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Actualizada: 07 de Abril de 2.009.  

 
 
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Según "La Pasionaria" el PCE fue un partido "demócrata".

 Por Eduardo Palomar Baró. 




“Historia del Partido Comunista de España” fue redactada por una comisión del Comité Central del Partido, formada y presidida por Dolores Ibárruri, y con la contribución de Manuel Azcárate, Luis Balaguer, Antonio Cordón, Irene Falcón y José Sandoval, y recogida en el libro editado en París en el año 1960, por Éditions Sociales.

El trabajo efectuado por la mencionada comisión tiene capítulos tan curiosos, entre otros, como los titulados “El Partido Comunista de España en defensa de la democracia” y “La lucha para evitar la Guerra Civil”.

Vamos a transcribir el prólogo de dicho libro, que dice así:

«El trabajo de la comisión representa una notable aportación al análisis marxista de la trayectoria seguida por el Partido Comunista de España desde su fundación, en abril de 1920, hasta su VI Congreso, en enero de 1960. A lo largo de estos cuarenta años el Partido ha luchado en las condiciones más diversas: bajo la precaria legalidad de que disponían las organizaciones obreras en los últimos años de la monarquía constitucional; reducido a la clandestinidad y perseguido durante los siete años de la dictadura militar de Primo de Rivera; con alternativas de legalidad y persecución en los cinco primeros años de la segunda República, para pasar a ser en sus tres últimos, en los años de la guerra civil, partido de gobierno y columna clave de la resistencia republicana; clandestino de nuevo, ferozmente acosado por un poder terrorista que hizo del exterminio de los comunistas la razón esencial de su existencia, durante los veinte años que dura ya la dictadura fascista de Franco. En resumen, más de treinta, de los cuarenta años que abarca hasta hoy la existencia del Partido, han sido años de duras persecuciones cuando no de terror sin paliativos. Pero también el Partido ha pasado por la experiencia del poder a través de su participación en los Gobiernos de la República de nuevo tipo creada por la revolución popular en el período de 1936-39.

Monarquía, República, revolución popular, guerra civil, contrarrevolución fascista, terror, repliegue, comienzo de un nuevo auge... Paso a paso, a través de situaciones tan diversas, de avances y retrocesos, de éxitos y de errores, de victorias y derrotas, se ha ido forjando el partido marxista-leninista del proletariado español, pasando de las primeras débiles organizaciones, que en la práctica eran grupos de agitadores con muy poca posibilidad de dirección de las masas, a ser lo que hoy es: el partido político nacional, maduro, firme en los principios y flexible en la táctica, con gran audiencia no sólo en la clase obrera industrial y agrícola y en las masas de campesinos trabajadores –de las que es, indiscutiblemente, su partido– sino en amplios sectores de las capas medias, en la intelectualidad.

La presente obra analiza paso a paso cómo ha tenido lugar ese proceso, cuáles han sido sus causas objetivas, enraizadas en la realidad española contemporánea, y cuáles sus aspectos subjetivos, fruto de la aplicación, cada vez más creadora, del marxismo-leninismo a los problemas de España. El estudio de esta multifacética experiencia ayudará a los militantes y simpatizantes del Partido, y en particular a las fuerzas jóvenes que en los últimos tiempos afluyen en buen número a nuestras filas, a comprender más profundamente la teoría y la política del Partido y a prepararse para aplicarlas con acierto en las nuevas situaciones que nos esperan».

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«Al mismo tiempo que nuestro Partido criticaba la política antipopular de los gobiernos republicanos, luchaba contra el peligro de la reacción y del fascismo que amenazaban al régimen republicano.

El primer pilar de la contrarrevolución era entonces la aristocracia terrateniente, la clase parasitaria de los señores de la tierra.

La otra columna de la contrarrevolución era la gran burguesía financiera e industrial, fundida por intereses económicos y de clase a la nobleza terrateniente. El brazo armado de ambas eran los generales africanistas y monárquicos, los Franco, los Sanjurjo, los Goded y tantos otros.

