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Actualizada: 03 de Julio de 2.008.  

 
 
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Miguel de Unamuno y las Lenguas Hispánicas.

Por Eduardo Palomar Baró.




Nació el 29 de septiembre de 1864, en la calle Ronda del Casco Viejo de Bilbao. Fue el tercer hijo y primer varón, tras María Felisa y María Jesusa, del matrimonio habido entre el comerciante Félix de Unamuno y su sobrina carnal, Salomé Jugo. Más tarde nacerían Félix, Susana y María Mercedes.

Estudió Filosofía y Letras en la Universidad de Madrid, obteniendo, a los diecinueve años, la calificación de Sobresaliente. Se doctoró con una tesis sobre la lengua vasca: “Crítica del problema sobre el origen y prehistoria de la raza vasca”, en la que anticipó su idea sobre el origen de los vascos, que era contraria a las afirmaciones del nacionalismo vasco que propugnaba una raza vasca no contaminada por otras razas.

En 1885 comenzó a trabajar en un colegio como profesor de Latín y Psicología y publicó un artículo titulado “Del elemento alienígena en el idioma vasco” y otro costumbrista “Guernica”. Colaboró  en el “Noticiero de Bilbao”.

En 1888, se presentó a la cátedra de Psicología, Lógica y Ética del Instituto de Bilbao, junto con Sabino Arana y el poeta Resurrección María de Azkue adjudicándose la plaza éste último.

Polemizó con Sabino Arana, que iniciaba su actividad nacionalista, ya que consideraba a Unamuno como vasco pero “españolista” debido a que Unamuno, que ya había escrito algunas obras en euskera, estimaba que ese idioma estaba próximo a desaparecer y que el bilingüismo no era posible. “El vascuence y el castellano son incompatibles dígase lo que se quiera, y si caben individuos no caben pueblos bilingües. Es éste de la bilingüidad un estado transitorio”.

En 1889 prepara otras oposiciones y viaja a Suiza, Italia y Francia, celebrándose en París la Exposición  Universal y la inauguración de la torre Eiffel.

El 31 de enero de 1891 se casa con Concha Lizárraga. Se presenta a unas oposiciones para la cátedra de Griego en la Universidad de Salamanca, la cual obtiene.  Entabla amistad con el granadino Ángel Ganivet, amistad que se irá intensificando hasta el suicidio de aquél en 1898. Ingresa en la Agrupación Socialista de Bilbao, colaborando en el semanario “Lucha de clases”, abandonando el Partido Socialista en 1897.

En 1901, Unamuno es nombrado rector de la Universidad de Salamanca. En 1914 el ministro de Instrucción Pública lo destituye del rectorado por razones políticas, convirtiéndose Unamuno en mártir de la oposición liberal. En 1920 es elegido por sus compañeros decano de la Facultad de Filosofía y Letras. Es condenado a dieciséis años de prisión por injurias al Rey, pero la sentencia no llegó a cumplirse. En 1921 es nombrado vicerrector. Sus constantes ataques al rey y al dictador don Miguel Primo de Rivera hacen que éste lo destituya nuevamente y lo destierre a Fuerteventura en febrero de 1924. El 9 de julio es indultado, pero él se destierra voluntariamente a Francia; primero a París y, al poco tiempo, a Hendaya, en el País Vasco francés, hasta el año 1930, año en el que cae el régimen de Primo de Rivera. A su vuelta a Salamanca, entró en la ciudad con un recibimiento apoteósico.

Miguel de Unamuno se presenta candidato a concejal por la conjunción republicano-socialista para las elecciones del 12 de abril de 1931, resultando elegido. Unamuno proclama el 14 de abril la República en Salamanca. Desde el balcón del ayuntamiento, el filósofo declara que comienza “una nueva era y termina una dinastía que nos ha empobrecido, envilecido y entontecido”. La República le repone en el cargo de Rector de la Universidad salmantina. Se presenta a las elecciones a Cortes y es elegido diputado como independiente por la candidatura de la asociación republicano-socialista en Salamanca. Sin embargo, el escritor e intelectual, que en 1931 proclamaba que él había contribuido más que ningún otro español —con su pluma, con su oposición al Rey y al Dictador, con su exilio— al advenimiento de la República, empieza a desencantarse.

En 1933 decide no presentarse a la reelección. Al año siguiente se jubila de su actividad docente y es nombrado Rector vitalicio, a título honorífico, de la Universidad de Salamanca. En 1935 es nombrado ciudadano de honor de la República. Fruto de su desilusión, expresa públicamente sus críticas a la reforma agraria, a la política religiosa, a la clase política, al Gobierno y a Manuel Azaña.

Al iniciarse la Guerra Civil, apoyó inicialmente a los Nacionales. Unamuno quiso ver en los militares alzados a un conjunto de regeneracionistas autoritarios dispuestos a encauzar la deriva del país. El 19 de julio de 1936, Unamuno acepta el acta de concejal y hace un llamamiento a los intelectuales europeos para que apoyen a los Nacionales, declarando que representaban la defensa de la civilización occidental y de la tradición cristiana.

