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Actualizada: 18 de Septiembre de 2.007.  

 
 
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 Identidad, Racismo y Patria.


 - tenemos los españoles derecho a ser racistas -


Por Pablo Gasco de la Rocha.


Si la identidad es lo propio de lo que es idéntico, y el racismo la exaltación de los valores y méritos de una raza, deberemos de admitir que ambos conceptos son consustanciales a la idea patria, el lugar en donde nacieron nuestros abuelos, nuestros padres y a cuantos debemos que el país donde hemos nacido sea lo que es. Por lo que resulta asombro que la ideología política imperante intente poner fronteras al pensamiento y contravenir no ya lo que es de lógica y de razón, sino propio y natural al mismo orden de la vida. Porque si la propia evolución de las especies impone el principio de supremacía y superioridad de características y actitudes, no se entiende que tal realidad no sea admitida respecto a la especie humana, por muchas diferencias que se hagan, y quienes las hagan. Pese a todo, las diferencias culturales, económicas y sociales están ahí, y son, pese a todo argumento en contra, la constatación real de las diferencias que existen, y existirán siempre, entre las distintas razas humanas. 

Desde esta consideración, pues, conviene que abordemos el problema de la inmigración, que es, antes que nada, algo que ha creado y conviene al capitalismo en su última fase de expansión, el mundialismo. Un problema, la inmigración, que, pese a todo, adolece de razones convincentes de justificar, hasta el punto, que sólo el factor demográfico es capaz de sostener la falacia de las bondades de la inmigración masiva a Europa como elemento de necesidad para el sostenimiento de la pirámide poblacional del viejo continente. Una necesidad que surge de todo un   proceso revolucionario, el feminismo, que con el consabido argumento de la liberación de la mujer, incidió directamente en ese índice de población, tal vital para la vida de las naciones. Cuya traducción en el orden práctico fue el abandono de las políticas familiares.

Sin embargo, desde el punto de vista antropológico no se puede decir lo mismo, pues la inmigración se caracteriza y es un constante foco de problemas, como consecuencia del choque de civilizaciones y culturas dentro del mismo país, y del mismo continente, Europa, que crea el llamado "síndrome de Babel" como problema de identidad. Y para muestra, ahí tenemos, a nuestras mismas puertas, los recientes disturbios en Francia, porque el verdadero problema de la inmigración es antes que nada un problema de ideas y de valores. Unas ideas y unos valores que afectan de forma determinante a la convivencia en cuanto a integración y comunicación.  

Y no se trata de un miedo irracional ni de sostener un fundamentalismo nacionalista sobre la supremacía de una raza sobre otra, pese haber importantes diferencias genéticas entre ellas, es un problema, repito, de preservar unos valores que constituyen la base de identidad de una comunidad nacional. Valores que son imposibles de sostener sin esa identidad morfológica, lingüística, cultural y de sentimientos: pues los inmigrantes, es decir, los extranjeros, también traen los suyos como forma de identidad y cohesión. Y así, basta con salir a los barrios periféricos de las grandes ciudades de Europa y observar la infinidad de guetos, cada cual de una nacionalidad: compartimentos estancos de resentimiento.   

El problema ya no es, pues, de tolerancia, sino de supervivencia, pieza angular del sistema europeo y occidental, sólo superado por una premisa, cual es la de que todos los hombres tenemos la misma naturaleza humana. Premisa que no tiene en cuenta el mundialismo, pero que es la única sobre la que se puede sostener una cierta inmigración, siempre, por supuesto, sujeta a nuestras necesidades reales. A las necesidades de Europa. Porque de hecho, el principal motivo por el que alguien emigra es por su anhelo de prosperar económica y socialmente, que asocia con el país de destino.

Es por ello que para que el diálogo intercultural sea realmente   enriquecedor, ha de ser desde el respeto a las identidades nacionales, proyectadas desde el pasado sobre unos valores identitarios que se han desarrollado a lo largo de los siglos y que devienen en el futuro, constituyendo su esencia, una esencia propia y consustancial a su propio ser. Un ser, que necesariamente no tiene que ser mejor a otros, pero que es particular y único, pues es su esencia.

Por lo que respecta a España, y a tenor del flujo inmigratorio que venimos soportando, bastaría con dar un dato, un dato que nos pone sobre la irracionalidad de este proceso que hemos dejado que se nos fuera de las manos, pues de los 923.000 extranjeros legales cifrados oficialmente en enero del año 2000, hemos pasado a los 4.700.000 millones en enero de 2007, un flujo invasor que no tiene parangón con ningún otro país del mundo, superando incluso a EEUU y Canadá.

En un artículo de Guillermo de la Dehesa, presidente del Centre for Economic Policy Research, publicado en El País el 25 de junio de 2007, y midiendo sólo la inmigración desde el punto de vista económico, reconocía el autor, que "tal cantidad de extranjeros, pese haber alargado momentáneamente la fase expansiva del ciclo económica unos años y moderando el aterrizaje de la llamada burbuja de la vivienda, ha abultado sobremanera el déficit corriente exterior de nuestra economía, un dato muy preocupante de cara al futuro por cuanto afecta a la estructura macroeconómica de nuestra nación".

Un problema que se agrava cuando comprobamos el aumento de inmigrantes mayores, casi ancianos, cuya cifra crecerá por efecto de   la reagrupación familiar o por la paradoja circunstancial de ser hijos, nieto o biznietos de españoles, todos ellos con su consabida dependencia económica a costa de las arcas de los españoles: Ley de Dependencia. Un despropósito que terminará con el Estado del Bienestar, que es, por otra parte, lo que se pretende.  

A tenor, pues, de lo que es ya una invasión en toda regla, la pregunta viene obligada... ¿Tenemos los españoles derecho a ser racistas?


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