Al día siguiente de instaurarse la República, la contrarrevolución comenzó a reorganizar sus huestes, decidida a impedir el desarrollo pacífico de la revolución democrática. El 10 de mayo de 1931, los monárquicos organizaban ya una provocación que desató contra ellos la primera borrasca popular que conoció la República.

El Partido advertía que la conducta del Gobierno republicano-socialista creaba en España un clima propicio a los ataques de la contrarrevolución.

Las advertencias del Partido Comunista no tardaron en verse confirmadas. El 10 de agosto de 1932 se producía el golpe militar de Sanjurjo, que era un intento de la oligarquía terrateniente-financiera de restablecer el viejo régimen y que fue aplastado por la resuelta actitud de las masas. En la lucha contra la sanjurjada y en la defensa de la República, el Partido Comunista de España desempeñó un destacado papel. En Sevilla, punto neurálgico de la subversión, gracias a la actividad de la organización comunista, se logró la acción unida de las masas y la derrota de Sanjurjo. Esta sublevación era ya un sintomático exponente del espíritu de guerra civil latente en las clases reaccionarias españolas.

Desgraciadamente, el Gobierno republicano-socialista no supo extraer tampoco las necesarias lecciones de la sublevación del 10 de agosto. Las posiciones económicas, políticas y militares de la contrarrevolución, que había sufrido una derrota en la calle, no fueron desmanteladas y la amenaza de nuevas agresiones por su parte siguió pendiendo sobre la cabeza de la democracia española. En esta atmósfera de impunidad, la contrarrevolución continuó su obra de sabotaje económico y político y de reagrupamiento de fuerzas para destruir la República.

En 1933 el peligro fascista ya había adquirido en España contornos amenazadores, con el estímulo que le prestaba el triunfo del fascismo alemán. La reacción fascista se agrupó entonces en tres corrientes principales. La primera, filial del fascismo italo-germano, estaba integrada por diversos grupos que constituyeron la Falange Española de las JONS (Juntas de Ofensiva Nacional Sindicalista). Carente de asistencia y de calor popular, Falange reclutó sus escuadras de pistoleros entre elementos desclasados y señoritos ociosos, que aportaban al clima político de nuestro país la “dialéctica de las pistolas” y un odio ciego hacia las ideas de la democracia y del progreso.

El segundo grupo era el de los monárquicos, acaudillados por el abogado de los grandes capitalistas, Antonio Goicoechea, que en aquel período se inclinaba también hacia soluciones dictatoriales y fascistas.

El tercer grupo estaba integrado por las derechas católicas, agrupadas en Acción Popular, cuya jefatura había pasado a José María Gil Robles, abogado de los grandes terratenientes castellanos y de los jesuitas. Acción Popular fue la espina dorsal de la Confederación Española de Derechas Autónomas (CEDA), que en 1933 se convirtió en el partido fundamental de la contrarrevolución.

Las divergencias entre las fuerzas señaladas eran esencialmente tácticas. El partido clerical-fascista de Gil Robles se orientaba a implantar el fascismo en España por la vía legal. Los falangistas y monárquicos, por el contrario, se pronunciaban por el golpe de Estado y la cuartelada militar, para aplastar el avance de la democracia en España.

La sucursal de las fuerzas reaccionarias en el campo republicano eran los radicales de Alejandro Lerroux. Desde que, a fines de 1931, fue eliminado del Gobierno, Lerroux se había colocado abiertamente en el campo de las derechas, en la constelación de los partidos contrarrevolucionarios; personificación de la corrupción política, Lerroux y sus secuaces estaban ligados a lo más turbio de las finanzas, y, particularmente, a Juan March, a quien nuestro malogrado escritor, Manuel Benavides, caracterizara, certero, de “último pirata del Mediterráneo”. Si la CEDA era el centro aglutinante de la reacción fascista, el Partido Radical era su caballo de Troya: la demagogia lerrouxista, que lograba cierto crédito en algunos sectores de la opinión republicana, abría el camino del Poder a las fuerzas reaccionarias.