El 22 de agosto de 1936, Manuel Azaña lo destituye, mediante un Decreto acordado en el Consejo de Ministros y a propuesta del de Instrucción Pública y Bellas Artes, Francisco Barnés Salinas. Pero el general Miguel Cabanellas, presidente de la Junta de Defensa Nacional, firma un decreto con fecha 1º de septiembre confirmando a Unamuno en el rectorado y devolviéndole todas las prerrogativas que le confería la disposición de 30 de septiembre de 1934, que acababa de derogar el gobierno republicano. Sin embargo, el entusiasmo por la sublevación pronto se torna en desengaño, especialmente ante el cariz que toma la represión en Salamanca. Entonces Unamuno se arrepintió públicamente de su apoyo a la sublevación. Durante el acto de apertura del curso académico, que coincidía con la celebración de la “Fiesta de la Raza”, el 12 de octubre de 1936, en el Paraninfo de la Universidad, y tras una serie de discursos atacando a la “anti-España”, Unamuno criticó duramente la rebelión, sentenciando al final: "Venceréis, pero no convenceréis. Venceréis porque tenéis sobrada fuerza bruta; pero no convenceréis, porque os falta la razón". Le contestó muy airado el general José Millán-Astray, gritando “A mí la Legión”, “viva la Muerte” (lema de la Legión) y “abajo la inteligencia”; Unamuno le contestó: “viva la vida”. El general se levantó indignado, y José María Pemán trató de aclarar: “¡Viva la inteligencia! ¡Mueran los malos intelectuales!”. La esposa de Franco, Carmen Polo, tomó del brazo a don Miguel y le acompañó a su casa, rodeados de su guardia personal.  

 

Ese mismo día, la corporación municipal se reunió de forma secreta y expulsó a Unamuno. El 22 de octubre, Franco firmó el decreto de destitución de Unamuno como Rector.

Los últimos días de su vida -de octubre a diciembre de 1936- los pasó bajo arresto domiciliario. El 21 de octubre, en una entrevista mantenida con el periodista francés Jérôme Tharaud, manifestó:

«Tan pronto como se produjo el movimiento salvador que acaudilla el general Franco, me he unido a él diciendo que lo que hay que salvar en España es la civilización occidental cristiana y con ella la independencia nacional, ya que se está aquí, en territorio nacional, ventilando una guerra internacional. [...] En tanto me iban horrorizando los caracteres que tomaba esta tremenda guerra civil sin cuartel debida a una verdadera enfermedad mental colectiva, a una epidemia de locura con cierto substrato patológico-corporal. Las inauditas salvajadas de las hordas marxistas, rojas, exceden toda descripción y he de ahorrarme retórica barata. Y dan el tono no socialistas, ni comunistas, ni sindicalistas, ni anarquistas, sino bandas de malhechores degenerados, ex criminales natos sin ideología alguna que van a satisfacer feroces pasiones atávicas sin ideología alguna. Y la natural reacción a esto toma también muchas veces, desgraciadamente, caracteres frenopáticos. Es el régimen del terror. España está espantada de si misma. Y si no se contiene a tiempo llegará al borde del suicidio moral. Si el miserable gobierno de Madrid no ha podido, ni ha querido resistir la presión del salvajismo apelado marxista, debemos tener la esperanza de que el gobierno de Burgos tendrá el valor de oponerse a aquellos que quieren establecer otro régimen de terror. [...] Insisto en el sagrado deber del movimiento que gloriosamente encabeza el general Franco es salvar la civilización occidental cristiana y la independencia nacional, ya que España no debe estar al dictado de Rusia ni de otra potencia extranjera cualquiera, puesto que aquí se está librando, en territorio nacional, una guerra internacional. Y es deber también traer una paz de convencimiento y de conversión y lograr la unión moral de todos los españoles para reestablecer la patria que se está ensangrentando, desangrándose, envenenándose y entonteciéndose. Y para ello impedir que los reaccionarios se vayan en su reacción más allá de la justicia y hasta de la humanidad, como a las veces tratan. Que no es camino el que se pretenda formar sindicatos nacionales compulsivos, por fuerza y por amenaza, obligando por el terror a que se alisten en ellos, ni a los convencidos ni convertidos. Triste cosa sería que el bárbaro, anti-civil e inhumano régimen bolchevístico se quisiera sustituir con un bárbaro, anti-civil e inhumano régimen de servidumbre totalitaria. Ni lo uno ni lo otro, que en el fondo son lo mismo».

A los pocos días, le comentó al escritor griego Nikos Kazantzakis:

«En este momento crítico del dolor de España, sé que tengo que seguir a los soldados. Son los únicos que nos devolverán el orden. Saben lo que significa la disciplina y saben como imponerla. No, no me he convertido en un derechista. No haga usted caso de lo que dice la gente. No he traicionado la causa de la libertad. Pero es que, por ahora, es totalmente esencial que el orden sea restaurado. Pero cualquier día me levantaré -pronto- y me lanzaré a la lucha por la libertad, yo solo. No, no soy fascista ni bolchevique; soy un solitario».

