me lo ordenen. No tengo otra alternativa. Soy un soldado y debo respetar la disciplina”.

Hacía mucho tiempo que Fanjul –que había combatido en Cuba y Marruecos– no ejercía un mando militar efectivo. De hecho, al menos desde la segunda década del siglo había sido más que un militar, un político actuando en las filas del partido de Maura y después en la CEDA. Diputado en 1931 y 1934, se horrorizó por la revolución de octubre de 1934 que, encabezada por el PSOE y los nacionalistas catalanes, habían intentado acabar con el gobierno republicano.

El día 19 de julio, Fanjul se introduce en el Cuartel de la Montaña, vestido de paisano y acompañado por su hijo José Ignacio, teniente médico, donde en nombre del general Rafael Villegas Montesinos, a quien dice representar y del cual afirma recibe instrucciones, se hace cargo del mando de la sublevación militar en la capital de la República, siendo acogido muy favorablemente por el coronel Moisés Serra Bartolomé,  la mayor parte de los oficiales y algunos pequeños grupos de falangistas y monárquicos que se habían concentrado en el cuartel Su presencia en el cuartel podía haber resultado decisiva, pero en vez de utilizar las tropas de que disponía para ocupar puntos estratégicos y neurálgicos de la ciudad, optó por permanecer encerrado a la espera de unos hipotéticos refuerzos que debían llegarle de Burgos y Valladolid. De esa manera, condenó el golpe al fracaso.

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Al amanecer del día 20 de julio de 1936, los rojos iniciaron el bombardeo del cuartel. Aviones militares y trimotores de la empresa de aviación civil L.A.P.E. arrojan bombas. Después se suspendió el fuego, enviando un emisario con proposiciones de rendición, que fueron rechazadas. Sobre las 7:00 horas entraron en fuego los dos cañones de 75 mm., dañando seriamente la fachada. Los intentos de asalto fueron cortados por los defensores, teniendo gran número de bajas los atacantes.

El teniente coronel Gil había llevado ante el Cuartel un pesado obús de 155 mm., iniciando el fuego a las 10:30, destruyendo la fachada principal, haciendo bajas y creando ruinas. Media hora más tarde, los defensores, tras resistir bravamente, optaron por rendirse, apareciendo la bandera blanca.

 

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El comandante Ramos, que vio la entrada de los asaltantes en el Cuartel, manifestó: “Cuando se vio llegar esta situación, el coronel del Regimiento con personal del mismo y camaradas de la Falange, escondieron cajas de cerrojos de fusil e incendiando otras”. “Con la entrada de las masas se realizó la matanza y el tormento más grande que se ha conocido para los que dentro del Cuartel quedaban con vida. Jefes, Oficiales, Suboficiales, Sargentos, Cabos y Soldados, con Camaradas de la Falange, fueron muertos a bayonetazos, hachazos y tiros por toda aquella chusma”.

El número de muertos superó los 500; de ellos, se estima que la cifra de prisioneros asesinados tras la rendición es superior a 130. Sobre el carácter extremadamente cruento de aquella salvaje acción, quedó el testimonio de uno de sus protagonistas: el comunista Enrique Castro Delgado, creador del 5º Regimiento de Milicias y miembro del Comité Central del Partido Comunista de España Así lo explicó en un célebre pasaje de su libro Hombres made in Moscú:

Ya dentro del Cuartel, alguien dice: “Allí” están los que no han escapado, serios, lívidos, rígidos… Castro sonríe al recordar la “fórmula”. “Matar…, matar, seguir matando hasta que el cansancio impida matar más… Después… Después construir el socialismo.” […] Que salgan en filas y se vayan colocando a aquella pared de enfrente, y que se queden allí de cara a la pared… ¡Daros prisa! La fórmula se convirtió en síntesis de aquella hora…, luego un disparo…, luego muchos disparos… La fórmula se había aplicado con una exactitud casi maravillosa.”

[N. del A.] Enrique Castro Delgado (1907–1964) tras la guerra civil se exilió en la URSS, donde permaneció algunos años. Se desengañó del comunismo, regresando a España, donde permaneció hasta su muerte. Autor de Mi fe se perdió en Moscú y Hombres made in Moscú, obras en las que renunciaba públicamente a su pasado político.

Se produjo una horrible carnicería, desarrollándose numerosas escenas de tremenda crueldad y ensañamiento. Los oficiales fueron ejecutados por los más violentos de los milicianos. Varios  soldados se entregaron, saliendo con las manos en alto, con el semblante desencajado, de la noche pasada y de las escenas de que habían sido testigos. El grupo de milicianos anarquistas que se habían lanzado sin una vacilación al asalto del Cuartel, desconfiando de la justicia oficial y de sus trámites, la establecieron por su cuenta, íntimamente convencidos de que su conducta era irreprochable. No eran ellos los moralmente recusables, sino aquellos otros grupos, a los que se llamó incontrolados, que habían puesto a rédito el valor frío e implacable de los que, sin serlo, llamaban compañeros. La crueldad de los primeros tenía un móvil revolucionario; la de los segundos, con formas más brutales y repudiables, se inspiraba, las más de las veces, en venganzas personales y en motivos de lucro.

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Fanjul, que resultó herido, junto con su hijo y el coronel Fernández de la Quintana, consiguió escapar de la matanza, siendo hecho prisionero y conducido a la cárcel Modelo. Acusado de rebelión militar, fue juzgado, junto con el coronel últimamente citado, en la propia prisión, en juicio sumarísimo, por la Sala VI del Tribunal Supremo. Fanjul, como abogado, se defendió a sí mismo. Al coronel Fernández de Quintana lo asistieron los letrados Fernando Cobián y Fernández de Córdoba y Manuel Carrión, este último pasante de José Antonio Primo de Rivera y ambos abogados presos en el mencionado establecimiento.

Se mantuvieron tranquilos ante sus jueces, negándose a repudiar el movimiento y sin arrepentirse de su participación en el mismo, proyectado para la grandeza de España. Firmaron la sentencia que les condenaba a muerte. El general Fanjul, que era viudo, contrajo matrimonio antes de ser fusilado.

Recibieron los auxilios espirituales, formalizaron su última voluntad, y al alba del 18 de agosto de 1936, fueron entregados al pelotón encargado de hacer efectiva la sentencia.

José Ignacio Fanjul Sedeño teniente médico, hijo de Fanjul, fue conducido a la cárcel Modelo de Madrid, en la que fue asesinado el 22 de agosto de 1936 por milicianos afectos a la causa republicana. 

 

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Según José Javier Esparza, en su importante libro El terror rojo en España, (Áltera 2005, S.L.), escribe:

[…] “Estas matanzas de militares no pueden entenderse desde el habitual cliché de una República legal y legítima que se protege contra la traición de un ejército rebelde: no había tantos traidores. Hay que entenderlo como lo que cabalmente fue: un episodio de Terror revolucionario dirigido contra un estamento previamente designado como “enemigo de clase”. Designado, ¿por quién? Indudablemente, por los partidos de izquierda del Frente Popular, que desde 1931 apuntaban hacia el Ejército, en tanto que institución, como sostén de un régimen explotador e injusto. En su lugar proponían un “ejército democrático” y “popular” purgado de elementos reaccionarios. Ese es el ejército que los partidos del Frente Popular tratarán de conformar desde el mismo 18 de julio, bajo mando político y con militares ideológicamente afines”.

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