La aparición de la amenaza fascista introdujo cambios esenciales en la situación política y en la correlación de fuerzas en España y en el mundo. La subida de Hitler al poder en Alemania en 1933 y los acontecimientos de Austria en los primeros meses de 1934 mostraron, con su crudo dramatismo, que allí donde no existía unidad de las fuerzas obreras y populares, el fascismo lograba abrirse paso, instaurar su dictadura terrorista y desatar una bestial ola de persecuciones y crímenes no sólo contra el Partido Comunista, sino contra todo el movimiento obrero y democrático. Ya a comienzos de 1933, frente a quienes en España tomaban a broma el peligro fascista, afirmando con notoria ligereza que se trataba de un fantasma inventado por los comunistas, el Partido Comunista levantó la bandera de la unidad y de la lucha antifascista.

En un mensaje dirigido el 16 de marzo de 1933 al Partido Socialista, a la Unión General de Trabajadores, a la Federación Anarquista Ibérica y a la Confederación Nacional del Trabajo, el Partido Comunista de España decía:

“Todos los trabajadores, sin distinción de tendencias, deben unirse en un gran frente común para la lucha antifascista. Todos los trabajadores tienen el mismo interés vital en aniquilar en sus mismos gérmenes el peligro reaccionario, sus provocaciones funestas y sus preparativos de golpe de Estado. El ejemplo de Alemania debe servir de advertencia imperiosa para todos. Una dictadura fascista en España, si llegara a establecerse a causa de la insuficiente vigilancia y de la falta de unidad de los trabajadores, al desencadenar su terror sangriento no haría ninguna distinción entre los obreros socialistas, anarquistas o comunistas”.

El Partido propugnó y propició la creación del Frente Antifascista, concebido como un amplio movimiento de masas para agrupar a cuantos estuvieran dispuestos a cerrar el paso a la reacción. Inicialmente, el Frente Antifascista estuvo integrado por el Partido Comunista, la Juventud Comunista, la Confederación General del Trabajo Unitaria, la Federación Tabaquera, el Partido Federal, la Izquierda Radical Socialista y diputados de diversas tendencias.

También fue el Partido el animador en 1933 del nacimiento de una organización femenina de carácter político muy amplio, para la lucha contra la guerra y el fascismo. En breve tiempo, esta organización se extendió por toda España, constituyéndose Comités de Mujeres contra la Guerra y el Fascismo en las ciudades y pueblos más importantes. En esta organización participaban, no sólo como afiliadas, sino como dirigentes, junto a las mujeres comunistas que realizaban una gran actividad entre las mujeres de las diversas clases sociales, otras, pertenecientes a la pequeña burguesía, sin partido muchas de ellas, militando en los partidos republicanos la mayoría, que trabajaban, defendiendo las ideas democráticas, con verdadero entusiasmo y abnegación.

La política de Frente Antifascista fue refrendada en el Pleno ampliado del Comité Central reunido en Madrid el 7 de abril de 1933. En el Frente Antifascista estaba ya en embrión la idea del Frente Popular, que iría desarrollándose a través de un proceso crítico y autocrítico, tanto para vencer la resistencia de las demás fuerzas democráticas, como para eliminar los restos de sectarismo que aún frenaban en nuestras filas la audaz aplicación de esa política.

Y allí donde fueron vencidos una y otros se cosecharon frutos prometedores, como en Málaga en noviembre de 1933, donde se creó el primer Frente Popular con el pacto entre comunistas, socialistas y republicanos, gracias al cual la candidatura antifascista triunfó sobre la reaccionaria, saliendo entre los elegidos el primer diputado comunista de España: el doctor Cayetano Bolívar. [N. del A.] [1]

Las elecciones parlamentarias de noviembre de 1933 mostraron el crecimiento de la influencia del Partido entre las masas. Si en las de julio de 1931 nuestros candidatos habían obtenido 60.000 votos, esta vez reunieron ya 400.000, a despecho de los fraudes electorales de las derechas y de la ley mayoritaria que favorecía exclusivamente a los grandes bloques electorales.