El 31 de diciembre de 1936 recibió en su casa de Salamanca a su amigo falangista Bartolomé Aragón. Sentados frente a frente junto a un brasero, don Miguel se despidió de España para siempre: 

«¡Dios no puede volverle la espalda a España! España se salvará porque tiene que salvarse.» 

Minutos después fallecía. A su muerte, Antonio Machado escribió:

«Señalemos hoy que Unamuno ha muerto repentinamente, como el que muere en la guerra. ¿Contra quién? Quizá contra sí mismo».

ARRIBA     



(Diario de Sesiones, 18 de septiembre de 1931)

Señores diputados, el texto del proyecto de Constitución hecho por la Comisión dice: «El castellano es el idioma oficial de la República, sin perjuicio de los derechos que las leyes del Estado reconocen a las diferentes provincias o regiones.»

Yo debo confesar que no me di cuenta de qué perjuicio podía haber en que fuera el castellano el idioma oficial de la República e hice una primitiva enmienda, que no era exactamente la que después, al acomodarme al juicio de otros, he firmado.

En mi primitiva enmienda decía: 

«El castellano es el idioma oficial de la República. Todo ciudadano español tendrá el derecho y el deber de conocerlo, sin que se le pueda imponer ni prohibir el uso de ningún otro.» Pero por una porción de razones vinimos a convenir en la redacción que últimamente se dio a la enmienda, y que es ésta: «El español es el idioma oficial de la República. Todo ciudadano español tiene el deber de saberlo y el derecho de hablarlo. En cada región se podrá declarar cooficial la Lengua de la mayoría de sus habitantes. A nadie se podrá imponer, sin embargo, el uso de ninguna Lengua regional.»

Entre estas dos cosas puede haber en la práctica alguna contradicción. Yo confieso que no veo muy claro lo de la cooficialidad, pero hay que transigir. Cooficialidad es tan complejo como cosoberanía; hay «cos» de éstos que son muy peligrosos. Pero al decir «A nadie se podrá imponer, sin embargo, el uso de ninguna Lengua regional», se modifica el texto oficial, porque eso quiere decir que ninguna región podrá imponer, no a los de otras regiones, sino a los mismos de ella, el uso de aquella misma Lengua. Mejor dicho, que si se encuentra un paisano mío, un gallego o un catalán que no quiera que se le imponga el uso de su propia Lengua, tiene derecho a que no se les imponga. (Un señor diputado: ¿Y a los notarios?) Dejémonos de eso. Tiene derecho a que no se le imponga. Claro que hay una cosa de convivencia -esto es natural- y de conveniencia; pero esto es distinto; una cosa de imposición. Pero como a ello hemos de ir, vamos a pasar adelante. Estamos indudablemente en el corazón de la unidad nacional y es lo que en el fondo más mueve los sentimientos: hasta aquellos a quienes se les acusa de no querer más que vender o mercar sus productos -yo digo que no es verdad-, en un momento estarían dispuestos hasta a arruinarse por defender su espíritu. No hay que achicar las cosas. No quiero decir en nombre de quién hablo; podría parecer una petulancia si dijera que hablo en nombre de España. Sé que se toca aquí en lo más sensible, a veces en la carne viva del espíritu; pero yo creo que hay que herir sentimientos y resentimientos para despenar sentido, porque toca en lo vivo. Se ha creído que hay regiones más vivas que otras y esto no suele ser verdad. Las que se dice que están dormidas, están tan despiertas como las otras; sueñan de otra manera y tienen su viveza en otro sitio. (Muy bien.)

Aquí se ha dicho otra cosa. Se está hablando siempre de nuestras diferencias interiores. Eso es cosa de gente que, o no viaja, o no se entera de lo que ve. En el aspecto lingüístico, cualquier nación de Europa, Francia, Italia, tienen muchas más diferencias que España; porque en Italia no sólo hay una multitud de dialectos de origen románico, sino que se habla alemán en el Alto Adigio, esloveno en el Friul, albanés en ciertos pueblos del Adriático, griego en algunas islas. Y en Francia pasa lo mismo. Además de los dialectos de las Lenguas latinas, tienen el bretón y el vasco. La Lengua, después de todo, es poesía, y así no os extrañe si alguna vez caigo aquí, en medio de ciertas anécdotas, en algo de lirismo. Pero si un código pueden hacerlo sólo juristas, que suelen ser, por lo común, doctores de la letra muerta, creo que para hacer una Constitución, que es algo más que un código, hace falta el concurso de los líricos, que somos los de la palabra viva. (Muy bien).

