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Actualizada: 20 de Noviembre de 2.007.  

 
 
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 El Altar y la Cruz símbolos de reconciliación.


Por el Padre Abad, don Anselmo Álvarez, en el Valle de los Caídos, 17 de noviembre de 2007. 


Con la perseverancia que os caracteriza os reunís una vez más en torno al altar de esta Basílica para significar que vuestra memoria del pasado y de sus protagonistas la ponéis ante todo bajo la mirada de Dios y la encomendáis a su protección. Él es Aquel “en Quien y para Quien todos viven” (liturgia de Difuntos), el que tiene la última palabra sobre cada hombre y cada acontecimiento. En Él la ‘memoria de la historia’ tiene un testigo y un juez insobornables, el mismo que afirma que dará a cada uno según sus obras.

Pero mientras cada uno espera esa hora de la verdad, vosotros venís ante la Cruz y al mausoleo del Valle a pedir el descanso eterno para todos los caídos, así como la paz para todos los que hemos heredado su sacrificio por una España que sepa vivir en armonía entre todos sus ciudadanos. El vuestro quiere ser hoy un gesto de reconciliación en el que, siguiendo la voluntad del fundador de este templo, D. Francisco Franco, os hacéis valedores de todos ante el Redentor de todos, cuyos brazos abiertos envuelven, desde la Cruz que nos preside, a todos los que reposan detrás de estos muros o en cualquier lugar de nuestro suelo.

Pedís la misericordia de Dios para ellos y para cuantos, en aquella guerra que todos nos dimos, se dejaron su vida en defensa de la causa que creyeron más justa y útil para el interés de España. Ahora las almas de los que están sepultados en esta Basílica, y que se hallen en presencia de Dios, rodean este altar cada vez que en él se celebra el sacrificio de la Misa, y unen su sangre a la de Cristo, en la Cruz y en el cáliz, para expiar los errores que unos y otros pudieron cometer, así como para purificar las profundidades de la conciencia de nuestro pueblo.

Entre estos caídos enterrados en el Valle se cuentan algunos de los mártires ya beatificados, ocho de los cuales: un P. dominico y siete religiosas adoratrices, figuran entre los que lo han sido el pasado 28 de octubre. La misión de todos ellos, hoy, es abogar por esa reconciliación a partir, no de símbolos y palabras efímeras, sino desde la fuerza de su propio testimonio, con el que sellaron a la vez su muerte y su amor a una España que uniera para siempre, en el nombre de Dios y en un abrazo común, a todos los hijos de este pueblo.

Ellos pusieron los primeros hechos positivos por el perdón y la concordia, hechos que se prolongaron en este Valle de los Caídos donde una Cruz y un altar se han convertido en testigos de este propósito de reconciliación. En esos símbolos religiosos radica el máximo estímulo al entendimiento entre los hombres, muy superior al de cualquier palabra o gesto políticos. La conciliación de los corazones no se hace por ley, sino en virtud del amor y de la piedad que dimanan de  la Cruz  y que nuestros mártires transparentaron en su muerte. 

A ellos nos encomendamos para hacer que el Valle pueda ser, de manera eminente y eficiente, ese ámbito religioso de presencia de Dios a través de los símbolos sagrados y del culto que lo caracterizan. Para que sea un espacio para la paz de los corazones a través de la atmósfera de quietud y religiosidad que envuelve cada rincón de este lugar, como tantas personas experimentan, a veces de forma muy sensible.

Los que llegan hasta aquí con espíritu abierto perciben sin dificultad ese mensaje de paz y espiritualidad que se desprende de todos los elementos y símbolos que se dan cita en el Valle, y que representan suficientemente su sentido, y lo consideran como un marco óptimo para esa doble tarea que a todos nos espera siempre: acercarnos en profundidad a la interioridad de nosotros mismos y, al mismo tiempo, tomar la medida de las realidades humanas, sabiendo discernir entre lo verdadero y lo falso de cuanto tenemos ante nosotros. Todos somos conscientes de la necesidad de esa terapia de serenidad y claridad en medio de la confusión que nos envuelve.

En el Valle de los Caídos todo tiene como referencia la Cruz. La misma que ha estado siempre presente en nuestra historia personal y colectiva. Una vez más tenemos que acogernos a ella como lugar de encuentro y de esperanza en esta hora de España. Esa Cruz que permanece inmóvil e inmutable, como todo lo que ella representa en cuanto memoria, a la vez, de Dios y del hombre. Ella es luz en nuestro camino, vigía amorosa de nuestros días, puente entre las generaciones que nos han precedido y seguirán. Ella continúa siendo el signo del precio por nuestros pecados y desvaríos, también los de hoy. Una cruz que ha crecido tanto como esos pecados, pero también como el amor con que siguen siendo redimidos.