En las elecciones salió triunfante la reacción como consecuencia de la desunión de las izquierdas, de la táctica anarquista de abstención que restó muchos votos a las fuerzas democráticas y ayudó al bloque reaccionario. Pero ante todo, como consecuencia de la política de vacilaciones y renunciamientos practicada durante más de dos años desde el Gobierno por el bloque republicano-socialista, política que sembró la desconfianza en ciertos sectores populares y, muy especialmente, en una parte de los campesinos que vieron defraudadas las esperanzas de que la República les diese la tierra.

Afortunadamente la lección no cayó en saco roto. Los trabajadores socialistas vieron por fin que la táctica de su Partido no les había llevado hacia el socialismo que les prometieran sus líderes, sino hacia la reacción y el fascismo. Era ya inocultable que la línea general del Partido Comunista de España había sido la única justa y revolucionaria en todas las cuestiones decisivas de la revolución española.

La experiencia fracasada del gobierno conjuncionista, la rebelión de las masas del PSOE contra el oportunismo de sus dirigentes, el desplazamiento de muchos trabajadores socialistas hacia las posiciones del Partido Comunista fueron las causas de una honda crisis del PSOE, donde afloraron tres corrientes claramente definidas, que ya con anterioridad existían latentes en el Partido Socialista:

1) La derechista-reformista, dirigida por Besteiro, Saborit, y Trifón Gómez, que repudiaba abiertamente los métodos revolucionarios y cualquier contacto con los comunistas. Aparecía como la “protegida” de las derechas, la partidaria acérrima de una política de colaboración de clases.

2) La centrista, encabezada por Prieto y Fernando de los Ríos, cuyo fin era, sin enfrentarse directamente con la base socialista, impedir la radicalización del Partido Socialista y la colaboración de éste con el Partido Comunista. Los centristas querían volver a una situación semejante a la de 1931, o sea a una conjunción republicano-socialista basada en que la clase obrera actuase a remolque de la burguesía.

3) La izquierda, representada sobre todo por Largo Caballero, cuya actitud reflejaba la radicalización de las masas socialistas, el deseo vehemente de éstas de llegar a la unidad con el Partido Comunista. Muy pronto se convirtió en la corriente dominante.

[N. del A.] [1] Cayetano Bolívar Escribano nació en Frailes (Jaén) en el año 1898 en el seno de una familia acomodada. Su madre, Expectación, era una mujer muy piadosa que trató de inculcar en su hijo las creencias cristianas, pero Cayetano se decantó por la parte ética de aquellas creencias que él consideró vigente en el comunismo. Cursó los estudios de medicina en Granada. Gracias a una beca se doctoró en ginecología en la Universidad de Leipzig (Alemania), en donde entró en contacto con los ambientes comunistas. Regresó a España trasladándose a Pedregalejo (Málaga), donde se había trasladado su familia para vivir en la bonita villa residencial “Vistahermosa”. En una parte de esta villa, junto con el doctor Atilano Cerezo, creó un sanatorio donde se atendía por igual a ricos y pobres. Miembro ya del PCE, empezó a desplegar una incansable actividad política, que le motivó arrestos y períodos de prisión. Poco a poco fue radicalizando sus planteamientos, tomando parte en revueltas y estallidos revolucionarios. Por su participación en los incidentes de Don Fadrique en 1932, fue encarcelado en Toledo de donde salió 17 meses más tarde al obtener el acta de diputado por Málaga en las elecciones de diciembre de 1933. En su período como diputado en Madrid se hizo amigo personal de “La Pasionaria” y José Díaz. Desde la tribuna, justificó siempre la violencia como instrumento para la revolución, único camino en su opinión para lograr la justicia y la igualdad. Mostró su admiración y lealtad a la Unión Soviética, modelo de virtudes y ejemplo a seguir para el diputado por Málaga. En las elecciones de febrero de 1936 volvió a arrasar y tras el Alzamiento del 18 de julio de 1936 fue nombrado comisario de guerra y Jefe del Ejército Sur, con sede en Málaga. Desempeñó el cargo con grandes dificultades por la falta de disciplina y las discrepancias con otras fuerzas del Frente Popular.