Y ahora me vais a permitir, los que no los entienden, que alguna vez yo traiga aquí acentos de las Lenguas de la Península. Primero tengo que ir a mi tierra vasca, a la que constantemente acudo. Allí no hay este problema tan vivo, porque hoy el vascuence en el país vasco navarro no es la Lengua de la mayoría, seguramente que no llegan a una cuarta parte los que lo hablan y los que lo han aprendido de mayores, acaso una estadística demostrará que no es su Lengua verdadera, su Lengua materna; tan no es su verdadera Lengua materna, que aquel ingenuo, aquel hombre abnegado llegó a decir en un momento: “Si un maqueto está ahogándose y te pide ayuda, contéstale: «Eztakit erderaz.» «no sé castellano.»” Y él apenas sabía otra cosa, porque su Lengua materna, lo que aprendió de su madre, era el castellano.

Yo vuelvo constantemente a mi nativa tierra. Cuando era un joven aprendí aquello de «Egialde guztietan toki onak badira bañan biyotzak diyo: zoaz Euskalerrira.» «En todas partes hay buenos lugares, pero el corazón dice: vete al país vasco.» Y hace cosa de treinta años, allí, en mi nativa tierra, pronuncié un discurso que produjo una gran conmoción, un discurso en el que les dije a mis paisanos que el vascuence estaba agonizando, que no nos quedaba más que recogerlo y enterrarlo con piedad filial, embalsamado en ciencia. Provocó aquello una gran conmoción, una mala alegría fuera de mi tierra, porque no es lo mismo hablar en la mesa a los hermanos que hablar a los otros: creyeron que puse en aquello un sentido que no puse. Hoy continúa eso, sigue esa agonía; es cosa triste, pero el hecho es un hecho, y así como me parecería una verdadera impiedad el que se pretendiera despenar a alguien que está muriendo, a la madre moribunda, me parece tan impío inocularle drogas para alargarle una vida ficticia, porque drogas son los trabajos que hoy se realizan para hacer una Lengua culta y una Lengua que, en el sentido que se da ordinariamente a esta palabra, no puede llegar a serlo.

El vascuence, hay que decirlo, como unidad no existe, es un conglomerado de dialectos en que no se entienden a las veces los unos con los otros. Mis cuatro abuelos eran, como mis padres, vascos; dos de ellos no podían entenderse entre sí en vascuence, porque eran de distintas regiones: uno de Vizcaya y el otro de Guipúzcoa. ¿Y en qué viene a parar el vascuence? En una cosa, naturalmente, tocada por completo de castellano, en aquel canto que todos los vascos no hemos oído nunca sin emoción, en el Guernica Arbola, cuando dice que tiene que extender su fruto por el mundo, claro que no en vascuence. «Eman ta zabalzazu munduan frutua adoratzen raitugu, arbola santua» «Da y extiende tu fruto por el mundo mientras te adoramos, árbol santo.» Santo, sin duda; santo para todos los vascos y más santo para mí, que a su pie tomé a la madre de mis hijos. Pero así no puede ser, y recuerdo que cantando esta agonía un poeta vasco, en un último adiós a la madre Euskera, invocaba el mar, y decía: «Lurtu, ichasoa.» «Conviértete en tierra, mar»; pero el mar sigue siendo mar.

Y ¿qué ha ocurrido? Ha ocurrido que por querer hacer una Lengua artificial, como la que ahora están queriendo fabricar los irlandeses; por querer hacer una Lengua artificial, se ha hecho una especie de «volapuk» perfectamente incomprensible. Porque el vascuence no tiene palabras genéricas, ni abstractas, y todos los nombres espirituales son de origen latino, ya que los latinos fueron los que nos civilizaron y los que nos cristianaron también. (Un señor diputado de la minoría vasco navarra: Y «gogua» ¿es latino?) Ahí voy yo. Tan es latino, que cuando han querido introducir la palabra «espíritu», que se dice «izpiritué», han introducido ese gogo, una palabra que significa como en alemán «stimmung», o como en castellano «talante» es estado de ánimo, y al mismo tiempo igual que en catalán «talent», apetito. «Eztankat gogorik» es «no tengo ganas de comer, no tengo apetito».

Me alegro de eso, porque contaré más. Estaba yo en un pueblecito de mi tierra, donde un cura había sustituido -y esto es una cosa que no es cómica- el catecismo que todos habían aprendido, por uno de estos catecismos renovados, y resultaba que como toda aquella gente había aprendido a santiguarse diciendo: «Aitiaren eta semiaren eta izpirituaren izenian» (En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo), se les hacía decir: «Aitiaren eta semiaren eta Crogo dontsuaren izenian», que es: «En el nombre del Padre, del Hijo y del santo apetito.» (Risas.) No; la cosa no es cómica, la cosa es muy seria, porque la Iglesia, que se ha fundado para salvar las almas, tiene que explicar al pueblo en la Lengua que el pueblo habla, sea la que fuere, esté como esté; y así como hubiera sido un atropello pretender, como en un tiempo pretendió Romero Robledo, que se predicara en castellano en pueblos donde el castellano no se hablaba, es tan absurdo predicar en esas Lenguas.

Esto me recuerda algo que no olvido nunca y que pasó en América: que una Orden religiosa dio a los indios guaraníes un catecismo queriendo traducir al guaraní los conceptos más complicados de la Teología, y, naturalmente, fueron acusados por otra Orden de que les estaban enseñando herejías; y es que no se puede poner el catecismo en guaraní ni azteca sin que inmediatamente resulte una herejía. (Risas.)

