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Actualizada: 16 de Octubre de 2.007.  

 
 
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 Carta abierta al Monje trampa Hilari Raguer.


Por Eduardo Palomar Baró.


Señor Hilari Raguer

Monje (?) e historiador (?)

Leo con estupor, sorpresa e indignación sus lamentables, retorcidas y casi blasfemas declaraciones publicadas en La Vanguardia correspondiente al jueves 11 de octubre de 2007, y en la sección denominada ‘La Contra’.

Todas sus peroratas periodísticas son una completa contradicción, propias de una profunda esquizofrenia. Curiosamente el perdón que exige a los demás, usted se lo salta a la torera. Posee un enfermizo complejo y obsesión hacia el franquismo.

A sus 79 años, mentalmente tiene usted una inmadurez profunda y un severo trastorno de la personalidad. No se entiende académicamente que se auto titule historiador, cuando en realidad es un vulgar menesteroso de la pluma. Si no, ¿cómo se entiende que, entre otras magníficas perlas, manifieste que “a aquellos religiosos los mataban por pugna política, no por su fe cristiana. No son mártires, pues”. Con esa afirmación resulta ser un ignorante, un ignaro, un insensato, un necio y un mala uva. Es usted tan perínclito en ciencias eclesiásticas que supera incluso al docto Papa Benedicto XVI, y sus conocimientos históricos son superiores a los del Padre postulador de la Causa, el Rvdo. Jorge López Teulón.

¿Cómo es posible que fuera alférez provisional de una España que detestaba, a no ser que actuase como espía al servicio del marxismo y de la masonería? No se entiende, que siendo militar de complemento llevase documentación subversiva, y no supiese que está rigurosamente prohibido por el Código de Justicia Militar, cosa que los que somos alféreces con honor estudiamos en los Campamento de las Milicias Universitarias. Desde luego hay que reconocer que no estuvo correcto el llevarlo a Montjuich ya que lo más lógico y justo hubiese sido trasladarlo a una suite en el Hotel Ritz…

Si estaba en su pleno juicio, cosa rara confirmada por su lastimosa y bochornosa trayectoria como monje e historiador trampa, sabía a lo que se exponía.

Para contrarrestar su exorbitada soberbia  y orgullo encubierta bajo su antiguo traje talar de monje –hoy americana y corbata– estudie, lea y hable con los verdaderos testigos de aquella masacre –superior a la de Diocleciano– de los que por fortuna aún quedan algunos.

Por su edad, podría tener unos conocimientos, que su infantilismo no percibió, como otros que tienen su misma edad y presenciaron la tragedia con talento y agudeza de ingenio, percibiendo la realidad de los hechos, que personas de su mediocre talante intelectual pretenden tergiversar e inventar.

Su democrática y beatífica República persiguió a la Iglesia Católica desde el primer momento de su proclamación, aquel nefasto 14 de abril de 1931. Empezó quemando iglesias y conventos y acabó asesinando a curas, frailes, monjas y católicos, después de destruir un inmenso patrimonio cultural. Ya en la revolución de Asturias de 1934 fueron asesinados los Hermanos de las Escuelas Cristianas, profesores de la Escuela de Turón y el pasionista P. Inocencio de la Inmaculada. En total 33 sacerdotes y religiosos ejecutados durante las jornadas revolucionarias de octubre de 1934.

No sé si se habrá dado cuenta del tremendo mal y daño que hace a la Iglesia, a sus correligionarios de Montserrat, a los siete benedictinos asesinados el 20 de agosto de 1936 y a los tres desaparecidos en la estación de la plaza de Cataluña, apareciendo sus cadáveres en el depósito del Clínico el 29 de julio y que al no ser reclamados por nadie, fueron echados a la fosa común del cementerio sudoeste de Barcelona.

Sus grotescas, maléficas y falsas opiniones son merecedoras de juzgado de guardia y desde el punto de vista eclesiástico, como medida cautelar, debiera ser suspendido “a divinis”.

Sin ningún respeto, pues se ha hecho merecedor de ello, al no tenerlo ni con la Iglesia, ni con los fieles, ni con los obispos, ni con los monjes de Montserrat, ni con los historiadores verdaderos. ¡Qué el Señor, en su infinita misericordia, le perdone!

Con mi más absoluto desprecio.

Eduardo Palomar Baró


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