Francisco Largo Caballero, que había sido en 1920 y años posteriores, junto a Besteiro, uno de los clásicos representantes de la tendencia derechista-oportunista en las filas del Partido Socialista y de la UGT, pasó de la experiencia colaboracionista con la dictadura y con los gobiernos republicanos, a posiciones izquierdistas extremistas, que si políticamente no eran consecuentes ni correctas, representaban, de una manera general, un gran paso hacia la transformación del Partido Socialista en un partido obrero clasista y preparaban el terreno para el entendimiento entre los dos partidos obreros: el Partido Comunista y el Partido Socialista. Ello explica por qué el Partido Comunista saludó este cambio y se esforzó en establecer con el Partido Socialista un acuerdo como base de la realización de la unidad de la clase obrera, sin lo cual no era posible oponer una resistencia seria a la amenaza fascista ni asegurar la consolidación de la República y de la democracia».

 

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«El Partido Comunista había combatido en las primeras filas de los luchadores republicanos contra la Monarquía, como uno de los destacamentos más heroicos de la democracia española; pero al proclamarse la República fue objeto de un trato discriminatorio y se vio forzado a sostener una lucha tesonera para conquistar su derecho a la existencia legal.

El Partido salía de once años de clandestinidad o semiclandestinidad seriamente quebrantado: apenas contaba con 800 militantes. Esta debilidad numérica se debía en gran parte a las persecuciones de que se le hizo objeto: ningún partido había sido blanco de tan crueles represalias. A su debilitamiento habían contribuido también, en no pequeña medida, las posiciones sectarias, las consignas estrechas, que no respondían a la situación real de nuestro país.

Bajo la presión de las masas y con la valiosa ayuda ideológica de la Internacional Comunista, el Partido inició la revisión de su política, adaptándola a la situación real y a lo que eran principios normativos comunistas en la revolución democrático-burguesa.

El Partido sostuvo una lucha enérgica en defensa de los intereses de los trabajadores. En sus documentos y en su prensa formuló las tareas históricas de la revolución democrática y las soluciones que correspondían a aquel período histórico.

El Partido advertía contra el peligro de que se intentara ahogar la revolución “en una oleada de debates parlamentarios”, actuaba contra el narcótico de las ilusiones parlamentarias y declaraba que la solución de los problemas planteados sólo podría venir de la acción revolucionaria de las masas.

¿Cuáles eran las tareas de la revolución democrática española y cómo las enfocaba el Partido?

El Partido Comunista de España llamaba la atención del país sobre la triste herencia que la República recibía. España figuraba entre los países atrasados de Europa en punto a su desarrollo económico y político. La herencia feudal de la Monarquía era particularmente gravosa en el campo. El latifundismo constituía un freno al desarrollo económico del país y engendraba violentos antagonismos, su peso era agobiador en Andalucía, Extremadura y parte de Castilla. En el resto del campo español la herencia feudal se manifestaba en sistemas de arriendo y en cargas de origen medieval; así ocurría con los foros en Galicia, Asturias y parte de León, Valladolid, Palencia y Zamora; así con el condominio en las provincias vascongadas, con la “rabassa morta” [N. del A.] [2] en Cataluña y con otras variantes de aparcería y arriendo en ésas y otras regiones de España.

[N. del A.] [2] “Rabassa morta” (cepa muerta) era un tipo de contrato muy extendido en Cataluña, parecido a un alquiler de una porción de tierra para cultivar viñas, con la condición de que el contrato quedaba disuelto si morían dos tercios de las primeras cepas plantadas.