Y después de todo, lo hondo, lo ínfimo de nuestro espíritu vasco, ¿en qué lo hemos vertido? El hombre más grande que ha tenido nuestra raza ha sido Iñigo de Loyola y sus Ejercicios no se escribieron en vascuence. No hay un alto espíritu vasco, ni en España ni en Francia, que no se haya expresado o en castellano o en francés. El primero que empezó a escribir en vascuence fue un protestante, y luego los jesuitas. Es muy natural que nos halague mucho tener unos señores alemanes que andan por ahí buscando conejillos de Indias para sus estudios etnográficos y nos declaren el primer pueblo del mundo. Aquí se ha dicho eso de los vascos.

En una ocasión contaba Michelet que discutía un vasco con un montmorency, y que al decir el montmorency: «¿Nosotros los montmorency datamos del siglo.., tal», el vasco contestó: «Pues nosotros, los vascos, no datamos.» (Risas.) Y os digo que nosotros, en el orden espiritual, en el orden de la conciencia universal, datamos de cuando los pueblos latinos, de cuando Castilla, sobre todo, nos civilizó. Cuando yo pronunciaba aquel discurso recibí una carta de D. Joaquín Costa lamentándose de que el vascuence desapareciese siendo una cosa tan interesante para el estudio de las antigüedades ibéricas. Yo hube de contestarle: «Está muy bien; pero no por satisfacer a un patólogo voy a estar conservando la que creo que es una enfermedad.» (Risas).

Y ahora hay una cosa. El aldeano, el verdadero aldeano, el que no está perturbado por nacionalismos de señorito resentido, no tiene interés en conservar el vascuence.

Se habla del anillo que en las escuelas iba pasando de un niño a otro hasta ir a parar a manos de uno que hablaba castellano, a quien se le castigaba; pero ¿es que acaso no puede llegar otro anillo? ¿Es que no he oído decir yo: «No enviéis a los niños a la escuela, que allí aprenden el castellano, y el castellano es el vehículo del liberalismo»? Eso lo he oído yo, como he oído decir: «¡Gora Euzkadi ascatuta!» («Euzkadi» es una palabra bárbara; cuando yo era joven no existía; además conocí al que la inventó). «¡Gora Euzkadi ascatuta!» Es decir: ¡Viva Vasconia libre! Acaso si un día viene otro anillo habrá de gritar más bien: «¡Gora Ezpaña ascatuta!» ¡Viva España libre! Y sabéis que España en vascuence significa labio; que viva el labio libre, pero que no nos impongan anillos de ninguna clase.

Pasemos a Galicia; tampoco hay aquí, en rigor, problema. Podrán decirme que no conozco Galicia y, acaso, ni Portugal, donde he pasado tantas temporadas; pero ya hemos oído que Castilla no conoce la periferia, y yo os digo que la periferia conoce mucho peor a Castilla; que hay pocos espíritus más comprensivos que el castellano (Muy bien.) Pasemos, como digo, a Galicia. Tampoco allí hay problema. No creo que en una verdadera investigación resultara semejante mayoría. No me convencen de no. Pero aquí se hablaba de la lengua universal, y el que hablaba sin duda recuerda lo que en la introducción a los Aíres da miña terra decía Curros Enríquez de la lengua universal:

«Cuando todas lenguas o fin topen que marca a todo o providente
dedo e c'os vellos idiomas estinguidos
un solo idioma universal formemos;
esa lengua pulida, idioma úneco,
mais qu'hoxe enriquecido e mais perfeuto,
resume d'as palabras mais sonoras
qu'aquela n'os deixaran como enherdo.
Ese idioma, compendio d'os idiomas,
com'onha serenata pracenteiro,
com'onha noite de luar docísimo
será -¿que outro sinon?- será o gallego

Fala de minha nai, fala armoñosa,
en qu'o rogo d'os tristes sub'o ceo
y en que decende a prácida esperanza,
os afogados e doloridos peitos.
Falta de meus abós, fala en q'os párias,
de trevos e polvo e de sudor cubertos,
piden a terra o grau d'a cor'a sangue
qu'ha de cebar a besta d'o laudemio...
Lengua enxebre, en q'as anemas d'os mortos
n'as negras noites de silencio e medo
encomendan os vivos as obrigas,
que, ¡mal pecados!, sin cuprir morreron.
Idioma en que garula nos paxaros,
en que falan os anxeles, os nenos,
en qu'as fontes solouzan e marmullan
Entr'os follosos albores os ventos»

Todo eso está bien; pero que me permita Curros y permitidme vosotros; me da pena verle siempre con ese tono de quejumbrosidad. Parias, azotada, escarnecida..., amarrada contra una roca..., clavado un puñal en el seno... ¿De dónde es así eso? ¿Es que se pueden tomar en serio burlas, a las veces cariñosas, de las gentes? No. Es como lo de la emigración. El mismo Curros, cuando habla de la emigración -lo sabe bien mi buen amigo Castelao-, dice, refiriéndose al gaitero:

«Tocaba..., e cando tocaba,
o vento que d'o roncón
pol-o canuto fungaba,
dixeran que se queixaba
d'a gallega emigración.

