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Actualizada: 21 de Noviembre de 2.009.  

 
 
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 Homilía 20N-2009



Hermanos  concelebrantes, Señora Duquesa, Hermanos todos:

En la Liturgia de la Iglesia, las memorias de los difuntos celebradas junto al Altar, o incluso junto a sus tumbas se unen siempre a la memoria de la muerte de Cristo renovadas sobre los altares cada vez que se celebra el sacrificio eucarístico. Es lo que va a suceder en el curso de esta Misa que hoy aplicamos en sufragio del Fundador de esta Basílica don Francisco Franco y por coincidir la fecha del fallecimiento también por José Antonio. En espíritu podemos unir también al mismo Santo Sacrificio los restos de los Caídos que desde sus nichos en esta Basílica hoy y todos los días participan de algún modo con vosotros en la Misa conventual diaria. Ellos ya no tienen honores ni bandos porque en presencia de Dios sólo hay lugar para la unidad en la verdad y en el amor. Lo mismo debiera suceder para todos nosotros junto a la cruz en la  que Dios ha abolido las hostilidades para reconstruir sobre sí mismo una humanidad única que debía hacer de los hombres y los pueblos opuestos una sola comunidad en que quedaran cumplidas todas las diferencias contrarias.

En el Valle este es un mensaje que se escucha desde la Cruz más alta de la tierra o junto a esta Cruz que preside el altar desde la que Cristo eleva sus ojos al Padre en demanda de perdón, por los que le han arrancado de la tierra de los vivos y por aquellos otros que saben que van a ser promotores o víctimas de antagonismos irreconciliables.

En el Valle la presencia de la Cruz lo llena todo como ha ocurrido durante tanto tiempo en el mundo de España y en toda Europa. Es el signo que en el pasado ha unido a todos los pueblos y en torno al cual volverá a reconstruirse un día la casa europea cuando reparemos que estamos  edificando la actual sobre el vacío del hombre y de Dios.

Pero Dios no se deja vaciar ni suplantar por el hombre aunque simule momentáneamente dejarse vencer por él, como en aquella lucha de Jacob con el Ángel. Tenemos ante nosotros en este momento la perspectiva del Altar y de la cúpula que componen una visión teológica en la que se encierra la historia del hombre y del tiempo del cielo y de la tierra. Un altar, una cruz y sobre ellos la representación de la imagen de Cristo como Pantocrátor, la imagen de la Asunción de María, de almas en vuelo hacia su creador y juez o ya en presencia de Él.

En este conjunto contemplamos a Cristo sobre dos tonos bien distintos, uno el de la Cruz, en el que le hemos situado nosotros cuando hemos querido desposeerle de su condición divina mesiánica de su magisterio y su señorío.

Ha sido sin embargo el trono desde el que ha ejercido y ejerce su reinado espiritual como Señor y Maestro como camino y vida del hombre. Como canta la liturgia de la Iglesia, Dios reina desde la Cruz.  Pero contemplamos al mismo tiempo como desde el trono de la Cruz ha pasado al mismo tiempo al soleo celeste, del Cristo crucificado y  muerto al Cristo triunfante sentado en trono de Gloria con el libro de la ley y de la vida  en sus manos y al que rodean la multitud de los elegidos de los que dice el libro del Apocalipsis: “abatieron sus coronas delante del trono y se postraron delante del Cordero y adoraron al que vive por los siglos de los siglos”·

Cristo no va a descender de ninguno de esos tronos no va a desistir de seguir salvando al hombre desde la Cruz ni va a renunciar a su condición divina ni va a entregar a nadie su potestad soberana por el cielo y la tierra, ni va a permitir que nadie arrebate de su mano a los que son hijos de su sangre y de su amor. A pesar de que esta es la tentativa en que estamos empeñados cuando acentuamos la decisión de vivir de espaldas a Dios y al orden natural,  a la razón y a la conciencia, de espaldas a los principios elementales de la sabiduría y la prudencia.

Es una inversión del orden espiritual moral e histórico, que se nos antoja como la aspiración suprema de nuestro tiempo, cuando más bien ese supuesto apogeo ha sido siempre el final de las civilizaciones humanas. Pero la ley y la autoridad divinas no representan en ningún caso una amenaza para el hombre. Más bien son la garantía máxima de que la historia y el orden humanos siguen en manos del Creador, de las que proceden y en las que encontrarán su plenitud total y entretanto la posibilidad máxima para su desarrollo armónico. Este es el mensaje de la Fe, ella es la riqueza, la fuerza y la esperanza de España y del mundo. La Cruz encierra para nosotros el alma de España, esa Cruz está enraizada en la tierra, pero que como todo lo que brota de ella se eleva hacia las alturas señalando el camino de la libertad y de los espacios ilimitados.

Es esa doble dimensión donde todos estamos llamados a atender como hijos a la vez de la tierra y del tiempo. En la Cruz hemos vencido todos, porque la victoria de Cristo en ella es el triunfo de la humanidad sobre sí misma, sobre sus pecados y desvaríos, sobre sus errores  y rencores, sobre sus egoísmos y hostilidades y sobre todo sobre la muerte. Por eso con el apóstol san Juan afirmamos, esta es la victoria que vence al mundo. Nuestra Fe de que con Cristo todos volveremos a la vida y con la liturgia proclamamos: Salve Cruz, esperanza única.

 


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