La cuestión de la tierra era el problema de los problemas de la revolución española, el nudo gordiano que sólo podía cortar una profunda reforma agraria como la que proponía el Partido Comunista.

El Partido Comunista consideraba que la revolución española se iniciaba en una época en la que el proletariado constituía una clase fundamental de la sociedad, circunstancia que la diferenciaba de las grandes revoluciones burguesas del siglo XVIII e incluso del XIX, imprimiéndole mayor hondura social. De aquí que no pudiera postergar las aspiraciones económicas y sociales del proletariado y que debiera garantizarle el pleno disfrute de sus derechos políticos y sociales y la elevación de su nivel de vida.

La revolución democrática española no podía soslayar el problema nacional. El derecho de las nacionalidades a la autodeterminación e incluso a la separación halló en el Partido Comunista su más firme defensor, por considerar que la unidad del Estado español sólo puede ser sólida y estable sobre la base de la libre determinación y nunca sobre la fuerza y la violencia. Asimismo consideraba el Partido inexcusable la retirada de las tropas españolas del territorio marroquí y la concesión a aquel pueblo, sometido a un régimen de ocupación colonial, de la plena independencia nacional.

La revolución democrático-burguesa española debía resolver también con espíritu constructivo el problema de las relaciones con la Iglesia, estableciéndolas sobre los principios democráticos de la libertad de creencias y cultos y de la separación de la Iglesia y del Estado. El Partido era contrario a las estridencias anticlericales y ademanes demagógicos de ciertos líderes republicanos que herían los sentimientos de las masas católicas y eran utilizados por la reacción para levantar la bandera de la persecución religiosa y escindir al pueblo.

La consolidación de un régimen de libertades democráticas en España demandaba, en fin, la reorganización y democratización del aparato estatal, y en particular del cuadro de mandos del Ejército. Después del desastre de Cuba y cuando el Ejército español no tenía empresa exterior alguna en la que ser empleado, contaba con 499 generales, 578 coroneles y más de 23.000 oficiales para unas tropas que no excedían de 80.000 hombres. Estos cuadros se llevaban en sueldos, gratificaciones y cruces pensionadas el 60 por 100 del presupuesto de guerra, dedicándose 80 millones para sueldos, 45 para la tropa y 13 para material.

Esta situación empeoró aún como resultado de la guerra de Marruecos.

La reforma del Ejército era muy necesaria teniendo en cuenta, sobre todo, la hostilidad al nuevo régimen de la camarilla militar africanista, que constituía la cúspide del cuadro de mandos de las fuerzas armadas. Una de dos: o la República arrebataba las armas de manos de esa camarilla reaccionaria, o ésta las emplearía más tarde o más temprano para dar muerte a la República.

Tal era la posición del Partido Comunista sobre las tareas históricas de la revolución democrática española. La experiencia ha demostrado que era el único camino para resolverlas y para evitar a España la sangrienta prueba que más tarde hubo de sufrir.

Así, pues, la salida del Partido de la clandestinidad no sólo puso de relieve sus lados débiles; destacó sobre todo sus lados fuertes, sus grandes virtudes revolucionarias. El Partido aparecía como el auténtico depositario y continuador de las gloriosas tradiciones revolucionarias del proletariado español, como el portador del pensamiento político más avanzado, como el destacamento más combativo y revolucionario de la clase obrera española, como el más consecuente defensor de la democracia.

Al luchar por sus postulados, el Partido Comunista no pretendió en ningún momento que los líderes republicanos y socialistas se convirtiesen a la fe comunista; aspiraba tan sólo a que no se estancasen a mitad del camino de la revolución democrático-burguesa y tuviesen presentes las palabras del jacobino Saint Just, uno de los dirigentes de la revolución francesa: “Quien hace una revolución a medias, cava su propia tumba”».