Dixeran que esmorecida
de door a Patria nosa,
azoutada, escarnecida,
chamaba, outra Nai chorosa,
os filliños d'a sus vida...

Y era verdá. ¡Mal pocada!
Contr'on peneda amarrada,
crabad'un puñas n'o seo,
n'aquella gaite lembrada
Galicia era un Prometeo.»

No; hay que levantar el ánimo de esas quejumbres, quejumbres además, que no son de aldeanos. Rosalía decía aquello de:

«Castellanos de Castilla,
tratade ben os gallegos;
cando van, van como rosas;
cando veñen, como negros.»

¿Es que les trataban mal? No. Eran ellos los que se trataban mal, para ahorrar los cuartos y luego gastarlos alegre y rumbosamente en su tierra, porque no hay nada más rumboso, ni menos avaro, ni más alegre, que un aldeano gallego. Todas esas morriñas de la gaita son cosas de los poetas. (Risas).

Vuestra misma Rosalía de Castro, después de todo, cuando quiso encontrar la mujer universal, que era una alta mujer, toda una mujer, no la encontró en aquellas coplas gallegas; la encontró en sus poesías castellanas de Las orillas del Sar. (Denegaciones en algunos señores diputados de la minoría gallega.) ¿Y quiénes han enriquecido últimamente a la Lengua castellana, tendiendo a que sea española? Porque hay que tener en cuenta que el castellano es una Lengua hecha, y el español es una Lengua que estamos haciendo. ¿Y quiénes han contribuido más que algunos escritores galleros -y no quiero nombrarlos nominativamente, estrictamente-, que han traído a la Lengua española un acento y una nota nuevos?

Y ahora vengamos a Cataluña. Me parece que el problema es más vivo y habrá que estudiarlo en esta hora de compresión, de cordialidad y de veracidad. Yo conocí, traté, en vuestra tierra, a uno de los hombres que me ha dejado más profunda huella, a un cerebro cordial, a un corazón cerebral, aquel gran hombre que fue Juan Maragall. Oíd:

«Escolta, Espanya le veu d'un fill
que't parla en llengua no castellana,
parlo en la llengua que m'ha donat
la terra apra,
en questa llengua pocs t'han parlat;
en l'altra..., massa.

En esta Lengua pocos te han hablado, en la otra... demasiados.

Hon ets Espanya? No't veig enlloc,
no sents la meva ven atronadora?
No entensa aquesta llengua que't parla entre perills?
Has desaprés d'entendre an els teus fils?
Adeu, Espanya!»

Es cierto. Pero él, Maragall, el hombre qué decía esto, como si no fuera bastante lo demasiado que se le había hablado en la otra Lengua, en castellano, a España, él habló siempre, en su trabajo, en su labor periodística; habló siempre, digo, en un español, por cieno lleno de enjundia, de vigor, de fuerza, en un castellano digno, creo que superior al castellano, al español, de Jaime Balmes o de Francisco Pi y Margall. No. Hay una especie de coquetería. Yo oía aquí, el otro día, al señor Torres empezar excusándose de no tener costumbre de hablar en castellano, y luego, me sorprendió que en español no es que vestía, es que desnudaba perfectamente su espíritu, y es mucho más difícil desnudarlo que vestirlo en una Lengua. (Risas.) He llegado -permitidme- a creer que no habláis el catalán mejor que el castellano. (Nuevas risas.) Aquí se nos habla siempre de uno de los mitos que ahora están más en vigor, y es el «hecho». Hay el hecho diferencial, el hecho tal, el hecho consumado. (Risas.) El catalán, que tuvo una espléndida florescencia literaria hasta el siglo XV, enmudeció entonces como Lengua de cultura, y mudo permaneció los siglos del Renacimiento, de la Reforma y la Revolución. Volvió a renacer hará cosa de un siglo -ya diré lo que son estos aparentes renacimientos-; iba a quedar reducido a lo que se llamó el «parlá munisipal». Les había dolido una comparanza -que yo hice, primero en mi tierra, y, después, en Cataluña- entre el máuser y la espingarda, diciendo: yo la espingarda, con la cual se defendieran mis antepasados, la pondré en un sitio de honor, pero para defenderme lo haré con un máuser, que es como se defienden todos, incluso los moros. (Risas.) Porque los moros no tenían espingardas, sino, quizá, mejor armamento que nosotros mismos.

Hoy, afortunadamente, está encargado de esta obra de renovación del catalán un hombre de una gran competencia y, sobre todo, de una exquisita probidad intelectual y de una honradez científica como las de Pompeyo Fabra. Pero aquí viene el punto grave, aquel a que se alude en la enmienda al decir: «no se podrá imponer a nadie»

Como no quiero amezquinar y achicar esto, que hoy no se debate, dejo, para cuando otros artículos se toquen, el hablar y el denunciar algunas cosas que pasan. Algunas las denunció Menéndez Pidal. No se puede negar que fueran ciertas.