Pero se diría que nos estamos distanciando cada vez más de esta sombra de la Cruz, como si quisiéramos eliminar los vestigios de su presencia entre nosotros. Es como si una esponja estuviera barriendo la mente y el alma de los españoles y disipando las huellas del pasado marcado por ella. Lo que nos han traído los tiempos inmediatamente pasados no ha sido sólo unos cambios en el régimen de gobierno de nuestra sociedad, sino la amenaza de la quiebra histórica y espiritual de nuestra nación.

Lo que ha ocurrido ha sido ante todo la ruptura histórica con el pasado, una metamorfosis cultural e ideológica que ha anulado las ideas sustentantes de España, ante todo las de raíz espiritual. De hecho, nos estamos dejando arrebatar el alma a cambio de un plato de libertad y bienestar, de una libertad que, con  palabras del profeta Baruc, nos ha convertido “en vasallos, no en señores”.

“La sociedad española se está dejando desvertebrar casi sin una réplica” (“Vida Nueva”..), en un proceso de disolución acelerada y fervorosa. Pocas veces un pueblo ha girado tan bruscamente sobre sí mismo para darse la espalda y no reconocerse; pocas veces una nación ha apagado tan súbitamente su luz y su memoria.

Hemos olvidado de improviso que primero es el espíritu y después todo lo demás, porque todo lo demás es humano cuando está inspirado en lo más hondamente humano: el espíritu. Por eso, hay libertades que oprimen: precisamente las que ahogan el espíritu. Es opresiva la libertad que se erige contra Dios, contra la verdad y el bien, o contra el derecho y la justicia, porque son, en ese caso, libertades que se vuelven contra el hombre. La libertad que escapa a la esfera del espíritu escapa a ella misma, escapa al hombre, porque el hombre es su espíritu, es decir, su hálito divino, la fuente de su fuerza creadora y rectora.

Ese hálito se nos está apagando porque, como dice la Escritura (…), de improviso “nos encontramos luchando contra Dios”: contra la Verdad y la Luz, contra lo que el conjunto de los hombres ha considerado, en todas las épocas, como la expresión superior del alma humana. Lo cual no obsta para que imaginemos estar en los albores de una civilización nueva, por la que aseguramos estar alcanzando la plenitud del hombre.

Pero estas esperanzas están sustentadas sobre un falso Cristo, sobre un hombre elevado a supuesto superhombre, que ha decidido ser él mismo apoyado únicamente en sí mismo. Ahora bien, ‘nadie puede poner otro fundamento que el que ha sido puesto: Cristo’, afirma con fuerza el apóstol S. Pablo (1 Cor 3, 11). Nuestras obras, sin Él, se disiparán tanto más rápidamente cuanto más arrogantes sean. Lo hemos escuchado en el Evangelio: “esto que contempláis –el templo- llegará un día en que no quedará de él piedra sobre piedra” (Lc 21, 5)  “La salvación procede de nuestro Dios”, asegura el Ap. (7, 11), no de los hombres, de los poderes humanos, las ideologías o los Estados de este mundo. Cristo es la Vida y la Luz del mundo. Él es la única juventud del mundo; por tanto, el único que nos la puede devolver.

En Él, en Dios, “vivimos, nos movemos y existimos” (Hch 17, 28), de manera que cuando le expulsamos nos precipitamos en la nada, aunque creamos haber encontrado todo en esa fiesta de la libertad y de la vida que hemos organizado. Él es la Piedra viva que, aunque desechada por los hombres, ha sido escogida por Dios para que sea fundamento de las obras humanas (cf 1 Pe 2, 7).

Es conocido el esfuerzo que se está haciendo para desplazar esta Piedra no sólo de las legislaciones sino de las conciencias humanas, en las que se quiere reblandecer la tenacidad de los que se oponen a este propósito. Una prueba de ello es la Constitución Europea. Pero el intento de anulación de la resistencia espiritual y moral es una acción que tiende al colapso del hombre y de las sociedades, porque busca producir el vaciamiento de su núcleo radical y la convulsión de cuanto se ha construido sobre él. Entonces al hombre no le queda nada de sí, ni para él ni para la sociedad.

Donde se ha anulado la resistencia moral tampoco subsiste la libertad, y sin ambas ya no hay sujeto, pero sin sujeto tampoco hay sociedad sino masa, a la que se puede manipular a placer.

Ocurre, además, que cuando se ha hecho perder el respeto a Dios y a la conciencia, y se ha promovido una sociedad sin criterios morales, la invocación del deber o de la ética, a la que a veces recurren esas legislaciones, resulta superflua: no hay nadie, no hay persona para responder a esa llamada.

Tal vez, muchos de nosotros necesitamos un suplemento de energía para no ceder en esta tenacidad. Sabemos dónde encontrarlo: en la fuerza de la Cruz, en la fortaleza de nuestros mártires, en la fidelidad a la fe sobre la que nuestro pueblo ha erigido su identidad y su honra. Como nos ha asegurado Jesús: “con vuestra perseverancia salvaréis vuestras almas”.


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