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Frente a los deseos de las fuerzas obreras y democráticas –y en primer lugar del Partido Comunista– de hacer que la democracia se consolidase y se desarrollase en España por vías pacíficas, se alzó la voluntad de las fuerzas reaccionarias y fascistas, de la oligarquía financiera latifundista, de su instrumento armado –la casta de generales africanistas–, de recurrir a la violencia, sumiendo a España en una sangrienta guerra para impedir el progreso democrático, para conservar sus odiosos privilegios.

No había más que un camino para evitar la guerra civil: maniatar a los que preparaban la sublevación militar. Había, pues, un aspecto concreto del Programa del Frente Popular cuyo cumplimiento era inaplazable: la depuración del Ejército de los elementos fascistas, en particular de los que habían demostrado ya su odio al pueblo en la brutal represión contra los trabajadores asturianos.

La lucha por privar a la reacción fascista de su base material, por eliminar del Ejército a los generales fascistas, por poner coto a las provocaciones reaccionarias, presidió toda la actividad política del Partido Comunista, hasta el día mismo en que estalló la sublevación.

En vísperas de las elecciones del 16 de febrero, en su discurso en el teatro de la Zarzuela, José Díaz advirtió que si, una vez establecido un Gobierno de izquierda, «se deja que el Ejército esté dirigido por generales fascistas y monárquicos... el triunfo del Bloque Popular no será más que relativo, y nos va a durar el tiempo que tarde en reponerse la reacción».

El Partido Comunista designaba personalmente, con sus nombres, a los generales que estaban preparando un golpe para instaurar en España una dictadura fascista. El título de primera página de ‘Mundo Obrero’ del 27 de febrero decía: “En los altos mandos del Ejército español están los Goded, Franco, Fanjul, Martínez Anido y numerosos jefes y oficiales fascistas. ¡Exigimos su separación inmediata y la democratización del Ejército!”

En su discurso ante las Cortes, el 15 de abril, el camarada José Díaz decía:

“No queremos que puedan estar dentro del Ejército elementos de destacada tendencia reaccionaria como Franco, Goded y otros de la misma calaña”.

En la crisis del 12 de mayo –provocada por la elección de Azaña a la presidencia de la República– la nota oficial del Partido Comunista subrayaba que éste colocaba en un primer plano de las tareas que debía asumir el nuevo Gobierno la depuración del Ejército de los elementos fascistas que estaban conspirando contra la República.

A la vez que desplegaba esta campaña pública, en la calle y en el Parlamento, para alertar y preparar a las masas, para pedir al Gobierno medidas drásticas, el PCE realizaba gestiones directas, personales, cerca de los ministros responsables, les daba pruebas de los preparativos del levantamiento y exigía medidas radicales.

Un mes antes de estallar la sublevación, dirigentes del Partido Comunista visitaron a Casares Quiroga para denunciar los preparativos militares de los carlistas en Navarra. El jefe del Gobierno respondió despectivamente que los comunistas “veían sublevaciones hasta en la sopa”...

Si el Gobierno hubiese aplicado las medidas que el Partido Comunista reclamaba día tras día contra los generales y otros elementos fascistas que conspiraban contra la República, la sublevación militar del 18 de julio hubiese sido ahogada antes de estallar.

Las denuncias del PCE no fueron tenidas en cuenta por el Gobierno republicano. Este no tomó las medidas que eran imprescindibles para la defensa de la República. Pese a las pruebas concretas que demostraban sus actividades conspirativas, nombró a Franco Capitán General de Canarias; a Goded, Capitán General de Baleares, y envió a Mola a Navarra.

Pero las denuncias del Partido Comunista no fueron inútiles. Si el Gobierno no hizo caso de ellas, en cambio el pueblo sí las tuvo en cuenta. La intensa labor de explicación política llevada a cabo por los comunistas para hacer sentir al pueblo el peligro de la sublevación fascista, puso en tensión a las más amplias masas de todas las tendencias obreras y republicanas. Gracias a esa gran acción política y organizativa del Partido entre las diversas capas de la población, el pueblo español era cada vez más consciente de las amenazas que le acechaban, y se fortalecía cada vez más su inquebrantable decisión de oponerse por todos los medios a cualquier intento del fascismo de derribar la democracia recién reconquistada. En esa conciencia del pueblo, fruto sobre todo del trabajo del Partido Comunista, está el secreto de lo que sucedió el 18 de julio.