Lo demás me parece bien. Hasta es necesario; el catalán tiene que defenderse y conviene que se defienda; conviene hasta al castellano. Por ejemplo, no hace mucho, la Generalidad, que en este caso actuaba, no de generalidad sino de panicularidad (Risas) dirigió un escrito oficial en catalán al cónsul de España en una ciudad francesa, y el cónsul, vasco por cierto, lo devolvió. Además, está recibiendo constantemente obreros catalanes que se presentan diciendo: «No sabemos castellano», y él responde: «Pues yo no sé catalán; busquen un intérprete.» No es lo malo esto, es que lo saben, es que la mayoría de ellos miente, y éste no es nunca un medio de defenderse. (Rumores en la minoría de Izquierda catalana.- Un señor diputado pronuncia palabras que no se perciben claramente.) Eso es exacto. (Un señor diputado: Eso es inexacto.- El señor Santaló: Sobre todo su señoría no tiene autoridad para investigar si miente o no un señor que se dirige a un cónsul.- Otro señor diputado pronuncia palabras que no se perciben claramente.- Rumores.) ¿Es usted un obrero? (Rumores.- Varios señores diputados pronuncian algunas palabras que no se perciben con claridad.- Continúan los rumores, que impiden oír al orador.)... que hablen en cristiano. Es verdad. Toda persecución a una Lengua es un acto impío e impatriota. (Un señor diputado: Y sobre todo cuando procede de un intelectual.) Ved esto si es incomprensión. Yo sé lo que en una libre lucha puede suceder. En artículos de la Constitución, al establecer la forma en que se ha de dar la enseñanza, trataremos de cómo el Estado español tendrá que tener allí quien obligue a saber castellano, y sé que si mañana hay una Universidad castellana, mejor española, con superioridad, siempre prevalecerá sobre la otra; es más, ellos mismos la buscarán. Os digo aún más, y es que cuando no se persiga su Lengua, ellos empezarán a hablar y a querer conocer la otra. (Varios señores diputados de la minoría de la Izquierda catalana pronuncian algunas palabras que no se entienden claramente.- Un señor diputado: Lo queremos ya.- Rumores.) Como sobre esto se ha de volver y veo que, en efecto, estoy hiriendo resentimientos... (Rumores.- Un señor diputado: Sentimientos; no resentimientos.) Lo que yo no quiero es que llegue un momento en que una obcecación pueda llevaros al suicidio cultural. No lo creo, porque una vez en que aquí en un debate el ministro de la Gobernación hablaba del suicidio de una región yo interrumpí diciendo: «No hay derecho al suicidio.» En efecto, cuando un semejante, cuando un hermano mío quiere suicidarse, yo tengo la obligación de impedírselo, incluso por la fuerza si es preciso, no tanto como poniendo en peligro su vida cuando voy a salvarle, pero sí incluso poniendo en peligro mi propia vida. (Muy bien, muy bien.)

Y tal vez haya quien sueñe también con la conquista lingüística de Valencia. Estaba yo en Valencia cuando se anunció que iba a llegar el señor Cambó y afirmé yo, y todos me dieron la razón, que allí, en aquella ciudad, le hubieran entendido mejor en castellano que si hablara en catalán. Porque hay que ver lo que es hoy el valenciano en Valencia, que fue la patria del más grande poeta catalán, Ausias March, donde Ramón Muntaner escribió su maravillosa crónica, de donde salió Tirant lo Blanc.

El más grande poeta valenciano del siglo pasado, uno de los más grandes de España, fue Vicente Wenceslao Querol. Querol quiso escribir en lemosín, que era una cosa artificial y artificiosa y no era su lengua natal; el hombre en aquel lenguaje de juegos florales se dirigía a Valencia y le decía:

«Fill so de la joyosa vida qu'al sol s'escampa
tot temps de fresques roses bronat son mantell d'or,
fill so de la que gusitan com dos geganta cativa
d'un cap Peñagolosa, de l'altre cap Mongó,
de la que en l'aigua juga, de la que fon por bella
dues voltes desposada, ab lo Cid de Castella
y ab Jaume d'Aragó.»

Pero él, Querol, cuando tenía que sacar el alma de su Valencia no la sacaba en la Lengua de Jaime de Aragón, sino en la Lengua castellana, en la del Cid de Castilla. Para convencerse no hay más que leer sin que se le empañen los ojos de lágrimas.

El valenciano corriente es el de los donosos sainetes de Eduardo Escalante, y algunas veces el de aquella regocijantes salacidades de Valldoví de Sueca, al pie de cuyo monumento no hace mucho me he recreado yo. Y también el de Teodoro Llorente cuando decía que la patria lemosina renace por todas partes, añadiendo aquello de...

«... y en membransa dels avis, en penyora
de la gloria passada y venidora,
en fe de germandat,
com penó, com estrella que nos guía
entre llaus de victoria y alegría,
alsem lo Rat-Penat.»

«Lo rat penat»; alcemos «lo rat penat», es decir, el ratón alado que, según la leyenda, se posó en el casco de Jaime el Conquistador y que corona los escudos de Valencia, de Cataluña y de Aragón; ratón alado que en Castilla se le llama murciélago o ratón ciego; en mi tierra vasca, «saguzarra», ratón viejo, y en Francia, ratón calvo; y esta cabecita calva, ciega y vieja, aunque de ratón alado, no es más que cabeza de ratón. Me diréis que es mejor ser cabeza de ratón que cola de león. No; cola de león, no; cabeza de león, sí, como la que dominó el Cid.

Cuando yo fui a mi pueblo, fui a predicarles el imperialismo; que se pusieran al frente de España; y es lo que vengo a predicar a cada una de las regiones: que nos conquisten; que nos conquistemos los unos a los otros; yo sé lo que de esta conquista mutua puede salir; puede y debe salir la España para todos.

Y ahora, permitidme un pequeño recuerdo. Al principio del Libro de los Hechos de los Apóstoles se cuenta la jornada de aquello que pudiéramos llamar las primeras Cortes Constituyentes de la primitiva Iglesia cristiana, el Pentecostés; cuando sopló como un eco el Espíritu vivo, vinieron lenguas de fuego sobre los apóstoles, se fundió todo el pueblo, hablaron en cristiano y cada uno oyó en su Lengua y en su dialecto: sulamitas, persas, medos, frigios, árabes y egipcios. Y esto es lo que he querido hacer al traer aquí un eco de todas estas lenguas; porque yo, que subí a las montañas costeras de mi tierra a secar mis huesos, los del cuerpo y los del alma, y en tierra castellana fui a enseñar castellano a los hijos de Castilla, he dedicado largas vigilias durante largos años al estudio de las Lenguas todas de la Patria, y no sólo las he estudiado, las he enseñado, fuera, naturalmente, del vascuence, porque todos mis discípulos han salido iniciados en el conocimiento del castellano, del galaico-portugués y del catalán. Y es que yo, a mi vez, paladeaba y me regodeaba en esas Lenguas, y era para hacerme la mía propia, para rehacer el castellano haciéndolo español, para rehacerlo y recrearlo en el español recreándome en él. Y esto es lo que importa. El español, lo mismo me da que se le llame castellano, yo le llamo el español de España, como recordaba el señor Ovejero, el español de América y no sólo el español de América, sino español del extremo de Asia, que allí dejo marcadas sus huellas y con sangre de mártir el imperio de la Lengua española, con sangre de Rizal, aquel hombre que en los tiempos de la Regencia de doña María Cristina de Habsburgo Lorena fue entregado a la milicia pretoriana y a la frailería mercenaria para que pagara la culpa de ser el padre de su Patria y de ser un español libre. (Aplausos.) Aquel hombre noble a quien aquella España trató de tal modo, con aquellos verdugos, al despedirse, se despidió en Lengua española de sus hijos pidiendo ir allí donde la fe no mata, donde el que reina es Dios, en tanto mascullaban unos sus rezos y barbotaban otros sus órdenes, blasfemando todos ellos el nombre de Dios. Pues bien; aquí mi buen amigo Alomar se atiene a lo de castellano. El castellano es una obra de integración: ha venido elementos leoneses y han venido elementos aragoneses, y estamos haciendo el español, lo estamos haciendo todos los que hacemos Lengua o los que hacemos poesía, lo está haciendo el señor Alomar, y el señor Alomar, que vive de la palabra, por la palabra y para la palabra, como yo, se preocupaba de esto, como se preocupaba de la palabra nación. Yo también, amigo Alomar, yo también en estos días de renacimiento he estado pensando en eso, y me ha venido la palabra precisa: España no es nación, es renación; renación de renacimiento y renación de renacer, allí donde se funden todas las diferencias, donde desaparece esa triste y pobre personalidad diferencial. Nadie con más tesón ha defendido la salvaje autonomía -toda autonomía, y no es reproche, es salvaje- de su propia personalidad diferencial que lo he hecho yo; yo, que he estado señero defendiendo, no queriendo rendirme, actuando tantas veces de jabalí, y cuántos de vosotros acaso habréis recibido alguna vez alguna colmillada mía. Pero así, no. Ni individuo, ni pueblo, ni Lengua renacen sino muriendo; es la única manera de renacer: fundiéndose en otro. Y esto lo sé yo muy bien ahora que me viene este renacimiento, ahora que, traspuesto el puerto serrano que separa la solana de la umbría, me siento bajar poco a poco, al peso, no de años, de siglos de recuerdos de Historia, al final y merecido descanso al regazo de la tierra maternal de nuestra común España, de la renación española, a esperar, a esperar allí que en la hierba crezca sobre mi tañan ecos de una sola Lengua española que haya recogido, integrado, federado si queréis, todas las esencias íntimas, todos los jugos, todas las virtudes de esas Lenguas que hoy tan tristemente, tan pobremente nos diferencian. Y aquello sí que será gloria. (Grandes aplausos.)

 

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