Mientras tanto, con su actitud de vacilaciones y de ceguera ante los preparativos de la sublevación fascista, el Gobierno republicano dejaba de hecho las manos libres a quienes se disponían a lanzar a España al abismo de la guerra.

Esas vacilaciones, esa ceguera, ese “empacho de legalismo” con el que se pretendía justificar el retraso en la aplicación del Programa del Bloque Popular, no eran hechos casuales. Tenían una raíz de clase. Demostraban que la pequeña y mediana burguesía, por, miedo a la clase obrera, no estaban dispuestas a liquidar la base material de la reacción, no estaban dispuestas a llevar adelante la revolución democrática en España.

Y en su negativa de marchar hacia adelante, llegaban al extremo de dejar a la República casi indefensa ante sus más encarnizados enemigos.

No se escuchó al Partido Comunista en aquellos momentos tan decisivos para España. Y porque no se escuchó al Partido Comunista, la sublevación fascista pudo estallar.

La reacción fascista y monárquica se entregaba a toda suerte de provocaciones para preparar la sublevación. Desde la tribuna parlamentaria y desde la prensa, realizaba una campaña desenfrenada de excitaciones a la violencia armada contra el pueblo y contra la República. La Falange y otros grupos reaccionarios multiplicaban los atentados contra personalidades republicanas, civiles y militares, causando la muerte de numerosos demócratas, lo que no podía dejar de provocar la respuesta indignada de las izquierdas. Un clima de guerra civil se extendía por España.

A comienzos de julio, la agresividad de las fuerzas reaccionarias que preparaban el levantamiento llegó a su punto culminante. Los chispazos del complot fascista iluminaban trágicamente la vida política y social de España. La muerte violenta del dirigente político monárquico, Calvo Sotelo, en la que, contrariamente a lo que ha reiterado la propaganda fascista, el Partido Comunista no tuvo ni arte ni parte, ni de cerca ni de lejos, fue el pretexto para desencadenar la sublevación».

 

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No dejaría de ser irrisoria toda esta “Historia del Partido Comunista de España” redactada por la Comisión del Comité Central del Partido formado por Dolores Ibárruri “La Pasionaria” y sus ‘camaradas’ en el año 1960, si no hubiera sido tan trágico el transitar de ese Partido ‘demócrata’, si su ideología nefasta, brutal y asesina no hubiese derramado tanta sangre inocente, tanto sufrimiento, penalidades en nuestra patria, como también lo hiciera en todo el mundo.

La terminología empleada, el radicalismo, las falacias, tergiversaciones y mentiras ponen de relieve la falta de verdad, la hipocresía, el ‘victimismo’ –cuando las verdaderas víctimas de tanta crueldad fueron propiciadas por el comunismo–, el peor régimen totalitario de todos los tiempos, con un tributo de más de 100 millones de muertos en su haber, entre los cuales figuraron no sólo disidentes al régimen estalinista, sino que incluyó a centenares de miles de militares, comisarios políticos, ‘desafectos’, políticos y militantes del propio partido del ‘padrecito Stalin’, tristemente famoso por sus purgas, sus gulags, sus deportaciones y sus feroces represiones.

Esa “Historia del Partido Comunista de España” es totalmente falsa, insultante, agresiva, perversa y mezquina.

En España el PC dejó una tremenda huella desoladora a base de checas, asesinatos indiscriminados, persecuciones, crímenes realizados en mayo de 1937 en Barcelona contra el POUM, la enorme vergüenza del expolio del oro del Banco de España, las desapariciones, torturas y un largo sinfín.

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